German Cano · Muy recomendable artículo de José Gandarilla.
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Gandarilla Salgado, Jose Guadalupe Doctor en Filosofía Política, por la uam – Iztapalapa. Investigador Titular B, Definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales, y Filosofía y Letras, de la unam, y profesor invitado en otras universidades del extranjero. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (Barcelona, Anthropos – ceiich – unam, 2012), obtuvo Mención Honorífica en la 8va edición del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, y obtuvo el Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought 2015, de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (La paz, 2014), Modernidad, crisis y crítica (México, 2015) y, como coordinador, La crítica en el margen. Hacia una cartografía conceptual para rediscutir la modernidad (México, 2016). Dirige De Raíz Diversa. Revista especializada en Estudios Latinoamericanos. http://www.herramienta.com.ar/herramienta-web-19/la-hybris-neoliberal-en-la-region-latinoamericana-y-la-derechizacion-del-mundo-ge
“No nos está permitido enloquecer en una época demente,
aunque nos pueda quemar vivos un fuego cuyo igual somos”
René Char
Neoliberalismo cual fascismo soterrado. Algo más que escalofriantes afinidades
Mucho se ha hablado de las similitudes, que pudieran existir y
detectarse, en cuanto a la condición de colapso epocal y catástrofe
económica, entre la situación actual del mundo y los años que
precedieron a la instalación definitiva del fascismo en la Europa del
segundo cuarto del siglo XX. Y, si es que realmente las situaciones de
postración económica están cobrando magnitudes similares entre ambos
períodos, no habría que esperar muchas diferencias en cuanto a este
elemento como el precipitante de tendencias fascistas en la resolución
de conflictividades sociales, como el alimento espiritual para el
elevamiento autoritario de la razón de Estado, para el establecimiento
de relaciones devastadoras con respecto a “los desfavorecidos de
siempre” e ingrediente propicio para ensañarse con las personificaciones
sociales en que encarna “la otredad”. Nuestra época es también la de un
fascismo soterrado y que a ratos estalla de modo más palmario cuando
los intereses del capitalismo complejo y corporativo se ven expuestos a
un cierto freno o le es disputada su predominancia o se muestra
francamente la inoperancia de su errática instrumentación o sus
raquíticos resultados.
Sin embargo, si por neoliberalismo entendemos “la imposición de una
lógica normativa global” (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene
ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de
septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el
gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir
que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de
conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno
(cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más
extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo
imaginar, ni en su momento de mayor esplendor.
Por ello, es viable detectar una cierta analogía en los gestos
críticos que ciertos autores, desde el interior o en los márgenes de la
llamada “Escuela de Frankfurt”, ensayaron en relación con la difícil
circunstancia que les tocó vivir. En su trabajo “Calle de dirección
única”, justo en la viñeta titulada “Panorama imperial”, Walter Benjamin
detecta un aire del tiempo en la manera de vivir del burgués alemán
medio que bien puede sintetizar nuestra propia circunstancia y el rumbo
hacia el que se nos encamina: “el sufrimiento del individuo y de las
distintas comunidades tan sólo tiene un límite más allá del cual nada se
sigue: a saber, la aniquilación” (p. 35). Esto parece elevar a
condición de fundamento un estado de ánimo que deriva de la trama
social, del entrecruzamiento de nuestras acciones y del desentendimiento
por sus resultados, lo que los sociólogos tematizan como “no
intencionalidad de la acción” y que W. Benjamin señala como “las oscuras
fuerzas a que nuestra vida está sujeta” (p. 37). Nuestro autor atribuye
este hecho a “una extraña paradoja: la gente sólo piensa en su interés
egoísta y privado cuando actúa, pero al mismo tiempo su comportamiento
está determinado más que nunca por los fuertes instintos de masa. Y más
que nunca los instintos de la masa se han descarriado por completo y se
han vuelto ajenos a la vida” (p. 35). Para el pensador alemán esta
situación tiende a agravarse y a desatar lo que en la jerga sociológica
se describe como “consecuencias indeseadas”, todo ello por la conjunción
de varios procesos que, en diacronía o sincronía temporal, no hacen
sino acompañar funcionalmente los intereses del establishment y
de las capas más favorecidas, y alejan, hasta casi ensombrecerlas, las
posibilidades de una colocación crítica de las personas ante el actual
estado de las cosas.
