lunes, 31 de julio de 2017

La hybris neoliberal en la región latinoamericana y la derechización del mundo: geopolítica de un retorno anunciado

German Cano · Muy recomendable artículo de José Gandarilla.
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Gandarilla Salgado, Jose Guadalupe  Doctor en Filosofía Política, por la uam – Iztapalapa. Investigador Titular B, Definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales, y Filosofía y Letras, de la unam, y profesor invitado en otras universidades del extranjero. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (Barcelona, Anthropos – ceiich – unam, 2012), obtuvo Mención Honorífica en la 8va edición del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, y obtuvo el Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought 2015, de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (La paz, 2014), Modernidad, crisis y crítica (México, 2015) y, como coordinador, La crítica en el margen. Hacia una cartografía conceptual para rediscutir la modernidad (México, 2016). Dirige De Raíz Diversa. Revista especializada en Estudios Latinoamericanos. http://www.herramienta.com.ar/herramienta-web-19/la-hybris-neoliberal-en-la-region-latinoamericana-y-la-derechizacion-del-mundo-ge


No nos está permitido enloquecer en una época demente,
aunque nos pueda quemar vivos un fuego cuyo igual somos”
René Char
Neoliberalismo cual fascismo soterrado. Algo más que escalofriantes afinidades
Mucho se ha hablado de las similitudes, que pudieran existir y detectarse, en cuanto a la condición de colapso epocal y catástrofe económica, entre la situación actual del mundo y los años que precedieron a la instalación definitiva del fascismo en la Europa del segundo cuarto del siglo XX. Y, si es que realmente las situaciones de postración económica están cobrando magnitudes similares entre ambos períodos, no habría que esperar muchas diferencias en cuanto a este elemento como el precipitante de tendencias fascistas en la resolución de conflictividades sociales, como el alimento espiritual para el elevamiento autoritario de la razón de Estado, para el establecimiento de relaciones devastadoras con respecto a “los desfavorecidos de siempre” e ingrediente propicio para ensañarse con las personificaciones sociales en que encarna “la otredad”. Nuestra época es también la de un fascismo soterrado y que a ratos estalla de modo más palmario cuando los intereses del capitalismo complejo y corporativo se ven expuestos a un cierto freno o le es disputada su predominancia o se muestra francamente la inoperancia de su errática instrumentación o sus raquíticos resultados.
Sin embargo, si por neoliberalismo entendemos “la imposición de una lógica normativa global” (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno (cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo imaginar, ni en su momento de mayor esplendor.
Por ello, es viable detectar una cierta analogía en los gestos críticos que ciertos autores, desde el interior o en los márgenes de la llamada “Escuela de Frankfurt”, ensayaron en relación con la difícil circunstancia que les tocó vivir. En su trabajo “Calle de dirección única”, justo en la viñeta titulada “Panorama imperial”, Walter Benjamin detecta un aire del tiempo en la manera de vivir del burgués alemán medio que bien puede sintetizar nuestra propia circunstancia y el rumbo hacia el que se nos encamina: “el sufrimiento del individuo y de las distintas comunidades tan sólo tiene un límite más allá del cual nada se sigue: a saber, la aniquilación” (p. 35). Esto parece elevar a condición de fundamento un estado de ánimo que deriva de la trama social, del entrecruzamiento de nuestras acciones y del desentendimiento por sus resultados, lo que los sociólogos tematizan como “no intencionalidad de la acción” y que W. Benjamin señala como “las oscuras fuerzas a que nuestra vida está sujeta” (p. 37). Nuestro autor atribuye este hecho a “una extraña paradoja: la gente sólo piensa en su interés egoísta y privado cuando actúa, pero al mismo tiempo su comportamiento está determinado más que nunca por los fuertes instintos de masa. Y más que nunca los instintos de la masa se han descarriado por completo y se han vuelto ajenos a la vida” (p. 35). Para el pensador alemán esta situación tiende a agravarse y a desatar lo que en la jerga sociológica se describe como “consecuencias indeseadas”, todo ello por la conjunción de varios procesos que, en diacronía o sincronía temporal, no hacen sino acompañar funcionalmente los intereses del establishment y de las capas más favorecidas, y alejan, hasta casi ensombrecerlas, las posibilidades de una colocación crítica de las personas ante el actual estado de las cosas.
Para Benjamin, a esas alturas de la partida histórica que estaba en juego (catastrófica situación económica, crisis de la República de Weimar, creciente inestabilidad que promueve la expansión y aceptación social del fascismo) es claro que “el burgués piensa que cualquier estado que lo desposea ha de ser inestable como tal”, ello además se potencia en una escalada que parece no encontrar límite, pues no solo significa que se reincida, como en etapas anteriores (lo cual para Benjamin parece incluir el período que vio florecer las esperanzas en la socialdemocracia alemana y que ésta se viese, así fuera por un breve instante histórico, proclive al comunismo) en “la desamparada fijación en las ideas de seguridad y propiedad” sino que ello “le está impidiendo al hombre normal y corriente percibir las novedosas estabilidades en las que se basa la situación actual” (p. 34). El buen ojo de Benjamin le permite efectuar un traslado respecto a la figura social, a la máscara económica, al personaje de la situación en quien desea concentrar su crítica. Ya no solo habla del burgués medio, sino de aquél contingente que sin reunir tales condiciones en el reparto económico apuntala las posiciones sociales de aquel grupo que precisamente le explota y domina. Más aún, es justamente “el hombre normal y corriente”, como sigue siéndolo hasta la fecha, el que engrosa las “capas …[sociales]… para las que la situación estabilizada …[consiste en]… la miseria estabilizada” (p. 35), lo que Benjamin detecta, sin embargo, no para aquí, sino que ha de potenciarse cuando “solo un cálculo que admita ver en la decadencia la única ratio de la situación” se estabilice también, y lleve a asumir “los fenómenos de decadencia como lo verdaderamente estable, incluso como la única salvación, más aún como algo extraordinario que linda con lo milagroso e incomprensible” (p. 35). Pero el hecho de que los pueblos de Europa central, a los que Benjamin trató de esclarecer y que, no obstante, volcaron “su mirada a lo extraordinario” (p. 35) como aquello que les podía salvar, no es suficiente para asumir dicho proceso (el fascismo) como resultado de un “contacto misterioso” con las “fuerzas que nos asedian”, sino antes bien como resultado de un proceso complejo en que “la diversidad de las metas individuales se vuelve irrelevante frente a la identidad de aquellas fuerzas que las determinan”. Que las determinan y las unifican, en una identidad, es cierto, pero muy peculiar, no una que resulta de un rasgo étnico, histórico o cultural (aunque pueda llegar a serlo, como de hecho lo ha sido en ciertas circunstancias, el fascismo una de ellas, en el que la unificación identitaria proyecta marcadores de poder y criterios de clasificación claramente racializados), sino de criterios claramente regidos por lo económico o crematístico de las relaciones sociales, que no prescinden de un imaginario simbólico unificador que hace comparecer, en efecto, las capas espirituales de lo religioso y lo mítico, siendo así que con el “neoliberalismo global” la identificación que se da viene articulándose alrededor de la “religión secularizada del mercado” (como habituación a una actitud de impulso competitivo que rige a la sociedad y que se traduce en interminables actos de consumo) y del “mito del progreso” (como relanzamiento interminable de sus promesas). Por ello, la conclusión de Benjamin ante el advenimiento de una aceptación creciente del fascismo en la Europa de los años treinta del siglo XX, resulta válida para documentar la ampliación del radio de acción y la incidencia del programa neoliberal a prácticamente el orbe entero, como ha venido ocurriendo en los últimos cuarenta años. A decir de Walter Benjamin:
Las relaciones humanas … apenas pueden sobrevivir … el dinero ocupa de manera devastadora lo que es el centro mismo de los intereses vitales y … es el límite ante el que fracasan casi todas las relaciones humanas, tanto en lo natural como en lo moral desaparecen cada vez más ampliamente la confianza, el sosiego y la salud. (Benjamin, 2007: 36)
[…]
Se va imponiendo casi por doquier la voluntad ciega de salvar el prestigio de la existencia personal, en lugar de sacarla …[a la existencia personal]… de la ofuscación general mediante el desprecio de su complicidad y de su impotencia … Y como todos aceptamos las ilusiones ópticas de nuestros puntos de vista individuales, el aire se halla tan lleno de espejismos respecto de un futuro cultural que, a pesar de todo, va a irrumpir de repente. (Benjamin, 2007: 38)
Benjamin sugiere, como principio de actuación ética ante tal escenario, operar con responsabilidad, no sustraerse a la contemplación de la decadencia, y hacerlo a través del desprecio tanto de la complicidad como de la impotencia, desechar, pues, el desinterés ante nuestra propia participación en la generalización de este caos. Eso no suena nada alejado de la postura que, al modo partisano, Antonio Gramsci expresó en uno de sus llamados “escritos de juventud” bajo el sintagma “odio a los indiferentes”. Para Gramsci, en efecto, con esa apatía se alimenta “el pantano que rodea a la vieja ciudad, y la defiende mejor que la muralla más sólida” de aquellos que, en su atrevimiento, se animan a construir el programa y la arquitectónica de “la ciudad futura”.
Por otro lado, no es muy distinto el diagnóstico que, prácticamente una década antes de la publicación de “Calle de dirección única”, había ofrecido el pensador sardo en este texto que venimos citando. El gran intelectual y revolucionario italiano también logró percibir la diferencia de calidad en la articulación política que despliega, de un lado, el grupo dominante:
Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control … Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos … Pero los hechos que han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural … del que son víctimas todos. (Gramsci, 2000: 20)
Y, del otro, aquellos grupos y colectividades que han de pelear por la hegemonía, si está en su deseo revertir su condición de subalternidad, pero en ello, como es sabido, no hay ninguna garantía. En uno de los fragmentos más citados de su obra (que Gramsci redacta ya desde las mazmorras mussolinianas, éste sí prácticamente simultáneo a lo escrito por Benjamin), así lo describe:
…la historia de los grupos sociales subalternos es necesariamente disgregada y episódica ... en la actividad histórica de estos grupos existe la tendencia a la unificación ... pero ... es continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes. Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes aun cuando se rebelan y sublevan… (Gramsci, 2000: 178)
Esta cara de la ruta del establecimiento del fascismo hace ver que, como proyecto, fue más allá de romper los puntos de resistencia y del aprovechamiento de un cierto colaboracionismo (fuera por acción o por omisión, por apatía o por miedo), o incluso de un maléfico plan conspirativo; pareciera que su instrumentación se reveló más consistente en la medida en que ciertos principios que le estructuraban se arraigaron socialmente. No es muy diferente lo que ha estado ocurriendo con el neoliberalismo, en tanto perfil actualizado del programa del gran capital corporativo, pareciera que el neoliberalismo está consiguiendo los objetivos a los cuales aspiraban los fascistas (en términos de los niveles de acumulación y concentración de la riqueza, de la explotación o entrega gratuita del esfuerzo laboral de contingentes inmensos de población, de las conquistas y arrebatos territoriales). Como el fascismo, el neoliberalismo ha desplegado todo un arsenal de procedimientos con finalidades de expulsión y desposesión de comunidades, pueblos o países enteros.
