Un blog que nace ante el intento por parte de algunos medios de desprestigiar el movimiento 15M ubicándolo en el marco anarcoperroflauta exclusivamente, ignorando a los miles de ciudadanos que toman las calles pidiendo libertad y justicia
El agua escasea, las olas de calor rompen
récords... y España se reseca. Pero este verano abrasador es sólo un
anticipo del futuro: en 2090, el desierto habrá engullido la mitad de la
Península, de Lisboa a Alicante, según un estudio de 'Science'.
Viajamos
a una comarca de Murcia donde la catástrofe ya es una realidad y llueve
lo mismo que en Emiratos Árabes: "Estamos literalmente clamando en el
desierto".Jose María Robles.http://www.elmundo.es/papel/historias/2017/07/31/5979f9a0e2704efb638b468e.html
Paco Gil sabe que en 2014 llovió lo mismo en El Esparragal (Murcia)
que en Abu Dhabi: 78,4 litros por metro cuadrado. Que el calor en 2015
achicharró miles de almendros en toda la provincia y que este año se ha
sembrado menos que nunca en el Campo de Cartagena. «A mí los números me
hablan», asegura. «Las pluviometrías son las que son desde hace dos décadas, así que decir que el desierto cada día llama más fuerte a nuestra puerta no es alarmista», añade mientras conduce su Opel Astra por una nada polvorienta donde el Coyote podría seguir persiguiendo al Correcaminos.
Gil
es secretario de Organización del sindicato agrario COAG en la Región y
un apasionado de la medición de agua. Hace tres años presentó un
informe que concluía que la comarca del valle del Guadalentín es el
lugar más seco de España desde que comenzó el siglo XXI. «Esto es como Arizona o el Sáhara», denunciaba entonces tras analizar las precipitaciones y las temperaturas
registradas en Lorca, Águilas, Totana o Puerto Lumbreras. Hoy la
situación no es demasiado mejor en estas localidades rodeadas por lo que
él llama «secano rabioso». Y también empieza a ser preocupante mucho
más al norte: en Palencia, Burgos, Valladolid y León, la Castilla que sufre este verano para beber un vaso de agua o darse una ducha.
El descenso de los embalses, el aumento de las temperaturas, la pérdida de cubierta vegetal causada por los incendios, la tendencia a la erosión, el abandono de cultivos tradicionales, el crecimiento urbano e industrial, la repetición de eventos extremos...
El etcétera es voraz. La confluencia de factores climatológicos y humanos está deteriorando a gran velocidad un sistema natural ya de por sí semiárido o árido (70% del territorio español) y con un riesgo de desertificación (35%) que va a ir a más.
Sobre
las dunas, palmeras y camellos en la Puerta de Alcalá se han escrito
decenas de reportajes. Puede que uno cada verano. Lo que tal vez les
faltó a la mayoría de ellos es el dato que los paleoecólogos Joel Guiot y
Wolfgang Cramer, eminencias del Centro Nacional para la Investigación
Científica de Francia, publicaron en otoño en la revista Science: la fecha exacta del cataclismo.
Según sus previsiones, en
2090 las comunidades más secas habrán avanzado desde la esquina
suroriental y el desierto se habrá comido la mitad de la Península
Ibérica (de Alicante a Lisboa). Todo esto mientras se tambalea
el compromiso del Acuerdo de París sobre cambio climático de no
sobrepasar en más de dos grados los registros de la era preindustrial.
Un objetivo nada al alcance, sobre todo con Trump en la Casa Blanca.
Pero
el año 2090 ya ha llegado a Murcia. Paco Gil detiene el coche a un lado
de la carretera entre Abanilla y Fortuna, que el representante de los
agricultores locales conoce bien. Bajamos del vehículo. Son las cuatro
de una tarde de junio no especialmente sofocante (35,5ºC). No hay un
centímetro de sombra. No se divisa a nadie. No se oye nada, ni siquiera
chicharras. Enfrente, detrás, a izquierda y a derecha se ve lo mismo: una estepa resquebrajada por la sequía,
muchos matojos y varios cerros que parecen flanes pasados de horno. Un
escenario más acogedor para un robot de la NASA que para un conejo, no
digamos para un ser humano.