Para Benjamin, a esas alturas de la partida histórica que estaba en
juego (catastrófica situación económica, crisis de la República de
Weimar, creciente inestabilidad que promueve la expansión y aceptación
social del fascismo) es claro que “el burgués piensa que cualquier
estado que lo desposea ha de ser inestable como tal”, ello además se
potencia en una escalada que parece no encontrar límite, pues no solo
significa que se reincida, como en etapas anteriores (lo cual para
Benjamin parece incluir el período que vio florecer las esperanzas en la
socialdemocracia alemana y que ésta se viese, así fuera por un breve
instante histórico, proclive al comunismo) en “la desamparada fijación
en las ideas de seguridad y propiedad” sino que ello “le está impidiendo
al hombre normal y corriente percibir las novedosas estabilidades en
las que se basa la situación actual” (p. 34). El buen ojo de Benjamin le
permite efectuar un traslado respecto a la figura social, a la máscara
económica, al personaje de la situación en quien desea concentrar su
crítica. Ya no solo habla del burgués medio, sino de aquél contingente
que sin reunir tales condiciones en el reparto económico apuntala las
posiciones sociales de aquel grupo que precisamente le explota y domina.
Más aún, es justamente “el hombre normal y corriente”, como sigue
siéndolo hasta la fecha, el que engrosa las “capas …[sociales]… para las
que la situación estabilizada …[consiste en]… la miseria estabilizada”
(p. 35), lo que Benjamin detecta, sin embargo, no para aquí, sino que ha
de potenciarse cuando “solo un cálculo que admita ver en la decadencia
la única ratio de la situación” se estabilice también, y lleve a
asumir “los fenómenos de decadencia como lo verdaderamente estable,
incluso como la única salvación, más aún como algo extraordinario que
linda con lo milagroso e incomprensible” (p. 35). Pero el hecho de que
los pueblos de Europa central, a los que Benjamin trató de esclarecer y
que, no obstante, volcaron “su mirada a lo extraordinario” (p. 35) como
aquello que les podía salvar, no es suficiente para asumir dicho proceso
(el fascismo) como resultado de un “contacto misterioso” con las
“fuerzas que nos asedian”, sino antes bien como resultado de un proceso
complejo en que “la diversidad de las metas individuales se vuelve
irrelevante frente a la identidad de aquellas fuerzas que las
determinan”. Que las determinan y las unifican, en una identidad, es
cierto, pero muy peculiar, no una que resulta de un rasgo étnico,
histórico o cultural (aunque pueda llegar a serlo, como de hecho lo ha
sido en ciertas circunstancias, el fascismo una de ellas, en el que la
unificación identitaria proyecta marcadores de poder y criterios de
clasificación claramente racializados), sino de criterios claramente
regidos por lo económico o crematístico de las relaciones sociales, que
no prescinden de un imaginario simbólico unificador que hace comparecer,
en efecto, las capas espirituales de lo religioso y lo mítico, siendo
así que con el “neoliberalismo global” la identificación que se da viene
articulándose alrededor de la “religión secularizada del mercado” (como
habituación a una actitud de impulso competitivo que rige a la sociedad
y que se traduce en interminables actos de consumo) y del “mito del
progreso” (como relanzamiento interminable de sus promesas). Por ello,
la conclusión de Benjamin ante el advenimiento de una aceptación
creciente del fascismo en la Europa de los años treinta del siglo XX,
resulta válida para documentar la ampliación del radio de acción y la
incidencia del programa neoliberal a prácticamente el orbe entero, como
ha venido ocurriendo en los últimos cuarenta años. A decir de Walter
Benjamin:
Las relaciones humanas … apenas pueden
sobrevivir … el dinero ocupa de manera devastadora lo que es el centro
mismo de los intereses vitales y … es el límite ante el que fracasan
casi todas las relaciones humanas, tanto en lo natural como en lo moral
desaparecen cada vez más ampliamente la confianza, el sosiego y la
salud. (Benjamin, 2007: 36)
[…]
Se va imponiendo casi por doquier la voluntad
ciega de salvar el prestigio de la existencia personal, en lugar de
sacarla …[a la existencia personal]… de la ofuscación general mediante
el desprecio de su complicidad y de su impotencia … Y como todos
aceptamos las ilusiones ópticas de nuestros puntos de vista
individuales, el aire se halla tan lleno de espejismos respecto de un
futuro cultural que, a pesar de todo, va a irrumpir de repente.