Por este conjunto de razones, no resultaría arbitrario proponer como hipótesis de trabajo el establecimiento de una relación estrecha entre ambos procesos históricos (fascismo europeo y neoliberalismo global), y ello con finalidades que van más allá de detectar “afinidades electivas”. Pues, una intención analítica comparativa o analógica no solo subrayaría rasgos de insospechada correspondencia, sino que corroboraría el hecho de que se trata de programas políticos más orgánica e integralmente encadenados.
La M(m)atrix(z) neoliberal
Desde sus antecedentes más remotos (El Coloquio Lippmann, la Sociedad Mont Pelerin) hasta el encumbramiento de los trabajos de la Escuela Austríaca de Economía, en la obra de Ludwig von Mises o Friedrich Hayek, que transmutó los postulados filosóficos de éstos en premisas de la mainstream del pensamiento económico (Escalante, 2015), el neoliberalismo ha logrado desbordar definitivamente las limitaciones que bajo el keynesianismo, cuando éste ocupaba el sitial de “pensamiento único” (hasta mediados de los años setentas del siglo pasado), le eran legítimamente impuestas. Mientras que con la rehabilitación del capitalismo de la segunda posguerra, a esta ideología “se le mantenía a raya”, como un proyecto identificable con ciertos grupos conservadores que nunca negaron su fobia a cualquier criterio de regulación por el lado de lo público o gubernamental, y que siempre apostaron no a que la “mano invisible” impulsara la economía de mercado, sino a que aunque fuera necesario con la ayuda de la “mano visible” y autoritaria del Estado, se operara una “gran transformación” que instalara como criterio absoluto e indisputado la construcción y aseguramiento de “sociedades de mercado” (objetivo que con Thatcher y Reagan, en los años ochenta del siglo XX, ya habían coronado) (Harvey, 2007).
Desde este quiebre histórico (precedido por el endeudamiento del tercer Mundo y el estallido de la crisis de deudas), se aspiró a erigir los principios neoliberales como criterio y marco categorial de exclusiva racionalidad, cuyo reverso de la moneda terminaba por ubicar cualquier esquema que intentara disputarle la hegemonía en calidad de proyecto sospechoso de irracionalidad (Gómez, 1995), para ello se puso a disposición de los gestores neoliberales autóctonos, verdaderos lacayos y, en algunos casos, aliados del poder corporativo multinacional, toda la parafernalia desestabilizadora necesaria que los nichos del poder global podrían poner geopolíticamente a su alcance, y que fueron ensayando por el mundo entero, con tal de exorcizar y desterrar cualquier posibilidad autodeterminativa o que pretendiera obrar en uso de principios soberanos para la gestión de lo público y social. Ya para estas fechas los dogmas neoliberales hayekianos y friedmanianos no solo eran asumidos como axiomas del orden económico espontáneo y naturalizado, que toda escuela o facultad de economía que se preciase de serlo acogía en su currículo, sino que eran transmitidos bajo una completa estrategia de medios que los disgregaba socialmente y los esparcía cual mancha de aceite; el propósito era claro, interiorizarlos como intachables valores de la gente “normal y corriente”, aceptables porque circulan en las capas ideológicas de nuestras sociedades cual si fueran el nuevo sentido común.
Este aspecto de la cuestión ya había sido minuciosamente discernido por Franz Hinkelammert, en el primer libro que publicó una vez que pisó suelo latinoamericano, que intentaba reflexionar sobre las posibilidades de “revolucionar” las estructuras de poder de un sistema social vigente, justamente porque percibió y vislumbraba que eso podía acontecer en nuestra región, él detectaba atinadamente que:
…[Los]… valores …[afines a cierto sistema]… establecen y justifican una cierta presión social que se impone al individuo y lo obliga a conformarse con el sistema social existente. De esta presión social resultan mecanismos de estabilización del sistema social y de la estructura de poder involucrada, que son muy difíciles de atacar… (Hinkelammert, 1967: 10)
Esta utopía del fin de las utopías, o distopía “en estado puro”, que luego del colapso del socialismo realmente existente, la caída del muro de Berlín y la ideología celebratoria del “fin de la historia”, ya en la década de los noventa del siglo XX, había sumado a su causa nuevos apoyos y adeptos, reclamaba y reclutaba mayores cuotas de legitimidad, aspiró desde esa fecha a que el mundo no fuera otro que el que se desprendía de su lógica económica (cuyos fines eran muy particulares y localizados) expresada encubiertamente como “imparcial” diseño organizacional incuestionable (pues se pretende como la expresión más acabada de valores universales) cuando en realidad correspondió siempre a una planeación compleja “por objetivos”, a una “ingeniería social” en gran escala. Presentado el estado de las cosas de tal modo, sus criterios y principios quedarían resguardados como por un blindaje, el del principio de la ley, que cual coraza de acero, impidiera cualquier intención de revertirle. Si se llegaran a estrechar los límites de su legitimidad (como en efecto ocurrió con la vuelta de siglo), los neoliberales (que no hacen sino gestionar los intereses económicos y políticos del alto capital) siempre tuvieron claro que acudirían al principio de resguardo que la abismalidad del principio de legalidad les ofrecería, para ello echarían mano de todo un programa de “intervencionismo negativo” por parte de los gobiernos que se pusieron militantemente a su servicio, de un engranaje jurídico finamente proveído por un “institucionalismo conservador de alto impacto”, de parlamentarios que operan y cabildean a su servicio sin ningún recato, pues deben pagar los favores que les ubicaron en las cómodas bancas del poder legislativo, de las corruptelas abiertas o encubiertas en las instancias judicializadas en que se dirime, de última, la correlación de fuerzas sociales. Para el programa capitalista y colonial del neoliberalismo global fue revelándose con más claridad, una vez que la crisis no ha hecho sino ampliarse y profundizarse, que si ha de hacer perdurar sus fines debe aspirar a colocarse por encima de cualquier tentativa de poder constituyente que amenazara criterios constitucionales, y supranacionales, establecidos a su imagen y semejanza, o que tuviera, dicha “potencia constituyente”, así fuera como aspiración más modesta, el despropósito de operar un cierto desprendimiento, distanciamiento, o desconexión respecto a los contornos y compromisos que su condicionalidad habría heredado, según las apocalípticas apuestas de los “neoliberales a ultranza”, que anhelaban verlo regir hasta para el final de los tiempos.
Hacia el umbral histórico del siglo XXI, el neoliberalismo se proyectaba con un dominio inobjetable erigiéndose en “nueva razón del mundo”, en “razón global”, lo que más allá de su reminiscencia hegeliana, en cuanto a cargarse de un alcance a “escala mundial”, lo que la dotaba de ese carácter es su cualidad de tender a totalizar, de “hacer mundo” en términos de desplegar un poder para integrar y subsumir todas las dimensiones de la existencia humana, de ponerlas a su servicio y de servirse de ellas, “razón del mundo, es al mismo tiempo una «razón-mundo»” (Laval y Dardot, 2013: 14). En este ángulo de su complejidad, el orden que se está erigiendo en el mundo entero puede ser bien recuperado en clave foucaultiana, esto es, el neoliberalismo expresa:
…una racionalidad … tiende a estructurar y a organizar no sólo la acción de los gobernantes, sino también la conducta de los gobernados …[y]… tiene como característica principal la generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa como modelo de subjetivación… (Ibíd: 15)
Por vía de la racionalidad neoliberal, se ha hecho de las personas un mecanismo transmisor de las lógicas que gobiernan su funcionamiento, como si se tratase de una determinada parte de una máquina social, de la que funcionalmente se deriva un desempeño autoregulado, de ahí el interés de Foucault por discernirlo en clave biopolítica. Sin embargo, la historia no se detuvo para reproducirse ad eternum al modo de una reproducción interminable de tal código, registró ya al cierre del siglo XX, por el contrario, dotaciones de rebeldía y acciones de resistencia suficientes para intentar expresar otras dinámicas y no doblegar de manera plena “el mundo de la vida” a la fijeza que la gubernamentalidad neoliberal presumía haber alcanzado, en tanto manera naturalizada de todo vivir.
Latinoamérica en tanto campo de lucha
Una pequeña muestra de que la historia no se somete a este tipo de designios la ofrece América latina en su fase más reciente. Para disgusto de quienes quisieran ver un horizonte histórico cancelado, puesto a la medida justa para calzar a un cierto tipo de programa, el nuevo siglo de nuestra América se abrió a otro tipo de aventura, se permitió ofrecernos una imagen algo más alentadora. Mientras los grupos e intereses identificados con el alto capital corporativo multinacional, que se sirve de cómplices y comedidos esbirros para la entrega, de modo complaciente (e incluso cínico, por celebratorio), de las últimas reservas de riqueza y recursos, aspiraban a que esto aconteciera per se, se toparon con un ciclo de movilizaciones (y con estallidos que se fueron registrando paulatinamente por casi un cuarto de siglo, y en casi toda la región) que fueron capaces de integrar y combinar un conjunto de estrategias viables para inclinar el escenario y ponerlo a contramano de las acciones combinadas de aquellos sectores que no mermaron en su intención de ejecutar semejante alianza (propicia para perpetuar, con el neoliberalismo, la colonialidad de nuestros países). Tales agrupamientos o bloques, tildados de progresistas o incluso desarrollistas y, por supuesto, neo-populistas entendieron que las disposiciones de recursos (que monopólicamente proveen a los aparatos de gobierno de rentas naturales, que de otra manera son apropiadas “naturalmente” por el capital multinacional”) han de ser defendidas en calidad de posibles basamentos para un futuro reclamo de políticas soberanas. La historia, de nuestro anómalo inicio de siglo, cuando el mundo se inclina cada vez más hacia las opciones políticas y los pensamientos de derecha, no se sometió a tales caprichos, se disputó tercamente, mostró que ella se fragua en el fuego lento de los conflictos y amarres de fuerza. Y, también, que no hay garantía alguna de los triunfos asegurados o plenos, más aún cuando se responde (como diría Walter Mignolo) desde historias locales a diseños que son globales.
América Latina es un campo de tensión y de conflicto donde se juega y se ha jugado la deriva del neoliberalismo; de su imposición, del intento de su retracción y ahora de un enigmático retorno. Si tomamos en cuenta el corte estructural de los años 80 en adelante, tendríamos que hablar de un esquema o modelo (el cual fue abiertamente aceptado como “Consenso de Washington”, no casualmente en 1989) en ningún sentido improvisado, sino sistemáticamente ensayado para una implementación multisectorial y de emplazamiento reticular. Hubo (de los años ochenta del siglo pasado en adelante) una naturalización de una visión negativa de lo que en aquel momento se caracterizaba como el populismo, o el ejercicio último de un cierto populismo histórico. Para un cierto análisis de la crisis capitalista de los 70, había una naturalización de que la “ineficacia gubernamental” era equivalente a ese tipo de populismo, con lo cual se planteaba una cierta legitimidad a la restructuración neoliberal que se fundamentaba en otros principios, que reclamaban una eficiencia perdida. Pero esa legitimidad, ya desde inicios de los años noventa, con el caracazo y el Ya Basta!! Zapatista, se erosionó en varios terrenos, quizás no tanto en el aspecto cultural e ideológico, pero sí en los ámbitos económico, social y sobre todo en el ambiente político.