«De Trump ni hablo. A mí lo que me duele es que no se estén tomando medidas»,
critica Gil la salida de EEUU del acuerdo parisino... y el hecho de que
la última actualización del Programa de Acción Nacional Contra la
Desertificación la acometió el Gobierno hace casi una década (agosto de
2008). El Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio
Ambiente, no obstante, ofrece varios protocolos recientes como muestra
de su «continua mejora y revisión de la evaluación y seguimiento».
En
su investigación, Guiot alerta de que la zona mediterránea se caldea
más que el resto del planeta. Y otros expertos del IPCC, el panel
intergubernamental que estudia el calentamiento global, calculan que Madrid se asará a otros tres o cuatro grados. O lo que es lo mismo: tendrá la temperatura de Casablanca.
Decir
que estamos más cerca térmicamente y en cuanto a recursos naturales de
Marruecos o Argelia que de Suiza o Finlandia parece una obviedad. Una
obviedad necesaria: todavía es una minoría la que se ha percatado de que
hay un elefante en la habitación. El desierto ya no está al otro lado del Estrecho, sino aquí mismo.
«El recurso suelo es un valor estratégico esencial que socialmente no se percibe. No existe consciencia de su degradación,
a diferencia de los problemas del agua o del aire, que son más visibles
y de consecuencias inmediatas», explica José Luis Rubio, primer
director del Centro de Investigaciones sobre Desertificación (CIDE) y ex
presidente de la Sociedad Europea para la Conservación del Suelo (ESSC,
por sus siglas en inglés).
En Israel el agua es un elemento de seguridad nacional y la población ha interiorizado el mensaje de que cada gota cuenta. En España, considerada por su enorme biodiversidad el Borneo de Europa, no sucede lo mismo. «Cuando veo en agosto una rotonda con césped inglés y aspersores, pienso: 'Santo cielo...'», lamenta Rubio.
El desinterés por el avance del desierto se entiende todavía menos si se tiene en cuenta que amenaza tres sectores económicos fundamentales: la agroindustria, la construcción y el turismo.
Ochenta millones de personas nos visitarán en 2017. Buena parte lo hará
a las islas y el litoral, donde los recursos hídricos y de suelo están
sometidos a mayor presión.
«Hace mucho tiempo que nuestro país
debería haber apostado por aminorar los impactos del turismo que gasta
el doble de energía y el triple de agua que el lugareño. Queda mucho para que se asuma que dependemos mucho más de la salud del planeta que de la económica», razona el naturalista y escritor Joaquín Araújo.
Para alguien que se presenta como arboladicto
y conoce de primera mano los excesos del Antropoceno, esta nueva era
geológica condicionada por la acción del hombre, «la rectificación
debería ser de magnitudes descomunales. Prácticamente necesitamos otro
estilo de vida». Nada de tener una piscina en cada urbanización o ir a
trabajar en un coche por persona. «Estamos adaptados a excesivas comodidades y despilfarros, sobre todo los relacionados con la energía y el agua. La austeridad se aprende mal y no todo lo completa y rápidamente que ya necesitamos».
Hay
testimonios a contracorriente. Plácido Martínez, gerente de la compañía
de servicios turísticos y audiovisuales Malcamino's, se instaló con su
mujer en 2003 en Tabernas por voluntad propia. «Vivir en el desierto es una cuestión anímica, sensorial... no sé cómo describirla.
Nos compramos un cortijo derruido, empezamos a desarrollar nuestra
empresa y nos quedamos. ¿Inconvenientes? Como en todos sitios...»,
matiza.
Desde los 18 años, este almeriense de la capital ha
trabajado en la industria local del cine como especialista, localizador
de exteriores, productor... No conoció la época dorada del spaghetti western, que ayudó a sacar a la zona de la pobreza y el aislamiento. Sí participó en superproducciones como Conan el bárbaro (1982) o Exodus
(2014), dos de las cerca de 1.000 películas que han tenido como
escenario natural el desierto favorito de Clint Eastwood. Una tierra de
la que alguien dijo con desprecio que sólo servía para criar lagartijas.
«Aquí todo tienes que adaptarlo: la vida, la familia, el trabajo... Se trata de un lugar donde es muy difícil hacer cualquier actividad en las horas centrales del día
que no esté bien medida. Nos ponemos a 40 y muchos grados al sol. Y el
agua... Tenemos acceso a la red del pueblo, pero en verano no nos
llega».