(Benjamin, 2007: 38)
Benjamin sugiere, como principio de actuación ética ante tal
escenario, operar con responsabilidad, no sustraerse a la contemplación
de la decadencia, y hacerlo a través del desprecio tanto de la
complicidad como de la impotencia, desechar, pues, el desinterés ante
nuestra propia participación en la generalización de este caos. Eso no
suena nada alejado de la postura que, al modo partisano, Antonio Gramsci
expresó en uno de sus llamados “escritos de juventud” bajo el sintagma
“odio a los indiferentes”. Para Gramsci, en efecto, con esa apatía se
alimenta “el pantano que rodea a la vieja ciudad, y la defiende
mejor que la muralla más sólida” de aquellos que, en su atrevimiento, se
animan a construir el programa y la arquitectónica de “la ciudad futura”.
Por otro lado, no es muy distinto el diagnóstico que, prácticamente
una década antes de la publicación de “Calle de dirección única”, había
ofrecido el pensador sardo en este texto que venimos citando. El gran
intelectual y revolucionario italiano también logró percibir la
diferencia de calidad en la articulación política que despliega, de un
lado, el grupo dominante:
Los hechos maduran en la sombra, entre unas
pocas manos, sin ningún tipo de control … Los destinos de una época son
manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y
pasiones personales de pequeños grupos activos … Pero los hechos que
han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a
buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo
y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno
natural … del que son víctimas todos. (Gramsci, 2000: 20)
Y, del otro, aquellos grupos y colectividades que han de pelear por
la hegemonía, si está en su deseo revertir su condición de
subalternidad, pero en ello, como es sabido, no hay ninguna garantía. En
uno de los fragmentos más citados de su obra (que Gramsci redacta ya
desde las mazmorras mussolinianas, éste sí prácticamente simultáneo a lo
escrito por Benjamin), así lo describe:
…la historia de los grupos sociales subalternos
es necesariamente disgregada y episódica ... en la actividad histórica
de estos grupos existe la tendencia a la unificación ... pero ... es
continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes. Los
grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes
aun cuando se rebelan y sublevan… (Gramsci, 2000: 178)
Esta cara de la ruta del establecimiento del fascismo hace ver que,
como proyecto, fue más allá de romper los puntos de resistencia y del
aprovechamiento de un cierto colaboracionismo (fuera por acción o por
omisión, por apatía o por miedo), o incluso de un maléfico plan
conspirativo; pareciera que su instrumentación se reveló más consistente
en la medida en que ciertos principios que le estructuraban se
arraigaron socialmente. No es muy diferente lo que ha estado ocurriendo
con el neoliberalismo, en tanto perfil actualizado del programa del gran
capital corporativo, pareciera que el neoliberalismo está consiguiendo
los objetivos a los cuales aspiraban los fascistas (en términos de los
niveles de acumulación y concentración de la riqueza, de la explotación o
entrega gratuita del esfuerzo laboral de contingentes inmensos de
población, de las conquistas y arrebatos territoriales). Como el
fascismo, el neoliberalismo ha desplegado todo un arsenal de
procedimientos con finalidades de expulsión y desposesión de
comunidades, pueblos o países enteros.