Una de las características que cruzaron transversalmente a este tipo de procesos, que involucraron a una mayoría de nuestros países fue justamente, en el terreno sociopolítico, la condición de imposibilidad del capitalismo de aquel entonces, como el de ahora, de propiciar lógicas de reducción de la pobreza. La pobreza fue el tema de moda de los años 90, el BM, el BID, la CEPAL, estuvieron produciendo análisis muy abundantes sobre esa cuestión, y para la producción de modelos de intervención (biopolíticos) que evitaran que la agenda social de los problemas se fuera hacia otra parte que no a la “gubernamentalización” de las poblaciones, o a su franca aniquilación, cuando de la biopolítica se ha pasado a la necropolítica (como es el caso, infortunadamente, en el México de hoy, y lo llegó a ser en Colombia y en ciertos espacios concentrados de otros países). Y, sin embargo, la pobreza fue solo una de las condiciones que plantearon exigencias que condujeron hacia una crisis en la representatividad política, para que éstos resquebrajamientos colisionaran como crisis debían vincularse dialécticamente con la contracara de la pobreza y la desigualdad: la insultante concentración y acumulación de riqueza, por ingresos y patrimonial, en unos cuantos capitalistas y grandes holdings de negocios. Los partidos que habían hegemonizado o petrificado la política, en un determinado momento, erosionaron su legitimidad, y la del sistema político en general. De allí surgieron procesos políticos de una alta movilización y erupción popular, pero no solo eso, sino que expresaron cierta capacidad de moverse en paralelo, o incluso por fuera, de los núcleos políticos que habían sido los dominantes hasta ese momento. Conformaciones partidarias o articulación de movimientos, como en su momento lo mostraron el MST y el PT con Lula da Silva, tentativas de bloques y frentes, por fuera de los sistemas de partidos existentes que, como en el caso de Hugo Chávez en Venezuela, de Rafael Correa en Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia, combinaron virtuosamente una práctica política que copó los campos de la movilización social, el instrumento político (al modo de partidos) y la vocación en el ejercicio de gobierno (con relativos grados de eficacia) y, en instancias de agrupamiento regional (llegando a erigir hasta instituciones que contuvieran en algo la agresión externa: ALBA, CELAG, etc.), tuvieron que aprender, sobre la marcha, a combinar todo este conjunto novedoso de políticas, y a batirse en escenarios cada vez más complejos, con enemigos que no dejaron de jugar sus fichas. Y parece que por más grandes que fueron estos esfuerzos, los enemigos son muy poderosos, y “no cesan de vencer”, o de hacer lo propio para no brindar siquiera algún instante de relativa tranquilidad.
Aunque algunos ejercicios de interpretación del neoliberalismo, o con mayor precisión de “la razón neoliberal”, sin duda valiosos, partían de asumir que “el debate en nuestro continente puede enmarcarse, desde varios ángulos, al interior de un horizonte posneoliberal” (Gago, p. 333), la progresión de los acontecimientos más recientes nos obliga a proceder con mayor cautela. Habría que explicar el intento de salida a la condicionalidad neoliberal (en la que, sin duda, se avanzó desde nuestra región) en un marco global que no solo permaneció ganado por este paradigma reconstructivo de lo social, sino que en su mismo interior triunfaron las tendencias asociadas a los intereses más conservadores. No es que se agotó la estrategia nacional-popular por una especie de implosión de sus contradicciones, sino que sucumbió ante un panorama agudizado de crisis que revirtió en esta región los avances y expuso estos ensayos alternativos a un panorama sustantivamente más agresivo e incólume, resentido y vengativo, por parte de las fuerzas más influyentes del capital corporativo multinacional, que ven este momento que les apuntala, como una oportunidad para obtener rendimientos, no solo políticos sino económicos, para apuntalar rentabilidades y asegurar concentraciones y acumulaciones. La tensión, en nuestra coyuntura más inmediata, no hace más que reaparecer, las fuerzas de la derecha no cesan en instrumentar su programa, y ello nos abre a una inmensa tarea para tratar de orientar hacia la izquierda el campo político. Las retóricas del “fin de ciclo” no contribuyen, a mi juicio, a esa finalidad, parecieran alimentar, hasta sin quererlo, un horizonte de desencanto.
Ciertas características, por las que se llegó a vislumbrar un momento “posneoliberal” de la política, se han ido modificando, hacia contextos de contradicciones más profundas, de coordenadas muy agudas en los enfrentamientos, por las condiciones de un capitalismo envuelto en una crisis brutal. El momento que estamos viviendo, si bien está produciendo también un resurgimiento innegable de la desigualdad, que muchos de los análisis internacionales están volviendo a poner en discusión, no está conduciendo hacia articulaciones que se inspiren en el valor inobjetable de “lo común”, o de un entendimiento en dirección a reivindicar lo colectivo, en clara responsabilidad por el destino del otro, que es el de uno mismo (Cano, 2015). Como nunca antes el capitalismo está produciendo y reproduciendo condiciones de desigualdad y de polarización social. No sólo es el hecho de los grandes multimillonarios que no encuentran límite a su desmesura, sino de condiciones progresivas que conducen hacia el desastre económico para la mayoría de la población. Uno de los elementos que ha de analizarse es el rumbo social que tales procesos están experimentando, el tipo de conflictividad que está generando esta situación, el tipo de abertura en la diferencia ontólogica de la existencia. Grietas, emergencias y destellos en que pareciera que se celebra el sometimiento, y que éste desata una politicidad que retro-alimenta, por ejemplo, el desencuentro, el desencanto, la atomización, la salida individualizada del “sálvese quien pueda”, una capitalización del resentimiento, ante lo que ideológicamente se descalifica como acceso a ciertos regímenes de privilegio, en donde el asunto del mal llamado privilegio no está ligado al hecho capitalista, y la obtención de rendimientos, a las formas cleptocráticas de acumular, sino a un cierto elemento de activación política de sello conservador, adverso a lo público estatal, que incluso es llevado a reclamar o legitimar un completo desmontaje de todo régimen de derechos.
Lo que rige actualmente a la condición del capitalismo global es un programa amplio por la pérdida de derechos, de una precarización integral de la existencia; lo que sorprende es que las capas dominantes encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de afectados por dichos procesos. Ante ese paradójico rumbo, ya hay algunos economistas, analistas políticos, psicoanalistas y filósofos que introducen otro tipo de categorías para destacar ciertas hendiduras analíticas más complejas, justo para recuperar, del derrotero neoliberal, una disposición más dúctil en su modo de instrumentación. Se habla así, por ejemplo, de “ordoliberalismo”, señalando un aspecto más violento, barbárico, de un modo inmisericorde de atacar instituciones sociales sin recaer, eso sí, en modelos de facto, una vez que se ha reconocido la necesidad de travestir dichos planes (que siguen paso a paso los manuales de desestabilización), bajo la mascarada de incidentes parlamentarios, comisiones de investigación, o acciones de judicialización de la política. En años recientes, y para varios países, juzgados irresponsables, cuando no disidentes, hasta los golpes de Estado se intentaron y auspiciaron de otro modo (el impeachment en contra de la presidenta legítimamente electa de Brasil, Dilma Roussef, el caso más reciente), en formas blandas que, no obstante, fueron histéricamente ejecutados y patéticamente festejados.
El filósofo argentino Hugo E. Biagini (2014) formuló, por tales razones, un término, simpático a mi juicio, y no por ello errado, y menos impreciso, lo que llama “neuroliberalismo”. Una especie de interiorización, como principio de actuación de la persona (no sólo estoica, sino guerrera, la de la “ética del más fuerte”) que se ha instalado como sentido común, esto es, disposición a la aceptación como propios de los valores que legitiman las prácticas de los grupos dominantes, y que se elevan a consignas sociales o mediáticas que articulan, hasta con cierto “exceso de positividad” (Han, 2012), el volcamiento subjetivo, cierta modalidad de ser susceptible de aceptar dosis crecientes de entrega sacrificial. Este tipo de actitud ética genera en correspondencia un muy específico proceso político, resultado de las formas emergentes de eslabonamiento en las figuras nuevas de subjetividad. Las transformaciones del capitalismo que derivan de la imposición planetaria de la razón-mundo neoliberal, conducen a la perpetuación del “discurso capitalista”, puesto que el ahuecamiento o disolución del “significante amo”, efectúa una pequeña pero decisiva desviación, e instala como agente del discurso a “un sujeto, el sujeto-amo” (Alemán, 2014: 30) , vuelve “inviable la experiencia del inconsciente”, no dejándole lugar al “punto donde efectuar su corte” y le entrega de pleno a una circularidad irrompible e indetenible: el capitalismo relanza la producción de la falta, lo que Marx detectaba como generación creciente de novedosas necesidades, pero ya no la deriva (la producción de la falta) de que haya necesitados insolventes, sino de que los recrea en dicha condición,
…la falta como insaciabilidad incesante, como carencia en demasía, que conlleva siempre exceso en el rendimiento del sujeto, haciendo una «producción de sí mismo» sin la experiencia del vacío … sin Castración … esa relación falta/exceso, sin mediación simbólica que la ordene y sin construcción fantasmática que la sostenga, excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tornando así inviable la experiencia del inconsciente… (Alemán, 2014: 32)
[…]
…el discurso capitalista condena a cada ser hablante a ser «un individuo», a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. Cuando este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del «empresario de sí» o por su reverso «el acreedor» indefinido y sin solución simbólica, la producción de subjetividad está cumplida…(Alemán, 2014: 35)
Si el mundo de la vida ya no tiende a ser jalado por la furia del oprimido lo es, en parte, porque la gente “sin amo alguno se explota a sí mism[a] de forma voluntaria” (Han, 2014: 12), quizá sea por ello que la contracara de ese exceso de positividad (correspondiente a un orden que se autorregula, como acción combinada de “sujetos de rendimiento”) sea la dificultad de identificación de hacia dónde dirigir la potencia de la negatividad, y la conformación de una muy peculiar dialéctica, no de la historia como avance progresivo en la negación de la negación, sino el registro de que la autocoacción (alimentada psicoanalíticamente por la combinación de falta creciente y exceso de goce), enlaza una serie de subjetivaciones y servidumbres, sean las de la deuda, la precarización, la promesa de consumo, el autoencierro, o el despliegue de ciertas formas de “autosatisfacción complaciente” por ventura del involucramiento en un abanico creciente de éticas débiles, que recrean o excluyen el autodotarse de forma en sentidos más densos o sólidos de la vivencia o convivencia con “lo político”, la que debiera ser nuestra condición por excelencia, y que la racionalidad neoliberal quisiera extirpar en cada uno de nosotros.
No ha de sorprendernos, sino llamar a nuestra reflexión, que concurramos a la reedición del drama: una gran masa social, como para construir mayorías electorales, le otorga nuevas oportunidades de saqueo a sus anteriores verdugos. Todo ello apunta, sin embargo, a algo diferente al autismo, al autoreferencialismo, al solipsismo monológico, nos habla de ciertas determinaciones por aquello que refiere las dimensiones del sujeto al mundo de la técnica, a sus engranajes y operaciones, a programas que gobiernan la lógica de los dispositivos y al modo cómo éstos inciden en los deseos y la acción. La voluntad, por menguada que ella quiera verse, ha sido puesta en calidad de reminiscencia arrojada al centro de una vorágine. Y, en el marco de dicha captura, el mecanismo autoalimentado desvía o separa, inevitablemente, a la persona y a su voluntad, de aquello que una matriz, un eje, un vector de lo común pudiera simbolizar, o coagular, y en tal sentido, potenciar en calidad de acción acrecentada de fuerzas que tratan de eludir su autosometimiento porque intentan articularse como “voluntad colectiva”, fraguada en la intención de dar forma a su proyecto, y no al de una ajenidad (el sujeto-capital) que parece indescifrable.
La detección que el joven Gramsci ofreció, en su momento, pareciera hablarnos de lo que muy recientemente estamos presenciando y del reto al que hoy concurrimos:
La masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta popular podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar. (Gramsci, 2011: 19-20) 
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OTRA COSA:  Estados Unidos ordena salir de Venezuela a las familias del personal de la embajada en Caracas