A Martínez no le molesta cruzarse el desierto para algo tan normal como llevar a su hija a clase. Un recorrido de ida y vuelta a través de 11.000 hectáreas de desolación que,
en función de uno u otro título, ha sido Nuevo México, Egipto, Irak,
Afganistán e incluso Australia. Eso en la ficción. La vida real invita a
fantasear menos.
«Estamos pecando de inocentes», señala. «Discuto bastante con la gente de la zona, que cree que la falta de lluvia es algo cíclico y que volverá a llover igual que hace 70 años.
Y no, la situación va a empeorar. Nunca hemos tenido las temperaturas
del mes pasado. No estamos preparados. Mira los niños que sacaron del
colegio en Madrid con lipotimia. ¡En junio!».
En su documental Diez mil millones,
el director Peter Webber recurrió a un símil impactante -un meteorito-
para alertar de la insostenibilidad de un planeta superpoblado. La saharización en España todavía no ha propiciado una metáfora perfecta.
El campo de golf de Corvera, amarilleado por la sed y la solana,
víctima a su vez de un resort en concurso de acreedores, sí se acerca al
concepto de antipostal. Y más aun la transformación de Doñana en
nuestro Mar de Aral.
El
paro, la corrupción, la economía, los políticos, la sanidad... Eso es
lo que más preocupa a los españoles, según el barómetro del CIS de
junio. Los problemas medioambientales inquietan al 0,6% de los encuestados. Para explicar la pasividad tanto ciudadana como política respecto al avance del desierto, José Luis Rubio recurre al síndrome de la rana hervida:
en vez de reaccionar ante un problema (la rana salta de la olla), se
acepta que no tiene solución (la rana muere a fuego lento). José Antonio
Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental de la Universidad de
Córdoba, habla de «ecofatiga». «La sociedad está tan cansada de
información catastrofista que desconecta. Hay que promover experiencias
positivas del entorno y no ir de Torquemadas, fustigando todo el día»,
enfatiza.
El Instituto Nacional de Estadística (INE) permite
conocer cuánta agua riega el campo (15.129 hectómetros cúbicos en 2014,
el equivalente a seis millones de piscinas olímpicas) y cuánta se
consume en casa (132 litros por habitante al día). Lo que era un
misterio es cuánta se despilfarra en dicho entorno doméstico. La empresa
valenciana Esferic calcula que cada español malgasta de media 3,5 litros al día sólo mientras espera que salga el agua caliente de la ducha.
«En
algunos hogares pueden llegar a perderse 10 litros, dependiendo de
dónde esté la caldera», estima Suso Chulvi, responsable de Marketing de
Esferic. Esos 3,5 litros de agua que se van por el sumidero sin que nadie se escandalice suman 46.000 millones al año, si aceptamos que el derroche lo hacen como mínimo dos personas en 18 millones de hogares españoles.
Para evitar que esto siga sucediendo, Esferic puso en marcha en 2016 una campaña de micromecenazgo para crear WaterDrop, una bolsa hecha de material reciclable y con forma de regadera que permite almacenar y utilizar ese agua que hoy se pierde de forma absurda.
«Esto
no sólo pasa en España. La casi totalidad de países que tienen la
suerte de disfrutar de agua caliente tienen en el mismo problema».
Chulvi insiste en que es clave concienciar a los más jóvenes. «Enseñamos
a los niños a no tirar papeles al suelo y a ponerse el cinturón de
seguridad en el coche. Si les enseñamos a cuidar el agua, lo harán siempre».
En
el caso de que la sensibilidad medioambiental no cuaje, queda confiar
en que cierta movilización se produzca conforme 2090 se acerque y el
desastre afecte al bolsillo. Dos meses sin precipitaciones
provocaron el pasado verano unas pérdidas de 49 millones de euros en las
explotaciones lecheras gallegas. «Estimaciones recientes apuntan a una pérdida global (el denominado coste de la inacción)
de entre 6,3 y 10,6 billones de dólares debido a la degradación de la
tierra. El coste estimado en España se cifraría en 1.230 millones de
euros».