Por este conjunto de razones, no resultaría arbitrario proponer
como hipótesis de trabajo el establecimiento de una relación estrecha
entre ambos procesos históricos (fascismo europeo y neoliberalismo
global), y ello con finalidades que van más allá de detectar “afinidades
electivas”. Pues, una intención analítica comparativa o analógica no
solo subrayaría rasgos de insospechada correspondencia, sino que
corroboraría el hecho de que se trata de programas políticos más
orgánica e integralmente encadenados.
La M(m)atrix(z) neoliberal
Desde sus antecedentes más remotos (El Coloquio Lippmann, la
Sociedad Mont Pelerin) hasta el encumbramiento de los trabajos de la
Escuela Austríaca de Economía, en la obra de Ludwig von Mises o
Friedrich Hayek, que transmutó los postulados filosóficos de éstos en
premisas de la mainstream del pensamiento económico (Escalante,
2015), el neoliberalismo ha logrado desbordar definitivamente las
limitaciones que bajo el keynesianismo, cuando éste ocupaba el sitial de
“pensamiento único” (hasta mediados de los años setentas del siglo
pasado), le eran legítimamente impuestas. Mientras que con la
rehabilitación del capitalismo de la segunda posguerra, a esta ideología
“se le mantenía a raya”, como un proyecto identificable con ciertos
grupos conservadores que nunca negaron su fobia a cualquier criterio de
regulación por el lado de lo público o gubernamental, y que siempre
apostaron no a que la “mano invisible” impulsara la economía de mercado,
sino a que aunque fuera necesario con la ayuda de la “mano visible” y
autoritaria del Estado, se operara una “gran transformación” que
instalara como criterio absoluto e indisputado la construcción y
aseguramiento de “sociedades de mercado” (objetivo que con Thatcher y
Reagan, en los años ochenta del siglo XX, ya habían coronado) (Harvey,
2007).
Desde este quiebre histórico (precedido por el endeudamiento del
tercer Mundo y el estallido de la crisis de deudas), se aspiró a erigir
los principios neoliberales como criterio y marco categorial de
exclusiva racionalidad, cuyo reverso de la moneda terminaba por ubicar
cualquier esquema que intentara disputarle la hegemonía en calidad de
proyecto sospechoso de irracionalidad (Gómez, 1995), para ello se puso a
disposición de los gestores neoliberales autóctonos, verdaderos lacayos
y, en algunos casos, aliados del poder corporativo multinacional, toda
la parafernalia desestabilizadora necesaria que los nichos del poder
global podrían poner geopolíticamente a su alcance, y que fueron
ensayando por el mundo entero, con tal de exorcizar y desterrar
cualquier posibilidad autodeterminativa o que pretendiera obrar en uso
de principios soberanos para la gestión de lo público y social. Ya para
estas fechas los dogmas neoliberales hayekianos y friedmanianos no solo
eran asumidos como axiomas del orden económico espontáneo y
naturalizado, que toda escuela o facultad de economía que se preciase de
serlo acogía en su currículo, sino que eran transmitidos bajo una
completa estrategia de medios que los disgregaba socialmente y los
esparcía cual mancha de aceite; el propósito era claro, interiorizarlos
como intachables valores de la gente “normal y corriente”, aceptables
porque circulan en las capas ideológicas de nuestras sociedades cual si
fueran el nuevo sentido común.