El Franquismo y la Academia. El sabio, el tuerto y la esposa del diablo

ATTAC España

Un excelente ejercicio de memoria histórica. El golpe de Estado fascista y la dictadura supusieron una persecución a la intelectualidad en general de la que todavía no nos hemos recuperado.

Pelayo Martín ·  30/7... ¿Dispuestos a una sobredosis de verdadero periodismo? ¿Seguro? Pues adelante... y no os dejéis nada en el plato... que de esto queda poco.
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Suele decirse que el grito de “Muera la inteligencia” lanzado por Millán Astray contra Unamuno en Salamanca fue un exabrupto o una irreflexiva salida de tono. Más bien resultó ser el anuncio de un programa de depuración. Miguel de Lucas 26 de Julio de 2017 http://ctxt.es/es/20170726/Culturas/14186/Ctxt-ministerio-Unamuno-Milan-Astray-Franco-Carmen-Polo-Salvador-Vila-Juan-Peset.htm

<p>Unamuno sale de la Universidad de Salamanca tras su enfrentamiento con Millán Astray en octubre de 1936</p>
Unamuno sale de la Universidad de Salamanca tras su enfrentamiento con Millán Astray en octubre de 1936

El viejo estaba allí. Y habló. Vaya, ya lo creo que habló. Dijo lo que nadie más se atrevió a decir. Y lo dijo bien. Entre el público estaba el tuerto, a quien además le faltaba un brazo. Echaba chispas, el tuerto. Dicen que ese día gritaba mucho. Daba golpes y gruñía como una mala bestia. Se lo llevaban los demonios escuchando al viejo. Había un obispo catalán, el primero que escribió que todo aquello era una Cruzada, que la Ciudad de Dios combatía a la Ciudad del Diablo. Pero allí estaba la esposa del diablo. La llamaban la Alta Dama o la Alta Señora. Al final el viejo tuvo que agarrarse del brazo de la Señora para que no lo linchasen allí mismo. Su marido, en cambio, no tendría tanta clemencia. Pero ya llegaremos a eso.
Conocemos a los personajes. Conocemos los hechos. Sabemos cómo empieza y cómo termina esta historia. El viejo (o el sabio) se llamaba Miguel de Unamuno. Era rector perpetuo de la Universidad de Salamanca, pero el título solo le iba a durar unas semanas. El tuerto (o el manco) era José Millán-Astray y Terreros. Todavía hoy muchos lo conocen por ser el fundador de la legión. Muy pocos, en cambio, saben que también fue el fundador de Radio Nacional de España. La mujer es María del Carmen Polo y Martínez-Valdés, aunque ese nombre a esas alturas nos dice muy poco. Durante los cuarenta años que siguen será conocida como Carmen Polo de Franco. O “la collares”. O, sencillamente, la Señora.
Se ha escrito mucho sobre aquella mañana del día de la Hispanidad (todavía Día de la Raza). Es una de esas leyendas de la Guerra Civil que se han contado tantas veces que casi han perdido su significado. Aunque quizás por ello mismo convenga recordarla.
12 de octubre de 1936. La Guerra Civil apenas cumple su cuarto mes. Las tropas sublevadas contra el Gobierno de la República avanzan rápido. Unas semanas antes, el 28 de septiembre, el general africanista Francisco Franco ha sido nombrado en Salamanca Jefe de los ejércitos “Generalísimo”. A partir de esa fecha la ciudad será sede de su cuartel general, la primera capital (más tarde lo será Burgos) del bando fascista. La celebración del descubrimiento de América, Fiesta de la Raza, ha de ser por tanto por todo lo alto. Salamanca ya ha dejado de ser la primera universidad del país, pero todavía mantiene un prestigio y una influencia determinantes, en gran medida debido precisamente a la figura de Unamuno. Sin caer en la exageración, el viejo es con diferencia el intelectual más respetado en España. Anda por los setenta y dos años y ha visto ya varios cambios de régimen. El sabio ha vivido las guerras carlistas. Tres veces ha sido rector de la Universidad de Salamanca y en dos ocasiones ha sido destituido por razones políticas. Pronto va a sumar la tercera. Resumiendo mucho: le gustaba meterse en líos. Sin importarle el color del gobierno, siempre ha sido incómodo para el poder. Ha conocido el destierro por injurias al rey Alfonso XIII y por insultar a Primo de Rivera (“fantoche real y peliculero tragicómico”). También ha contribuido como pocos a la caída de la monarquía, hasta el punto de proclamar desde el balcón del Ayuntamiento la llegada de la República el 14 de abril de 1931. Comenzaba, según sus palabras, “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.
Desde aquel día ha llovido mucho. El sabio no oculta ahora su decepción por la marcha de la República ni su desprecio visceral hacia el presidente Azaña (“Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos”). Y sí, Unamuno se contradecía a sí mismo unas nueve veces al día y rara vez se casaba con nadie. Hasta ese momento, no obstante, Franco y el resto de militares sublevados no pueden estar más contentos. El cerebro más reconocido del país les daba su apoyo. Con matices, claro. Unamuno siempre fue incómodo. Lo iba a demostrar una última vez, aunque a cambio descubriría que, a diferencia de lo ocurrido en los años veinte, lo que llegaba con Franco no era una segunda versión de la dictadura de Primo de Rivera. Posicionarse en su contra no se resolvía con cuatro meses de destierro en Fuerteventura.
Pasemos ahora al escenario. Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Filas a rebosar. Se conservan las imágenes de ese día. Falangistas, soldados, personalidades, catedráticos. Era un acto protocolario, pero importantísimo. A nadie se le escapa la necesidad de contar con el respaldo del mundo académico. Y las palabras del viejo con cara de búho contaban mucho, dentro y fuera de España.
Y sin embargo, nada va a seguir el guión previsto.
Tras la misa de rigor, llega el acto académico. Todo está preparado para el espaldarazo definitivo al alzamiento. No vamos a aburrirnos con los discursos. La secuencia sigue así. Primero le toca el turno a Unamuno. Es un saludo de cortesía. Dice que prefiere no hablar: “Me conozco cuando se me desata la lengua”. Le siguen el catedrático José María Ramos Loscertales, el dominico Vicente Beltrán de Heredia, el catedrático Francisco Maldonado de Guevara. Cierra las charlas el presidente de la comisión de Cultura y enseñanza, José María Pemán. Las dos primeras intervenciones siguen los cauces esperados. Unamuno escucha sereno la chatarrería verbal de la época: loas a España, vivas al Caudillo, denuncias del marxismo, la masonería, el judaísmo, el bolchevismo. Cuando llega el discurso de Maldonado de Guevara, los ánimos de la audiencia andan desatados. Lo que se escucha a continuación rompe incluso la escala de la estupidez. Maldonado habla de catalanes y vascos como “cánceres en el cuerpo de la nación” que “el fascismo, sanador de España, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismo”. El público, lejos de horrorizarse, rompe en gritos. Se oyen los “vivas” de Millán Astray. Los falangistas aplauden extasiados.