Las cuentas las hace Víctor Castillo desde la Convención
de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD). Un
organismo que -lástima- no tiene su sede en Tabernas ni en las
inmediaciones de Los Monegros (Aragón) o las Bardenas Reales (Navarra), los otros dos desiertos naturales autóctonos.
Ni siquiera en Fuerteventura, a cuyas arenas y lavas fue desterrado
Unamuno. Está en Bonn (Alemania), donde no deben de crecer demasiados
cactus.
«En algunos casos, España está ya en un punto de no
retorno o de retorno a costes desproporcionados». Gonzalo Delacámara
ejerce de Director Académico del Foro de la Economía del Agua y es
asesor de la Comisión Europea en materia hídrica. Alguien que no se
cansa de repetir que la desertificación «no es una peste bíblica ni una
maldición, es en buena medida el resultado de nuestras propias decisiones».
«Planificar
el futuro es crear reservas hídricas», tercia Paco Gil mientras
avanzamos por el 2090 murciano y sus kilómetros de páramo estriado,
donde se han instalado tantas granjas porcinas que es imposible
contarlas. «Le podemos echar la culpa a todo lo que queramos, pero menos mal que a Franco se le ocurrió hacer pantanos. Fíjate que hizo cosas mal.
Ésa la podría haber hecho mal también, pero pensó en construir una red
que ahora sería impensable». Que el legado del dictador sirva para
aliviar carencias actuales 40 años después de su muerte resulta
simbólico.
Hace tiempo que España dejó de ser ese supuesto vergel
en el que una ardilla podía ir de rama en rama de Algeciras a los
Pirineos. El sellado del suelo se ha reactivado tras la crisis y ya se
construyen más de 200 viviendas al día. En términos generales, con la
misma conciencia ecológica que antes del estallido de la burbuja. Si en
la patria del ladrillo no se ha planteado un modelo de
urbanismo alternativo que, por ejemplo, dote a los hogares de un sistema
de recogida de precipitación y paneles fotovoltaicos, se debe a dos
motivos. «Uno: la ley en gran medida no obliga a ello. Y dos: la
sociedad hasta ahora no tenía suficiente sensibilidad para pedirlo. Los españoles no elegían casa porque fuera reciclara agua o consumiese menos energía.
Sin embargo, la sostenibilidad ya sí es una cuestión importante en el
alquiler de oficinas», opina José María Ezquiaga, decano del Colegio de
Arquitectos de Madrid.
El desierto ha sido largamente explotado como motivo literario. Del Antiguo Testamento, donde se nombran hasta 15 diferentes, a El principito. Menos abundantes son los estudios científicos que explican cómo afecta a la salud.
Física y también mental. Carmelo Dazzi, sucesor de Rubio en la Sociedad
Europea para la Conservación del Suelo, confirma que la desertificación
«elimina los depredadores naturales y la regulación biótica en las
regiones áridas y semiáridas, y puede dar lugar a un aumento de patógenos y plagas».
La
posible llegada de enfermedades tropicales tendrá su envés en la
percepción psicológica. Álvaro Gammicchia es piloto de Iberia con base
en Madrid y secretario del sindicato SEPLA. Suma más de 8.000 horas de
vuelo y admite sentir «desasosiego» cada vez que contempla desde las alturas el tablero irregular de marrones que es España. Nada que ver con el paisaje refrescante que otea al cruzar la frontera.
Los psicólogos estadounidenses Thomas Doherty y Susan Clayton llamaron ansiedad ambiental a la relación directa entre el aumento de temperatura y el comportamiento violento.
El 30% de la población mundial ya está expuesto a olas de calor
mortales. El 74% -de Bogotá a Manila y de Sao Paulo a Málaga- lo estará
en 2100 si se sigue emitiendo dióxido de carbono al mismo ritmo que
ahora. Una proyección que hay que visualizar de forma global: no habrá
mar ni valla capaces de contener a los refugiados climáticos procedentes
de África.
Paco Gil termina conduciendo su Opel Astra por 500
kilómetros de carreteras secundarias murcianas. Al volante, cuenta que
este año será el primero de trasvase cero del Tajo-Segura y que las extensiones de regadío representan «pequeños oasis».
Si esos cultivos (tomate, coliflor, lechuga, pimiento, melón,
naranja...) no hicieran de barrera, el desierto lo habría engullido
prácticamente todo, sostiene.