Este aspecto de la cuestión ya había sido minuciosamente discernido
por Franz Hinkelammert, en el primer libro que publicó una vez que pisó
suelo latinoamericano, que intentaba reflexionar sobre las
posibilidades de “revolucionar” las estructuras de poder de un sistema
social vigente, justamente porque percibió y vislumbraba que eso podía
acontecer en nuestra región, él detectaba atinadamente que:
…[Los]… valores …[afines a cierto sistema]…
establecen y justifican una cierta presión social que se impone al
individuo y lo obliga a conformarse con el sistema social existente. De
esta presión social resultan mecanismos de estabilización del sistema
social y de la estructura de poder involucrada, que son muy difíciles de
atacar… (Hinkelammert, 1967: 10)
Esta utopía del fin de las utopías, o distopía “en estado puro”,
que luego del colapso del socialismo realmente existente, la caída del
muro de Berlín y la ideología celebratoria del “fin de la historia”, ya
en la década de los noventa del siglo XX, había sumado a su causa nuevos
apoyos y adeptos, reclamaba y reclutaba mayores cuotas de legitimidad,
aspiró desde esa fecha a que el mundo no fuera otro que el que se
desprendía de su lógica económica (cuyos fines eran muy particulares y
localizados) expresada encubiertamente como “imparcial” diseño
organizacional incuestionable (pues se pretende como la expresión más
acabada de valores universales) cuando en realidad correspondió siempre a
una planeación compleja “por objetivos”, a una “ingeniería social” en
gran escala. Presentado el estado de las cosas de tal modo, sus
criterios y principios quedarían resguardados como por un blindaje, el
del principio de la ley, que cual coraza de acero, impidiera cualquier
intención de revertirle. Si se llegaran a estrechar los límites de su
legitimidad (como en efecto ocurrió con la vuelta de siglo), los
neoliberales (que no hacen sino gestionar los intereses económicos y
políticos del alto capital) siempre tuvieron claro que acudirían al
principio de resguardo que la abismalidad del principio de legalidad les
ofrecería, para ello echarían mano de todo un programa de
“intervencionismo negativo” por parte de los gobiernos que se pusieron
militantemente a su servicio, de un engranaje jurídico finamente
proveído por un “institucionalismo conservador de alto impacto”, de
parlamentarios que operan y cabildean a su servicio sin ningún recato,
pues deben pagar los favores que les ubicaron en las cómodas bancas del
poder legislativo, de las corruptelas abiertas o encubiertas en las
instancias judicializadas en que se dirime, de última, la correlación de
fuerzas sociales. Para el programa capitalista y colonial del
neoliberalismo global fue revelándose con más claridad, una vez que la
crisis no ha hecho sino ampliarse y profundizarse, que si ha de hacer
perdurar sus fines debe aspirar a colocarse por encima de cualquier
tentativa de poder constituyente que amenazara criterios
constitucionales, y supranacionales, establecidos a su imagen y
semejanza, o que tuviera, dicha “potencia constituyente”, así fuera como
aspiración más modesta, el despropósito de operar un cierto
desprendimiento, distanciamiento, o desconexión respecto a los contornos
y compromisos que su condicionalidad habría heredado, según las
apocalípticas apuestas de los “neoliberales a ultranza”, que anhelaban
verlo regir hasta para el final de los tiempos.
Hacia el umbral histórico del siglo XXI, el neoliberalismo se
proyectaba con un dominio inobjetable erigiéndose en “nueva razón del
mundo”, en “razón global”, lo que más allá de su reminiscencia
hegeliana, en cuanto a cargarse de un alcance a “escala mundial”, lo que
la dotaba de ese carácter es su cualidad de tender a totalizar, de
“hacer mundo” en términos de desplegar un poder para integrar y subsumir
todas las dimensiones de la existencia humana, de ponerlas a su
servicio y de servirse de ellas, “razón del mundo, es al mismo tiempo
una «razón-mundo»” (Laval y Dardot, 2013: 14). En este ángulo de su
complejidad, el orden que se está erigiendo en el mundo entero puede ser
bien recuperado en clave foucaultiana, esto es, el neoliberalismo
expresa:
…una racionalidad … tiende a estructurar y a
organizar no sólo la acción de los gobernantes, sino también la conducta
de los gobernados …[y]… tiene como característica principal la
generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa
como modelo de subjetivación… (Ibíd: 15)
Por vía de la racionalidad neoliberal, se ha hecho de las personas
un mecanismo transmisor de las lógicas que gobiernan su funcionamiento,
como si se tratase de una determinada parte de una máquina social, de la
que funcionalmente se deriva un desempeño autoregulado, de ahí el
interés de Foucault por discernirlo en clave biopolítica. Sin embargo,
la historia no se detuvo para reproducirse ad eternum al modo de
una reproducción interminable de tal código, registró ya al cierre del
siglo XX, por el contrario, dotaciones de rebeldía y acciones de
resistencia suficientes para intentar expresar otras dinámicas y no
doblegar de manera plena “el mundo de la vida” a la fijeza que la
gubernamentalidad neoliberal presumía haber alcanzado, en tanto manera
naturalizada de todo vivir.