Francisco Franco y Millán Astray en el acto fundacional de la Legión.
Francisco Franco y Millán Astray en el acto fundacional de la Legión.
Es entonces, cuentan los testigos, cuando a Unamuno le cambia la cara. El anciano aprieta las manos. Se busca en los bolsillos. Allí encuentra una carta de Enriqueta Carbonell, esposa de Atilano Coco, pastor protestante detenido en los primeros meses de la guerra. Unamuno se había llevado la carta para entregársela a Carmen Polo y tratar de conseguir que la petición de clemencia llegue hasta Franco. Ahora, nervioso, toma el papel y garabatea en el reverso algunas anotaciones. Escribe: “Guerra incivil”. Escribe: “Catalanes y vascos”. Escribe: “Vencer y convencer”. Escribe: “Cóncavo y convexo” (esto último no lo llegó a utilizar). Cuando José María Pemán termina su discurso, el todavía rector de Salamanca se pone de pie. Las palabras que siguen varían según las fuentes. La versión que da Andrés Trapiello en Las armas y las letras es, tal vez, una de las más completas. Según Trapiello, el silencio que se hizo fue profundo.
“Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no…”
Llega en ese momento la interrupción de Millán Astray. El tuerto se levanta. Comienza a golpear la mesa con su única mano y grita: “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?”. Hecho una furia, culmina su discurso con el lema de la legión: “¡Viva la muerte!”. La audiencia jalea. Unamuno prosigue:
“Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido grito de ¡Viva la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de losque no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente […] ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.”
Se produce en ese instante la segunda y definitiva interrupción del legionario, quien suelta su frase: “Muera la inteligencia”. Hay quien dice que sus palabras fueron otras: “¡Mueran los intelectuales!”. O tal vez: “Si la inteligencia sirve para el mal, muera la inteligencia”. O tal vez: “¡Muera la intelectualidad traidora!”. Para algunos apólogos, la misma idea expresada de otras formas resulta de algún modo menos brutal. Al oírle Unamuno se enerva y llegan sus palabras finales, minutos antes de que el acto termine prácticamente a golpes.
“Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España”.
De nuevo tenemos para esto casi tantas versiones como testigos. Hay quien dice que el viejo salió casi en volandas, perseguido por los falangistas. En los últimos años, una serie de historiadores ha negado que Unamuno corriera peligro. Lo cierto, sin embargo, es que incluso una versión tan poco sospechosa de izquierdismo como la que daba el propio Millán Astray días después de lo ocurrido refleja la atmósfera reinante:
“Al terminar, la Señora del Jefe del Estado salía sola y entonces me dirigí al señor de Unamuno y le dije: “Señor Rector: dé usted el brazo a la Señora del Jefe del Estado y acompáñela hasta la puerta a despedirla”. Él así lo hizo. Yo fui detrás. Luego supe que los estudiantes jóvenes y principalmente los falangistas, si no hubiese sido por haber ido dando el brazo a la Señora del Caudillo e ir yo detrás de ellos, quizás hubiesen tomado alguna medida violenta contra el señor Unamuno.”
Normalmente aquí suele terminar el relato. La verdadera historia, en cualquier caso, comienza en este mismo punto. Es el fin del viejo. Esa tarde, cuando acude a su tertulia en el Casino, sus compañeros le dan la espalda y lo insultan. Un día después, 13 de octubre, el Ayuntamiento aprueba su destitución como concejal. El 14 de octubre, el claustro de la Universidad de Salamanca decide retirarle la confianza. Es el mismo claustro que en enero de ese año había propuesto a Unamuno como candidato al premio Nobel de literatura. El 18 de octubre es cesado oficialmente. En palabras de su biógrafo, Jon Juaristi, el ya ex rector se convierte en prisionero de Salamanca. No vuelve a poner un pie en la calle. “He decidido no salir ya de casa desde que me he percatado de que al pobrecito policía esclavo que me sigue –a respetable distancia– a todas partes, es para que no escape –no sé adónde- y así me retenga en este disfrazado encarcelamiento como rehén de no sé qué, ni por qué ni para qué”.
Millán Astray es todavía hoy conocido por haber fundado la legión. Muy pocos saben que también fue el fundador de Radio Nacional de España. No hablamos solamente de un militar, sino de un ideólogo y propagandista
En cuestión de semanas sus amigos dejan de visitarle. Ser visto en su compañía se convierte en motivo de sospecha. Dos meses más tarde, el 31 de diciembre, día de Nochevieja, hacia las cinco de la tarde, muere en Salamanca Miguel de Unamuno y Jugo, escritor, filósofo, diputado en Cortes, rector perpetuo. Al día siguiente, primero de enero, se reúnen en un velatorio los mismos catedráticos y falangistas que lo habían defenestrado. Estos consiguen apropiarse del féretro para enterrarlo como si fuera uno de los suyos. Ese día el nieto del ex rector salía corriendo mientras gritaba a sus padres: “Se llevan al abuelo, a tirarlo al río”.
La depuración
Todo esto lo cuenta el historiador Jaume Claret Miranda en su libro El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936-1945. En realidad, el incidente de Salamanca es apenas una de las muchas cosas, ni siquiera la más grave, de las muchas que se detallan en este libro. Con una bibliografía y una documentación que solamente se puede considerar abrumadora, Claret Miranda recorre un episodio silenciado y oculto durante décadas, nunca antes contado en su totalidad. Su libro, basado en la tesis del autor, es estudio minucioso y pormenorizado, universidad por universidad, centro por centro (Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Santiago de Compostela, Oviedo, Sevilla, Granada, Barcelona, Madrid, Valencia y Murcia), de un exterminio intelectual: el plan de liquidación de cualquier rastro de disidencia por parte del régimen de Franco.
Como escribe en su prólogo el historiador Josep Fontana, el choque entre Millán Astray y Unamuno posee un valor metafórico. “Cuando se habla del ‘¡Mueran los intelectuales!’ que José Millán Astray pronunció el 12 de octubre de 1936 en Salamanca se suelen interpretar sus palabras como el exabrupto de un militar temperamental. Lejos de ello, representaban la expresión sincera de un punto fundamental del programa de los sublevados de 1936”.
Al recordar el incidente corremos el riesgo de quedarnos con una imagen banal o caricaturizada de Millán-Astray, la de un malvado de cartón piedra, un villano de opereta que grita y bufa como un mastín enloquecido. A ello contribuyen sin duda sus discursos exaltados, su sangriento historial y su imagen poco menos que siniestra. Su biógrafo, Luis E. Togares, quien no se esfuerza demasiado en disimular la admiración que le suscita el personaje, lo describe así: “Su imagen, de uniforme, tuerto y manco, con el pecho repleto de condecoraciones, la mirada fría de su único ojo, como perdida, y la tez cetrina y cadavérica, resultaba la misma imagen de la muerte en combate, la imagen subyugante de la guerra”. No obstante, según cuenta el libro de Togares, quizás la mayor contribución de Millán Astray a la historia de España no sea ni su enfrentamiento con Unamuno ni la fundación de la Legión, sino el apoyo decidido al nombramiento de Franco como jefe de los Ejércitos. El Polifemo del Rif (según el terriblemente cursi apodo que acuñó la prensa franquista) hizo todo lo posible por promocionar a su viejo compañero de batallas en África. Como insiste Fontana, no está de más recordar que pocas semanas después del episodio en Salamanca, Franco nombró a Millán Astray jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda, y que ya unas semanas antes el tuerto había sugerido la inserción obligatoria en todos los periódicos del lema “Una Patria, un Estado, un Caudillo”, copia casi literal del Ein Volk, ein Reich, ein Führer de Hitler.
El Día de la Raza no fue la única vez que Millán Astray habló de acabar de raíz con todo rastro de disidencia. Lo haría de nuevo una semana más tarde, el 18 de octubre, escribe Jon Juaristi, durante la inauguración de un cuartel de requetés, “amenazando con fulminar a los intelectuales desafectos a la rebelión”. ¡Muera la inteligencia! no era un grito descontrolado, sino el anuncio exacto de lo que iba a suceder en los años siguientes.
En la universidad, aquello fue llamado “el atroz desmoche”. La expresión se la debemos nada menos que a Pedro Laín Entralgo, uno de aquellos falangistas arrepentidos, quien en su Descargo de conciencia, publicado tras la muerte de Franco (en 1976), afirma: “…se acometía la empresa de la reconstrucción intelectual de España –tan urgente, después del atroz desmoche que el exilio y la depuración habían creado en nuestros cuadros universitarios, científicos y literarios”.
¿Cuántos cerebros fueron desmochados? Poner números a la llamada depuración es tarea imposible. Según Jaume Claret, en cada territorio “la autoridad militar correspondiente, con la colaboración de fuerzas vivas, adoptaba una serie de medidas provisionales en el ámbito educativo con el objetivo de purgar a los elementos republicanos y de izquierdas y devolver el control a los elementos católicos y de derechas”. La purga alcanzaba todos los niveles. Se calcula, por ejemplo, que hacia 1937 ya eran 50.000 los maestros expedientados. Hacia marzo de 1939, el ministro franquista Sainz Rodríguez cifraba en 1.101 los docentes universitarios depurados. Son las estimaciones del régimen. Desde el otro lado, los republicanos en el exilio estimaban que cerca de un 40% del profesorado universitario se vio afectado.
En los discursos de la época, los propagandistas de Franco describen la aniquilación como un pasaje bíblico: “La espada de nuestro caudillo trazó, en un amanecer ardiente de julio, la divisoria entre dos mundos irreconciliables, entre el reinado del error y el imperio de la verdad… Y como en todo trance de creación, nuestra Patria revivió en el alumbramiento de un orden nuevo, el augusto dolor de su gloria y mística maternidad”. Dentro de la universidad, la guerra civil tuvo efectos similares a los de la bomba atómica. A la destrucción inicial habría que sumarle los daños causados por varias décadas de radiaciones. Incluso puede que algunos claustros no se hayan librado todavía hoy de la contaminación. Ello explicaría, en opinión de Josep Fontana, el –digamos– escaso interés hacia este episodio. “¿A qué puede deberse esta diferencia entre la forma en que se ha investigado la tragedia de los maestros y el silencio acerca de lo que sucedió en las universidades? La razón esencial es que la universidad franquista no se renovó después de la transición y optó, para disimularlo, por callar y esconder su pasado”.
Los claustros universitarios, explica Claret, se vieron profundamente afectados tanto por las consecuencias directas –exilio, muerte y represión del profesorado– como por las indirectas –nuevas adjudicaciones de vacantes, interferencias políticas o equilibrios entre los intereses de las familias ideológicas. Todo ello “de resultas de una política que propugnaba la necesidad de entrar a sangre y fuego, sin respeto a nada de lo preexistente”. Como bien resumía desde su exilio mexicano el médico y científico José Puche Álvarez, “lo que se perdió en la guerra no fue sólo un Gobierno, sino toda una cultura”.
El caso de Salvador Vila Hernández
La asepsia de las cifras no permite siquiera asomarse a la tragedia detrás de cada expediente. Los más afortunados perdían el trabajo. Otros acababan en el exilio. Demasiados, en las cárceles o ante el pelotón de fusilamiento. Para comprender la dimensión humana de la pérdida es necesario volver al terreno de las historias. Regresemos por tanto al 12 de octubre de 1936. Conviene recordar, por ejemplo, que el mismo día y a la misma hora que Unamuno se enfrentaba a Millán Astray en Salamanca, en la Universidad de Sevilla el poeta de la generación del 27 Jorge Guillén leía el discurso del Día de la Raza ante el general Queipo de Llano y el Gran Visir de Tetuán, Sidi Ahmed El Ganmia. A Guillén le recomendaron participar en el acto de adhesión al alzamiento para que no prosiguiera la investigación abierta contra él. En agosto de 1936 se le había denegado ya el permiso para asistir a una reunión del Pen Club en Buenos Aires. Finalmente, tras muchos azares, se exilió con su familia a Francia y después a Canadá.