El paleoecólogo Guiot le contradice: «La agricultura basada en el uso intensivo de agua no es un modo sostenible de producción para
el sur de España». Es una discusión eterna. Ha pasado más de una década
del fallido Plan Hidrológico Nacional y el agua (y su uso) sigue
generando recelo entre regiones. ¿Quién tiene más argumentos a favor?
¿Los protrasvase murcianos que se agarran a los brotes verdes en el
secarral y hablan de productividad? ¿Los antitrasvase
castellanomanchegos que quieren hacerle un nudo a la tubería y para ello
esgrimen la sostenibilidad? Ambas posiciones parecen razonables.
Por
si fuera poco, una directiva comunitaria obligará en una década a
cerrar todos los acuíferos sobreexplotados o contaminados de la Región,
así que allí, en la huerta de Europa, el chiste de susto o muerte
ha dejado de tener gracia mucho antes del 2090. Cientos de hectáreas se
han perdido como el tiempo de un reloj de arena. Queda solamente el
vacío. «Ya no es cuestión de pedir más agua, sino de salvar los
muebles», concluye Gil. «Estamos literalmente clamando en el desierto».
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La Cancillería de Siria envió este
viernes una carta, tanto al Secretario General de las Naciones Unidas,
como al el Presidente del Consejo de Seguridad sobre la reciente
agresión llevada a cabo por la ilegal Coalición Internacional, liderada por EE.UU,contra de los ciudadanos sirios en las localidades de Albaguz Foukani y Al Sousa en el campo de la ciudad de Al-Bukamal. El
organismo sirio explicó que no se puede justificar esta agresión
traicionera ni los argumentos que emita la Coalición para justificar la
matanza cometida, ya que dicha Coalición sabe muy bien la geografía de
la región, pero que el objetivo de los ataques era presionar a las
personas que han declarado su rechazo a la entrada de las milicias de
las Fuerzas Democráticas de Siria (FDS) a sus pueblos.
El ministerio sirio confirmó que de
la Coalición ilegal sólo ha logrado matar a personas inocentes sirios y
la destrucción de la infraestructura de Siria a lo largo del río
Éufrates, en especial puentes, escuelas e instalaciones de
bombeo de agua y plantas de transferencia de electricidad, también la
ciudad de Raqqa se ha convertido en símbolo de la flagrante brutalidad de los Estados Unidos y sus aliados de países occidentales (...) ........................................................
SOTERRAMIENTO
| Francisco Bernabé, como delegado del Gobierno, dio la orden para
instalar un dispositivo policial permanente en las vías de Murcia. Hoy
hemos sabido lo que nos costó: 2,2 millones de euros.
George GonzaloSon
técnicas de control social y manipulación de masas. Mies de horas con
los chavales de Tailandia y un par para el drama diario del Mediterráneo
o el mercado de esclavos en Libia, etc. Manipulan poniendo el foco en
un lado y sacándolo de otro.
Francisco
Ayala ha sido una de las glorias nacionales de la ciencia. Asesor de
ciencia para Bill Clinton; uno de los grandes teóricos de la nueva
síntesis entre darwinismo y genética; una persona amable que apoyó la
ciencia en español; un profesor simpático y agradable (al menos esa ha
sido mi impresión cada vez que he coincidido con él); asesor del
Vaticano para la disputa entre fe y evolución (era compatibilista);
doctor honoris causa por mi universidad alma mater de Salamanca;
... y acosador sexual. Me he encontrado con muchos casos parecidos.
Muchas veces, la mayoría, las mujeres (casi siempre, jóvenes becarias y
en situación precaria) no se han atrevido a denunciar el acoso por la
dificultad de ser comprendidas, por la dificultad de probar el acoso,
porque serían acusadas probablemente de haberlo provocado. "Con lo buena
persona que parecía..." El poder académico, el poder en el puesto de
trabajo, el poder político, la mezcla de todos ellos... Y, lo peor de
todo, la naturalidad con la que se ha llegado a aceptar que son casos
"normales". Conociendo las universidades americanas, la UC en Irvine no
hubiese montado el escándalo si no estuviese bien probado. En fin. La
lucha de las mujeres no va a ser suficiente si no se unen todos los
hombres que están contra la discriminación, el acoso, la sociedad
patriarcal. No es una cuestión banal, como se suele comentar en
ambientes masculinos, como si fuese una cuestión de moda y de lo
políticamente correcto.
