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El 11 de febrero de 2011 el presidente egipcio Hosni Mubarak finalizaba casi tres décadas de férreo mandato. Los 18 días de acampada en la plaza Tahrir que precedieron su salida marcaron la ola de revuelta que, desde la revolución de los jazmines en Túnez, circulaba de sur a norte.
Tal día como hoy, hace diez años, la gente en la plaza Tahrir logró el fin de Mubarak. Fue el modelo para muchas otras manifestaciones como las de Occuppy Wall Street y el 15 M. Como el mayo del 68, son movimientos efímeros cuya potencia histórica es (perdonad la jerga) epistémica: no triunfan políticamente sino que enseñan a comprender las cosas de otro modo. Su influencia se nota en décadas, nunca en años. Se nota transversalmente porque incluso sus más agrios adversarios tratan de asimilar superficialmente sus formas (como Vox, que, como los orcos, son un remedo de los elfos creado por la fuerza oscura). Su potencia es notoria particularmente en algunos de sus fracasos, sobre todo cuando se reproducen los viejos esquemas con nuevos lenguajes y tales remedos se detectan con precisión. Así, por ejemplo, el rápido ascenso y la no menos rápida caída de Podemos en la apreciación de la opinión pública es paradójicamente un signo de cómo el clima que condujo al mundo a los movimientos Occuppy de 2011 había transformado la sensibilidad y la manera de comprender la política en grandes capas de la población. Celebremos este año un tiempo de primavera que nos cambió a todos (aunque parezca lo contrario).
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