Retrato de Salvador Vila.
Retrato de Salvador Vila.
Menos suerte tendría Salvador Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada al estallar la Guerra Civil. Salvador Vila era un joven catedrático salmantino. Fue un investigador precoz, así como un extraordinario arabista. También fue amigo y discípulo predilecto de Unamuno, a quien tuvo como maestro mientras estudiaba Letras y Derecho en Salamanca. En 1928 había disfrutado de una beca para estudiar cultura árabe en la Universidad de Berlín, donde conoció a su futura mujer Gerda Leimdörfer, procedente de una familia judía, laica e ilustrada, hija del redactor jefe del principal periódico judío de la capital alemana.
Quienes conocieron a Salvador Vila habrían de recordarlo como un hombre “sonriente siempre, y sencillo y bueno”. Era de carácter tímido y tenía un leve defecto de pronunciación en el habla. Eso no le impidió hacerse, en 1935, con la dirección de la Escuela de Estudios Árabes en Granada, y un año después, en 1936, con el rectorado de la Universidad. Tras conocerse la noticia del golpe de Estado, y con la confianza de que el paso del verano calmaría los ánimos, el matrimonio partió a Madrid y a Salamanca para visitar al viejo maestro. De acuerdo con el relato de Claret: “Durante aquellas primeras semanas, Miguel de Unamuno y Santiago Vila pasearon y conversaron por las calles de Salamanca como si nada sucediese a su alrededor”. Uno de aquellos días, el 7 de octubre de 1936, después del almuerzo, “una pareja de la Guardia Civil detenía al joven matrimonio en su casa y los trasladaba a Granada. Alarmado ante el arresto, el maestro trataba en vano de interceder por su discípulo predilecto. Mientras tanto, Salvador y Gerda eran encarcelados por separado en la prisión de hombres y en la de mujeres. Ya no volvieron a verse”.
No es exagerado pensar que la persecución y el arresto de su alumno más brillante cambiaron radicalmente la visión de Unamuno sobre el levantamiento militar de Franco. Esa es la interpretación que hace Jaume Claret y cuesta no asumirla como la más correcta. “El cambio de actitud no respondió a ningún arrebato irreflexivo, sino que venía originado por una lenta evolución a raíz del constante goteo de noticias sobre los excesos represores cometidos por las nuevas autoridades”. En uno de sus cuadernos, el rector de Salamanca apunta lo siguiente: “El que una horda de locos energúmenos mate a un número de ricos sin razón alguna, por bestialidad, no me parece tan grave como el que unos señoritos asesinen a un profesor por suponerle masón”.
En los primeros días de octubre, Unamuno comienza a escribir a las autoridades cartas que no obtienen respuesta. Llegado el momento decide visitar personalmente a Franco en su cuartel general. El todavía rector confía en su autoridad y su prestigio para interceder por sus amigos. Pide clemencia, entre otros, para el catedrático y último alcalde republicano de Salamanca, Casto Prieto Carrasco. Sus palabras apenas son escuchadas. El caudillo no atenderá ninguna de sus peticiones. Es más, puede que, después del altercado con Millán Astray, quedase echada para siempre la suerte de Salvador Vila. Así lo sugiere en su libro Jaume Claret: “No por casualidad, el crimen contra el discípulo se producía poco después de que el general Francisco Franco firmase la destitución de Miguel de Unamuno como rector dentro de las represalias tras el incidente durante la celebración de la Fiesta de la Raza”. La noche del 22 de octubre de 1936, el ya destituido rector de Granada es conducido a Víznar, la misma localidad donde tres días antes era asesinado Federico García Lorca. Allí será fusilado junto con otros veintiocho presos.
“Gerda Leimdörfer no se enteró del asesinato de su marido hasta el 1 de noviembre, y no consiguió ser excarcelada hasta tiempo después, gracias a los buenos oficios del compositor Manuel de Falla.” Para lograrlo, y como si hubiesen vuelto los tiempos del Santo Oficio, “tuvo que abjurar del judaísmo y convertirse al catolicismo. Con un niño de pocos meses, la viuda de Salvador Vila tomaba el nombre de María de las Angustias, virgen patrona de Granada”.
Prisionero en su propia casa en Salamanca, la noticia de la muerte de Salvador Vila no hizo sino añadir amargura a los últimos días de Unamuno. El 13 de diciembre, dos semanas antes de su muerte, el maestro se lamentaba así en una carta dirigida a su amigo Quintín de la Torre:
“Claro está que los mastines –y entre ellos algunas hienas– de esa tropa no saben lo que es la masonería ni lo que es lo otro. Y encarcelan e imponen multas –que son verdaderos robos y hasta confiscaciones y luego dicen que juzgan y fusilan. También fusilan sin juicio alguno […] Y esto es cosa cierta, porque lo veo yo y no me lo han contado. Han asesinado, sin formación alguna de causa, a dos catedráticos de universidad –uno de ellos, discípulo mío– y a otros. Últimamente al pastor protestante de aquí, por ser… masón. Y amigo mío. A mí no me han asesinado todavía estas bestias al servicio del monstruo […] Qué cándido y que ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco.”
La exhibición de atrocidades
El anti-judaísmo en los primeros años de represión franquista no era el único elemento común con el nazismo alemán o la Inquisición española. También lo fue la quema de libros. El 30 de abril de 1939, cuando aún no se cumple un mes del final de la guerra, una pira de volúmenes considerados peligrosos o degenerados arde en la Universidad Central de Madrid. Los nuevos dirigentes, leemos en El atroz desmoche, justificaron las hogueras por “la falsificación, a través del libro escolar, de nuestra historia patria, buscando en el servilismo soviético el modelo más adecuado para infiltrar en la niñez el odio a todo lo nacional, a todo lo católico y espiritual”.
El adjetivo “atroz” (es decir: fiero o cruel) no es gratuito. Difícilmente puede definirse de otro modo lo ocurrido en Santiago de Compostela: la persecución a la que se vieron sometidos los miembros del Seminario de Estudios Galegos (SEG). “Al menos noventa y nueve fueron asesinados, represaliados o se exiliaron.”
Sólo como atroz (es decir: inhumano o enorme) puede describirse el asesinato en Oviedo del rector y catedrático de Derecho Civil Leopoldo García-Alas García-Argüelles. Sus asesinos alegaron que el acusado había asistido a un mitin de Manuel Azaña. La causa última de su muerte, en cambio, no se debía a su ideología ni a su cargo, sino sencillamente al hecho de ser el hijo de Leopoldo Alas “Clarín”, autor de La regenta. El odio de la sociedad tradicional de Oviedo contra aquella novela llegaba a tal extremo que, al no poder descargar su rabia contra el literato (Clarín llevaba muerto desde 1901), la emprendieron contra su hijo y el monumento a su honor. Así lo narra Claret: “Un grupo de jóvenes vestidos con camisa azul, correajes y pistolas colocaban una enorme careta de burro en el busto del novelista y, antes de dinamitarlo, se fotografiaban orgullosos frente a él”.
La exhibición de atrocidades podría dar la impresión de obedecer a una espiral desatada de furia sin sentido. Nada más lejos de la realidad. En el campo de la cultura esa interpretación sería enormemente ingenua. La violencia tenía un triple fin: el castigo para los desafectos, la sumisión de los indecisos y la cohesión de los vencedores. Por esto mismo el período de la “depuración” sería una edad dorada para los delatores. El franquismo, apunta este libro, no sólo necesitaba una universidad sometida, sino cómplice. Al fin y al cabo, casi peor que las ausencias sería lo que vino después, cuando el vacío del exilio, las cárceles y las cunetas pasó a ser cubierto por una legión de arribistas. Detrás de cada sanción, de cada exilio, de cada asesinado, se hallaba un beneficiario. Las cátedras se convirtieron en botín de guerra y premio por los servicios prestados. En la práctica, la consecuencia inmediata para las generaciones siguientes sería una universidad mucho más restringida, además de declaradamente clasista y sexista. El bachillerato universitario se volvía más selectivo, subraya Claret, y la educación superior reducía sus objetivos, “a dotar de una cultura clásica, religiosa y eminentemente española a la minoría selecta de alumnos que han de ir a la Universidad”. Una minoría selecta donde muy pocos tenían cabida, “y menos aún las alumnas, cuyo puesto último, en general, no debe ser la Universidad, sino el hogar”.
Con frecuencia se ha dicho, con admirable capacidad de síntesis, que la Guerra Civil la ganaron los curas y la perdieron los maestros. En el campo de las ideas, el nuevo régimen tuvo como objetivo inicial, a menudo expresado de forma explícita, borrar cualquier rastro del pensamiento crítico y racionalista nacido en la Ilustración, y que por azares históricos en España solo había llegado a eclosionar en los años veinte y treinta del siglo XX. Como dice el historiador británico Eric Hobsbawm, la guerra “encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: por un lado, la democracia y la revolución social, siendo España el único país de Europa donde parecía a punto de estallar; por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia católica que rechazaba todo cuanto había ocurrido en el mundo desde Martín Lutero”. El 1 de abril de 1939, cautivo y desarmado el Ejército rojo, el monopolio del pensamiento regresaba a manos de Dios.
Con la nueva era de la Victoria, la Iglesia recuperaba el control de todos los ámbitos educativos. En la escuela su dominio iba a ser absoluto. En la educación universitaria el único rival serio en la disputa del botín iba a ser la Falange, que ya en los años de la República tenía presencia en los campus a través del SEU (Sindicato Español Universitario). Entre los planes para una universidad “falangizada”, el Movimiento Nacional promovía el logro de la “autarquía cultural” (sic). Pero aun así Falange ni pudo ni supo imponerse. Como se recoge en El atroz desmoche: el mismo Franco aclaraba que en España “no hará falta una universidad católica, porque todas nuestras universidades serán católicas y en ellas habrá una enseñanza superior religiosa de carácter filosófico”.