La
institución retira su nombre de todos los centros y programas tras la
denuncia de cuatro mujeres. La abogada de las denunciantes asegura que
ha habido quejas durante décadas
De 84 años y nacionalizado estadounidense, Ayala ha tenido que dimitir
después de una investigación interna sobre "una serie de denuncias" de
acoso sexual contra él que se completó tras entrevistar a más de 60
testigos de la institución, además de a las denunciantes (...)
Desde
que Faina Zurita, emparentada con la Familia Real, preside el
Hipódromo, la empresa pública acumula 32 millones en pérdidas. Hasta su
nombramiento, Zurita no tenía experiencia en el sector.
Las pérdidas acumuladas con la actual presidenta, Faina Zurita,
ascienden ya a 32 millones de euros, mientras la facturación ha caído a
la mitad
Desde 2015, la empresa estatal ha recibido sucesivas
inyecciones del erario público de casi 24 millones y para este año se
prevén otros 4,4 millones (...)
El grupo confederal presenta este miércoles su ley de violencia
sexual, que prevé un enfoque integral y medidas de prevención y
reparación en todos los ámbitos
Contempla que la denuncia no sea
requisito para que la víctima acceda a los derechos presentes en la
norma, como la atención o la asistencia jurídica gratuita, y que sirva
con informes médicos o de servicios sociales
Amnistía
Internacional ha hecho hincapié en que las agresiones sexuales no son
una prioridad y ha denunciado que no exista un marco integral como el de
la violencia en el seno de la pareja o expareja
Imagínese que, como en la serie 'The Leftovers', de buenas a primeras el 2% de la población mundial se esfumase. Pero no serían elegidos al azar. Los desaparecidos serían bomberos, dependientes de tiendas de alimentación, conductores de autobús, barrenderos, mecánicos, enfermeras y profesores.
Los resultados, probablemente, serían dantescos: los servicios públicos
se vendrían abajo y dejaríamos de tener educación, sanidad y de
disponer de otros servicios básicos que damos por garantizados. Ahora
imagínese que los que desapareciesen fueran consultores políticos, los abogados que trabajan para grandes compañías, los gurús del 'marketing' o inversores. ¿Le importaría a alguien más que a sus seres queridos? Muy probablemente, no. La gran ironía, recuerda el antropólogo anarquista David Graeber,
antiguo profesor de Yale y actualmente en plantilla de la London School
of Economics, es que el primer grupo de trabajadores está terriblemente
peor pagado que el segundo. Como si, perversamente, cuanto más
necesario sea tu empleo para la sociedad, menos remuneración percibirá; y mientras más prescindible sea, más beneficios económicos y laborales recibirá, salvo contadísimas excepciones como los médicos.
Es un proceso imparable desde los años ochenta, recuerda el que fuera
rostro visible de 'Occupy Wall Street'. A partir de entonces,
“cualquiera que tenga un trabajo de verdad habrá visto cómo se ha
recortado, acelerado y 'taylorizado”, en referencia a la división del
trabajo ideada por el ingeniero y economista Frederick Taylor. El
desencanto era común: querían mejorar la vida de los demás, pero al
final terminaban en trabajos mal pagados, sin poder formar una familia Esta
división entre trabajos de verdad y trabajos de mentira es la base de
la célebre teoría de los 'bullshit jobs' —trabajos 'absurdos', 'mentira'
o 'de postureo', a falta de otro término mejor—, que apareció por
primera vez en un viral artículo de 2013 y que acaba de tomar forma de libro, bajo el contundente título de 'Bullshit Jobs: a Theory'. ¿En qué consisten exactamente? Es “un empleo que la persona que lo lleva a cabo considera que es inútil, y que si no existiese no cambiaría nada o, incluso, convertiría el mundo en un lugar mejor”.