Latinoamérica en tanto campo de lucha
Una pequeña muestra de que la historia no se somete a este tipo de
designios la ofrece América latina en su fase más reciente. Para
disgusto de quienes quisieran ver un horizonte histórico cancelado,
puesto a la medida justa para calzar a un cierto tipo de programa, el
nuevo siglo de nuestra América se abrió a otro tipo de aventura, se
permitió ofrecernos una imagen algo más alentadora. Mientras los grupos e
intereses identificados con el alto capital corporativo multinacional,
que se sirve de cómplices y comedidos esbirros para la entrega, de modo
complaciente (e incluso cínico, por celebratorio), de las últimas
reservas de riqueza y recursos, aspiraban a que esto aconteciera per se,
se toparon con un ciclo de movilizaciones (y con estallidos que se
fueron registrando paulatinamente por casi un cuarto de siglo, y en casi
toda la región) que fueron capaces de integrar y combinar un conjunto
de estrategias viables para inclinar el escenario y ponerlo a contramano
de las acciones combinadas de aquellos sectores que no mermaron en su
intención de ejecutar semejante alianza (propicia para perpetuar, con el
neoliberalismo, la colonialidad de nuestros países). Tales
agrupamientos o bloques, tildados de progresistas o incluso
desarrollistas y, por supuesto, neo-populistas entendieron que las
disposiciones de recursos (que monopólicamente proveen a los aparatos de
gobierno de rentas naturales, que de otra manera son apropiadas
“naturalmente” por el capital multinacional”) han de ser defendidas en
calidad de posibles basamentos para un futuro reclamo de políticas
soberanas. La historia, de nuestro anómalo inicio de siglo, cuando el
mundo se inclina cada vez más hacia las opciones políticas y los
pensamientos de derecha, no se sometió a tales caprichos, se disputó
tercamente, mostró que ella se fragua en el fuego lento de los
conflictos y amarres de fuerza. Y, también, que no hay garantía alguna
de los triunfos asegurados o plenos, más aún cuando se responde (como
diría Walter Mignolo) desde historias locales a diseños que son
globales.
América Latina es un campo de tensión y de conflicto donde se juega
y se ha jugado la deriva del neoliberalismo; de su imposición, del
intento de su retracción y ahora de un enigmático retorno. Si tomamos en
cuenta el corte estructural de los años 80 en adelante, tendríamos que
hablar de un esquema o modelo (el cual fue abiertamente aceptado como
“Consenso de Washington”, no casualmente en 1989) en ningún sentido
improvisado, sino sistemáticamente ensayado para una implementación
multisectorial y de emplazamiento reticular. Hubo (de los años ochenta
del siglo pasado en adelante) una naturalización de una visión negativa
de lo que en aquel momento se caracterizaba como el populismo, o el
ejercicio último de un cierto populismo histórico. Para un cierto
análisis de la crisis capitalista de los 70, había una naturalización de
que la “ineficacia gubernamental” era equivalente a ese tipo de
populismo, con lo cual se planteaba una cierta legitimidad a la
restructuración neoliberal que se fundamentaba en otros principios, que
reclamaban una eficiencia perdida. Pero esa legitimidad, ya desde
inicios de los años noventa, con el caracazo y el Ya Basta!!