Juan Peset
Juan Peset
Así, mientras los colegios se llenaban de crucifijos y las facultades de capillas, la persecución de profesores ligados a la República no cesaba. Entre los últimos ajusticiados figura el nombre de Juan Peset Aleixandre, catedrático de Medicina legal y exrector de la Universidad de Valencia. Otro alumno extraordinario, que acumulaba cinco carreras (doctor en Medicina, Ciencias y Derecho, y perito químico y mecánico), y que fue condenado por dos veces a muerte en un simulacro de consejo de guerra. En su defensa, multitud de testimonios aseguraban que hizo lo posible por proteger vidas y edificios en la retaguardia republicana. No sirvió de mucho. A las seis de la mañana del 24 de mayo era fusilado contra el muro del cementerio de Paterna (Valencia). Más de dos mil personas fueron asesinadas allí. La muerte del rector Juan Peset ocurrió en 1941. La guerra, por aquellas fechas, llevaba dos años terminada.
Una ola de estupidez
A partir de 1939 todo intento de modernización pedagógica o democratización de la Universidad era abolido. Las consecuencias, dice Jaume Claret, no sólo no se ocultaban, sino que eran asumidas como un mal necesario: “el desmoche ha sido tremendo porque tremenda era la plaga”. En Barcelona el número de expedientes se volvía gigantesco. Al ser una de las últimas ciudades en caer, “todos los docentes de la Universidad fueron declarados suspensos de empleo y obligados a solicitar el reingreso y la depuración”.
En Madrid, entre los perjudicados partirían al exilio personalidades tan conocidas como Américo Castro o Claudio Sánchez-Albornoz. Julián Besteiro, catedrático de Lógica y ex presidente del Congreso y del Partido Socialista, pagaría con su vida el compromiso con la República. Murió en 1940 en la cárcel de Carmona (Sevilla). Terminada la guerra, y al ser preguntado por sus captores por la localización exacta del Tesoro Nacional, cuentan que Besteiro respondió con un punto de orgullo: “En las cárceles y en los campos de concentración”.
“Sin haberse retirado la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la estupidez”, escribiría Azaña desde el exilio. “Todo lo ocurrido en España es una insurrección contra la inteligencia”
Con el tiempo, más tarde o más temprano, los sectores más aperturistas y lúcidos del franquismo llegarían a ser conscientes del daño causado. Destacan las palabras del primer ministro de Educación Nacional de Franco, Pedro Sainz Rodríguez, quien calificó el éxodo de intelectuales como “uno de los más graves problemas que la Guerra Civil plantea a la cultura española”. Una pérdida, en su opinión, que únicamente podía ser comparada con “la emigración de los afrancesados a raíz de la Guerra de la Independencia”. La suya no era, no obstante, la opinión mayoritaria en su tiempo. En cuestión de tres años el pensamiento había retrocedido a las tinieblas medievales, con el aplauso exaltado de quienes ahora estaban llamados a dirigir la cultura. En Los intelectuales y la tragedia de España, libro publicado en 1937, Enrique Suñer Ordóñez proponía directamente la “extirpación a fondo de nuestros enemigos, de esos intelectuales, en primera línea, productores de la catástrofe. Por ser más inteligentes y cultos, son los más responsables”.
Jaume Claret termina su estudio sobre El atroz desmoche en el año 1945. Es cierto que a partir de esa fecha, tras la derrota de Hitler y Mussolini en la Segunda Guerra Mundial, se atempera (sin llegar nunca a detenerse) el grado de represión ideológica en las aulas españolas. Como ha estudiado entre otros Jordi Gracia en La resistencia silenciosa y antes en Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, la universidad no tardaría en volver a ser en la década siguiente uno de los focos de resistencia contra la dictadura. La razón ilustrada pudo recuperar algo de oxígeno, de forma precaria y escondida, a partir de los años cincuenta. La historia reciente de la universidad española es quizás un relato de claroscuros, pero en la inmediata posguerra la oscuridad era absoluta.
“Cuando nos referimos al yermo franquista siempre tenemos en mente a todos aquellos docentes que se perdieron, pero olvidamos que el yermo real y duradero lo crearon sobre todo aquellos profesores que permanecieron en España y ocuparon las vacantes”, concluye Claret. “Evidentemente, en esta desgraciada herencia hubo excepciones […] Con los años, además, la masificación impidió mantener el control estricto de los claustros, y poco a poco, algunas cátedras se airearon, pero en muchas otras la herencia siguió presente. De hecho, todavía parte de la actual universidad española es más hija de la universidad franquista que de la republicana. No ideológicamente, sino por tradición.”
Casi nadie lee hasta el final estos artículos. Por lo tanto, querido lector o querida lectora, si has llegado hasta esta línea significa que podemos hablar en confianza y compartir alguna confidencia. Resulta tentador que nos preguntemos, por ejemplo, cómo habría sido la universidad española si el proceso modernizador puesto en marcha por la República no hubiera sido ahogado en un charco de sangre.
La próxima vez que oigamos hablar sobre la precariedad de la investigación en España, sobre rectores colocados a dedo que plagian sus trabajos o sobre la falta de prestigio de los campus españoles, podríamos pensar por un momento en Miguel de Unamuno, en Salvador Vila, en Leopoldo García-Alas, en Julián Besteiro, en Juan Peset. O en las palabras que escribió desde el exilio Manuel Azaña. En sus últimos cuadernos se conserva esta nota, escrita en junio de 1939, un año antes de su muerte: “Todas las informaciones que recojo prueban que sin haberse retirado la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la estupidez en que se traduce el pensamiento de sus salvadores. El desastre para todo el país, debe ser aún mayor de lo que yo me imaginaba y temía”. En el fondo, las palabras que Millán Astray dirigió aquel 12 de octubre contra Unamuno no habían podido ser más acertadas. “Todo lo ocurrido en España”, escribiría Azaña, “es una insurrección contra la inteligencia”.
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CLARET MIRANDA, Jaume (2006). El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936- 1945.Barcelona: Crítica.
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Miguel de Lucas es periodista y candidato a doctor en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. En la actualidad, trabaja como profesor de Lengua española en el Centro Norteamericano de Estudios Interculturales de Sevilla.

Para saber más:
GRACIA, Jordi (2004). La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona: Anagrama.
JUARISTI, Jon (2012). Miguel de Unamuno. Madrid: Taurus.
RABATÉ, Colette y RABATÉ, Jean Claude (2009). Miguel de Unamuno. Biografía. Madrid: Taurus.
ROJAS, Carlos (1995). ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936. Barcelona: Planeta.
TOGORES, Luis E. (2004). Millán Astray. Legionario. Madrid: La esfera de los libros.
TRAPIELLO, Andrés (2010). Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939). Barcelona: Destino.