¿Cuáles suelen ser? Graeber prefiere que cada cual juzgue por sí mismo,
pero se parecen sospechosamente a los empleos de cuello blanco, de
oficina y gestión, que no producen nada en concreto. Son puestos
prestigiosos y aspiracionales que podrían desaparecer por completo y
nadie los echaría de menos. El profesor expone un ejemplo muy claro —el libro está plagado de ellos— en un reciente resumen
publicado en su cuenta de LinkedIn. Muchos de los jóvenes con los que
se encontró en el verano de 'Occupy' compartían un mismo desencanto. Uno
de ellos explicaba que simplemente querían “hacer algo que mejorase la
vida de los demás”, pero tarde o temprano se daban cuenta de que de ser
así, “terminabas cobrando mal y tan endeudado que no podías formar ni tu
propia familia”. Por otro lado, estaban los jóvenes 'traders' de Wall
Street, que les daban la razón a sus coetáneos en que su trabajo no solo era inútil, sino que perjudicaban al resto de la sociedad, pero matizaban que tan solo se irían “si alguien develase cómo vivir en Nueva York cobrando menos de 100.000 dólares”.
Una
de las muestras palpables de lo innecesario de sus trabajos es que
nunca hacen huelga. ¿Para qué? Como recuerda Graeber, el paro del sector
bancario irlandés en los años setenta, que duró seis meses, no supuso
ningún impacto en el país. Sin embargo, una huelga de recogida de
basuras puede convertir una ciudad en inhabitable en cuestión de días.
El antropólogo criado en Nueva York cita un estudio
publicado el pasado año por tres economistas en el 'Journal of
Political Economy' que calculaba los costes y beneficios de un gran
número de profesiones, y que concluía que sectores como el financiero,
el del derecho de empresa o el del 'marketing' tomaban de la sociedad más de lo que daban, mientras que otros, la minoría (investigadores, profesores, ingenieros), la beneficiaban.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Olvidémonos del discurso que asegura que los robots nos van a robar los trabajos,
sugiere Graeber: ya lo han hecho, tan solo que hemos sustituido esos
puestos perdidos por otros que no valen para nada. Son “empleos
imaginarios”, como los denomina en una entrevista reciente, cuyo único objetivo es tenernos ocupados, “porque vivimos en una economía irracional que hace que la gente trabaje ocho horas haya algo que hacer o no”.
Un principio paradójico y “misterioso” en una economía capitalista de
competencia, en la que se supone que “lo último que haría una empresa
sería pagar a trabajadores que no necesita”. “Es como si alguien se estuviese inventando empleos absurdos solo para mantenernos ocupados”, sintetiza Graeber La
razón, por lo tanto, no puede ser económica, sino política y moral,
como proponía en aquel artículo pionero. Las clases altas descubrieron a
finales de los sesenta que grandes masas de trabajadores felices y
productivos, y sobre todo con mucho tiempo libre en sus manos gracias a la automatización de su labor, podían convertirse en “un peligro moral”.
Graeber descarta la recurrente teoría de que ha sido el crecimiento
exponencial del consumo lo que ha provocado la aparición de empleos
inútiles, puesto que la mayor parte de ellos no producen nada concreto
ni servicios útiles, y se decanta por la utilidad de seguir promoviendo
una moral del trabajo que nos lleva a pensar que “aquellos que no desean
someter la mayor parte de su tiempo a una disciplina laboral no merecen
nada”. Un argumento también esgrimido por los detractores de la renta básica. “Es
como si alguien se estuviese inventando empleos absurdos solo para
mantenernos ocupados”, sintetiza el autor. De ahí que la mayoría de
sectores que han sufrido recortes hayan sido aquellos en los que “se
fabrican, se reparan y se mantienen cosas de verdad”, mientras que los
puestos administrativos se han expandido hasta abarcar casi tres cuartas
partes del mercado laboral. Como si de repente Occidente se hubiese
convertido en la URSS, donde todo camarada tenía derecho a un puesto de trabajo, por inútil que fuese. Esa burocracia soviética tiene su traducción capitalista en industrias como el 'telemarketing', los servicios financieros, los recursos humanos, las relaciones públicas o el 'marketing'… Pero también en esa industria de los marrones que existe solo porque el resto dedica demasiado tiempo a trabajar en otra cosa.
Según la clasificación de Graeber, hay varios tipos
de trabajos absurdos, que configuran una llamativa galería de los
horrores del mundo laboral moderno. Están los lacayos ('flunkies'), cuyo
objetivo es que “los jefes estén guapos” (por ejemplo, los
recepcionistas mal pagados de una empresa o los asistentes personales);
los “de la cinta adhesiva”, cuya labor exclusiva es solucionar problemas
organizativos que en teoría no deberían existir, como ocurre con
algunos cargos intermedios; los bobos ('goons'), como los trabajadores
de relaciones públicas, lobistas o profesionales de 'marketing' que solo existen porque todas las empresas tienen uno;
los marcacasillas, que “permiten que una empresa pueda afirmar que está
haciendo algo que no hace de verdad”, y, por último, los capataces, que
supervisan a gente que no necesita supervisión. En definitiva, mucho mando intermedio, poca productividad.
¿Ansiedad, vacío vital? Eres uno de ellos
Si
no hay nada que hacer, ¿a qué se dedica el tiempo en estos trabajos?
Efectivamente, responde Graeber, a nada. O, como le comentó uno de sus
conocidos, a mirar 'memes' de gatitos y de vez en cuando trabajar un poco, no más de 15 horas a la semana, como predijo Keynes.
Algo que todos tienen en común es que, de manera más o menos
consciente, saben que su trabajo no sirve para nada, aunque pocos lo
admitirían. La consecuencia más evidente es una terrible furia y
resentimiento cocinados a fuego lento a lo largo de los años. Como
recuerda Graeber, son profundamente desgraciados porque jugar el juego
de las ilusiones es “inherentemente desmoralizador”: “Están mal todo el
tiempo. Me hablaban de depresión, de enfermedades complicadas, de
problemas psicológicos, físicos e inmunitarios que claramente tienen que
ver con la tensión, la ansiedad y la depresión”. El
objetivo de la furia causada por la frustración son sus compañeros,
pero también los trabajadores del sector público (conductores,
profesores) Ello produce entornos laborales
tremendamente tóxicos. Se tratan mal, se gritan, se envidian y, en
definitiva, se odian. “Cuanto menos sentido tenga tu trabajo, más
personas habrá que sufran mientras lo hacen y peor se tratarán las unas a
las otras”, señala el autor de 'En deuda: una historia alternativa de la economía'.
A menudo, el objetivo de su furia ya no son los compañeros de trabajo,
sino los trabajadores de aquellos sectores cuyos empleos sí parecen
tener sentido, como suele ocurrir con los funcionarios o los
trabajadores del sector servicios (conductores, profesores), víctimas habituales del populismo de derechas.
“Es como si les dijesen '¡pero por lo menos tú tienes un trabajo de
verdad! ¿Y aun así quieres una pensión de clase media y Seguridad
Social?”. “No he conocido a ningún abogado de empresa que no
pensase que su trabajo no es una gilipollez”, explicó Graeber en aquel
artículo que lo cambió todo. Hay una gran diferencia con los trabajos basura
(o “de mierda”, 'shit jobs'), igual de destructivos, pero por otras
razones. El lado oscuro de los 'bullshit jobs' —ligados al cuello
blanco, muchas veces de autónomos— es el sinsentido, mientras que en los
tradicionales empleos basura —cuello azul, asalariados—, lo son las
malas condiciones materiales. Paradójicamente, aunque estos últimos
tengan menos prestigio social y no prometan la realización profesional
de los empleados, son cruciales para la sociedad, lo que alivia dicho
malestar. Es mucho más indigno ser consciente de que tu empleo podría desaparecer y nadie lo echaría de menos.
¿Cómo es
el infierno para David Graeber? Un lugar donde un montón de personas
pasan la mayor parte de su tiempo haciendo una tarea “que no les gusta y
en la que no son especialmente buenos”. Por ejemplo, les han contratado
para fabricar muebles, pero de repente se dan cuenta de que lo que les
piden es que pasen mucho tiempo friendo pescado, algo que no saben hacer
muy bien y que tampoco es el objetivo de la empresa. El resultado es un
montón de gente cocinando pescado infumable y furiosos ante la
posibilidad de que su compañero de al lado pueda dedicar más tiempo al
artesanado que a la fritanga, así que todo el mundo termina pringando.
Los muebles, en la nueva realidad laboral, terminan convirtiéndose en
una utopía inalcanzable; y el pescado podrido, el símbolo de toda la
energía y tiempo que malgastamos en algo que no sirve para nada… pero por lo que nos pagan al final de cada mes, aunque no sepamos muy bien por qué.