Autor. Miguel de Lucas

domingo, 30 de julio de 2017

España es el paraíso de los trabajadores pobres

Jóvenes, mujeres, mayores de 45 años y autónomos sufren especialmente la precariedad laboral, que anula las tradicionales funciones del trabajo: seguridad, bienestar, dignidad, salud y ciudadanía

J. R. Mora

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Sucede que al hablar de “juego estadístico” contamos con dos partículas: la primera es el juego, y no conviene olvidar que jugar, en último término, es un ejercicio de manipulación; la segunda es la estadística, la autoproclamada diosa de la nueva era social. La unión del juego y la estadística tiende a confluir en discurso político. Así, resulta escalofriante la cualidad legitimadora de los porcentajes cuando simplemente se descontextualizan. No es necesario más que situar el foco sobre un par de datos convenientes de la Encuesta de Población Activa para envolver en rigor científico lo que en realidad acaba siendo una mirada simplista, sesgada y posiblemente malintencionada de la realidad del trabajo.
El reciente hincapié sobre el descenso del desempleo en España sirve como ejemplo. Todo un discurso de recuperación económica sustentado sobre una tasa de paro, un indicador que viene rondando el 18%, que efectivamente desciende respecto a los datos cercanos al 25% de los últimos años, pero que duplica con holgura la media europea, situada en el 8,5% en 2016. Hacer discurso de un dato pésimo parece un juego peligroso, máxime cuando, tal y como indican los últimos datos de FOESSA, el 70% de familias españolas no ha percibido ninguna clase de mejoría respecto a su situación durante la crisis. 
Las cifras muestran que el trabajo temporal alcanza cifras históricas con una tasa del 26,1%, la más alta desde 2008
En una mesa redonda en la que tuve la suerte de participar recientemente, el profesor Josep M. Blanch afirmaba que los occidentales seguimos pensando como trabajadores fordistas aunque estemos trabajando en precario. Trabajo líquido, casi gaseoso, frente al sólido trabajo de antaño. Un millennial, continuaba argumentando, maltrabaja hoy en condiciones de perpetua flexibilidad sin mayor inquietud, pero, si se le pregunta por su futuro a diez años vista, describirá el trabajo estable y asentado propio del Estado del bienestar. Tras el discurso de la recuperación en torno al empleo está la ilusión de rebobinado al mercado de trabajo estable, lo que ya es animal mitológico. El problema es que, mientras despertamos de la ensoñación, los derechos laborales están siendo triturados en un agresivo proceso de desregulación de las condiciones de trabajo. Y esto también nos lo muestran las cifras. Las cifras, las mismas que sirven para dar las buenas noticias por el incremento de la ocupación, muestran que el trabajo temporal alcanza cifras históricas con una tasa del 26,1% (tasa anual de 2016), la más alta desde 2008. Aquí la tendencia sí está clara: más del 90% de los nuevos contratos firmados en España son temporales.
No es necesario realizar un análisis especialmente profundo para concluir que, tras ese descenso en picado del mercado de trabajo, la recomposición no tiene como finalidad volver al estatus anterior, no es “el retorno al Sueño Americano” que promete Trump, sino que tiene como destino la precarización. La crisis ha servido de estrategia para amparar una nueva reconversión del mundo laboral, una más, en este caso diseñada bajo el dogma del empleo de mala calidad y la precariedad normalizada. Y la cara más extrema de estos nuevos modos de operar se encuentra en los trabajadores pobres: población ocupada que vive por debajo del umbral estandarizado de pobreza. Familias que, pese a contar con puestos de trabajo, sufren una situación económica extrema. En España nos situamos también a la cabeza en esta cuestión, con un 13,1% de trabajadores pobres; únicamente por detrás de Grecia y Rumanía, y alejados de la media de la Unión Europea.
Más allá de los fríos números, la cruda realidad nos presenta a cuatro grupos principalmente afectados por el trabajo en pobreza. En primer lugar, los jóvenes como termómetro perpetuo de la incipiente precariedad. Los analistas europeos contemplan perplejos la alta edad de emancipación de los jóvenes españoles, mientras realmente nadie se está preguntando por las implicaciones de diversa índole que esta situación va a generar en un futuro inmediato. Ante la escasa cantidad y calidad de ofertas de trabajo, seguir viviendo en casa de los padres se convierte en la única salida para evitar, en muchos casos, entrar en procesos de exclusión. Eso aquí se sabe bien.
En España, más del 50% de los parados supera los 40 años, fenómeno que se entrelaza con el edadismo y que da lugar a una situación dramática
El segundo caso, también relacionado con la edad, es el denominado “edadismo”: personas mayores de 45 años que han perdido su trabajo a raíz de la crisis y descubren lo fatídico del reenganche al mundo laboral. La recuperación del empleo no pasa por el retorno al estatus perdido; tras la Reforma Laboral de 2012, las nuevas oportunidades laborales se dibujan en el mundo de la precariedad. El sociólogo Robert Castel se refería a este reenganche como “la desestabilización de los estables”. Lo terrible es que este proceso es una condena vitalicia. Al mermar la posibilidad de nuevas oportunidades laborales por encima de los 45 años, y especialmente por encima de los 55, la salida tras el agotamiento de las insuficientes prestaciones por desempleo pasa por el acceso a pensiones no contributivas, lo que penaliza sustancialmente la cuantía de la jubilación, condicionando el resto de la trayectoria vital en la vejez. En España, cabe recordar que más del 50% de los parados supera los 40 años, fenómeno que se entrelaza con el edadismo y que da lugar a una situación dramática. No sólo en lo económico, también en el plano psicológico, pues hablamos de edades de importantes cargas familiares, que al menos en lo material no se pueden satisfacer. En estos días, Netflix estrena la segunda temporada de F is for Family, una serie de animación que narra el desempleo en personas de mediana edad como consecuencia de la crisis del petróleo. El momento de ese retrato venido desde los 70 parece especialmente pertinente, porque expone los procesos de reevaluación personal repetidos en cada crisis. Sin embargo, la crisis actual tiene sus propias reglas: la individualidad se ha apoderado del modo de vida y, con los sindicatos arrinconados, al trabajador actual se le ha convencido de que la incapacidad de encontrar un trabajo digno queda bajo su responsabilidad. Su fracaso. Quizá por no estar lo suficientemente formado. O por estar formado hasta el absurdo y entonces no disponer de las competencias adecuadas, lo cual es difícil de controlar. O simplemente por no compartir los valores de las organizaciones, y esto ya no hay quien lo controle. La desazón de no lograr satisfacer el rol que cada uno se impone acarrea en último término un proceso existencial con el que es difícil lidiar, y de ahí emerge el alcoholismo, el consumo abusivo de psicofármacos, y, como recuerda Ángeles Maestro en Salud mental y capitalismo (Cisma Editorial, 2017), los suicidios en las vías ferroviarias de Madrid de los que nadie habla.
La pobreza en el trabajo está vinculada de manera íntima a los procesos familiares patriarcales
Por otro lado está el caso de las mujeres, que tampoco se libran de trabajar en pobreza. Trabajadoras o no, sufren el complejo proceso de la feminización de la pobreza. Centrándonos en el plano laboral, sabemos que las mujeres son protagonistas de las jornadas laborales más insólitas, a fin de combinar el trabajo fuera de casa y las tareas domésticas y de cuidado. El caso de la jornada parcial en España es un buen ejemplo de esto: el número de mujeres triplica al de hombres. Lo más alarmante es que los hombres que trabajan en este tipo de jornada de manera voluntaria lo hacen para mejorar su formación, mientras que las mujeres lo hacen por motivos relacionados con el cuidado de familiares. Emerge, una vez más, la muestra de que la pobreza en el trabajo está vinculada de manera íntima a los procesos familiares patriarcales, y que, en España, la nula política familiar desarrollada y destinada a ofrecer apoyo lleva a situaciones tan absurdas como que tener hijos se pueda convertir en factor de pobreza para una familia. 
Por último, nos encontramos con los (llamémosles así) emprendedores. Uno ya no sabe cómo llamar a los autónomos entre la colección de neolenguaje que se ha dibujado para impulsar de manera fraudulenta el mercado de trabajo. La figura del emprendedor se ha presentado como el héroe del nuevo milenio, apoyado en sus primeros pasos, claro está, por el Estado, que entiende el mercado de trabajo como un juego de dominó en el que, impulsando la primera pieza, la del emprendedor, se logrará activar el resto a continuación. Un mecanismo infalible… Pero no comprender, o no querer hacerlo, que el problema de lo laboral es estructural hace que el empujón al emprendedor sea un empujón al vacío. La realidad tras el neolenguaje del emprendedurismo muestra el autoempleo como último recurso del que no logra reengancharse. Así, los trabajadores autónomos tienden a terminar sin nada y con deudas, reconocidos por la Organización Internacional del Trabajo como grupo vulnerable al tender a “carecer de protección social y de redes de seguridad para protegerse frente al descenso de la demanda económica”, y siendo a menudo “incapaces de generar suficiente ahorro para mantenerse a sí mismos y a sus familias en épocas de crisis”.
Los datos no dejan lugar a dudas: la salud psicológica de los trabajadores pobres es tan mala como la de las personas en situación de desempleo
En último término, lo amplio de los grupos vulnerables descritos para el riesgo de convertirse en trabajadores pobres indica dos cosas: que prácticamente cualquier trabajador puede terminar siendo trabajador pobre, y que nos encontramos ante una problemática integral y estructural. 
Integral en la medida en la que afecta a la persona a todos los niveles: económico, social, familiar, pero también físico y psicológico. Si el éxito del ciudadano pasa por desarrollar una actividad laboral, pero su desarrollo no le impide salir del riesgo de exclusión social, el mensaje contradictorio que se fragua en cada trabajador pobre concluye en un evidente y marcado deterioro de su salud psicológica. La premisa de que el trabajo proporciona una buena salud mental, mientras que el desempleo se asocia a la depresión y a otros trastornos psicológicos pierde el sentido en este caso. Los datos no dejan lugar a dudas: la salud psicológica de los trabajadores pobres es tan mala como la de las personas en situación de desempleo, y siempre claramente peor a la del resto de trabajadores. Miguel Laparra expone, de forma tan brillante como dura, la implicación integral del fenómeno cuando afirma que “el fenómeno de los trabajadores pobres es especialmente llamativo por poner en cuestión algunos de los valores más básicos de sociedades que se pretenden meritocráticas”.
En definitiva, la existencia de trabajadores pobres evidencia que algo funciona mal en la sociedad actual y pone de manifiesto que han quedado anuladas las tradicionales funciones del trabajo: económicas, de seguridad, de bienestar, de dignidad, de salud mental, y de ciudadanía. Por todo ello, es preciso dejar a un lado la obsesión con las cifras de desempleo, pues no son más que una cortina de humo que nos impide acudir al verdadero problema: la penosa calidad del empleo generado. 

Autor:  Jose A. Llosa. Equipo de investigación Workforall, Universidad de Oviedo.

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ADEMÁS: La imparable degradación tercermundista del empleo

La Comisión, en su informe 'España 2017', alerta de los altos niveles de desigualdad, pobreza y exclusión social, "conseguir un empleo en España ya no garantiza el salir de la pobreza". ROBERTO CENTENO  lunes 31 de julio de 2017, https://blogs.elconfidencial.com/economia/el-disparate-economico/2017-07-31/la-imparable-degradacion-tercermundista-del-empleo-epa-ine-pymes_1422741/