Zapatista, se erosionó en varios terrenos, quizás no tanto en el aspecto
cultural e ideológico, pero sí en los ámbitos económico, social y sobre
todo en el ambiente político.
Una de las características que cruzaron transversalmente a este
tipo de procesos, que involucraron a una mayoría de nuestros países fue
justamente, en el terreno sociopolítico, la condición de imposibilidad
del capitalismo de aquel entonces, como el de ahora, de propiciar
lógicas de reducción de la pobreza. La pobreza fue el tema de moda de
los años 90, el BM, el BID, la CEPAL, estuvieron produciendo análisis
muy abundantes sobre esa cuestión, y para la producción de modelos de
intervención (biopolíticos) que evitaran que la agenda social de los
problemas se fuera hacia otra parte que no a la “gubernamentalización”
de las poblaciones, o a su franca aniquilación, cuando de la biopolítica
se ha pasado a la necropolítica (como es el caso, infortunadamente, en
el México de hoy, y lo llegó a ser en Colombia y en ciertos espacios
concentrados de otros países). Y, sin embargo, la pobreza fue solo una
de las condiciones que plantearon exigencias que condujeron hacia una
crisis en la representatividad política, para que éstos
resquebrajamientos colisionaran como crisis debían vincularse
dialécticamente con la contracara de la pobreza y la desigualdad: la
insultante concentración y acumulación de riqueza, por ingresos y
patrimonial, en unos cuantos capitalistas y grandes holdings de
negocios. Los partidos que habían hegemonizado o petrificado la
política, en un determinado momento, erosionaron su legitimidad, y la
del sistema político en general. De allí surgieron procesos políticos de
una alta movilización y erupción popular, pero no solo eso, sino que
expresaron cierta capacidad de moverse en paralelo, o incluso por fuera,
de los núcleos políticos que habían sido los dominantes hasta ese
momento. Conformaciones partidarias o articulación de movimientos, como
en su momento lo mostraron el MST y el PT con Lula da Silva, tentativas
de bloques y frentes, por fuera de los sistemas de partidos existentes
que, como en el caso de Hugo Chávez en Venezuela, de Rafael Correa en
Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia, combinaron virtuosamente una
práctica política que copó los campos de la movilización social, el
instrumento político (al modo de partidos) y la vocación en el ejercicio
de gobierno (con relativos grados de eficacia) y, en instancias de
agrupamiento regional (llegando a erigir hasta instituciones que
contuvieran en algo la agresión externa: ALBA, CELAG, etc.), tuvieron
que aprender, sobre la marcha, a combinar todo este conjunto novedoso de
políticas, y a batirse en escenarios cada vez más complejos, con
enemigos que no dejaron de jugar sus fichas. Y parece que por más
grandes que fueron estos esfuerzos, los enemigos son muy poderosos, y
“no cesan de vencer”, o de hacer lo propio para no brindar siquiera
algún instante de relativa tranquilidad.
Aunque algunos ejercicios de interpretación del neoliberalismo, o
con mayor precisión de “la razón neoliberal”, sin duda valiosos,
partían de asumir que “el debate en nuestro continente puede enmarcarse,
desde varios ángulos, al interior de un horizonte posneoliberal” (Gago,
p. 333), la progresión de los acontecimientos más recientes nos obliga a
proceder con mayor cautela. Habría que explicar el intento de salida a
la condicionalidad neoliberal (en la que, sin duda, se avanzó desde
nuestra región) en un marco global que no solo permaneció ganado por
este paradigma reconstructivo de lo social, sino que en su mismo
interior triunfaron las tendencias asociadas a los intereses más
conservadores. No es que se agotó la estrategia nacional-popular por una
especie de implosión de sus contradicciones, sino que sucumbió ante un
panorama agudizado de crisis que revirtió en esta región los avances y
expuso estos ensayos alternativos a un panorama sustantivamente más
agresivo e incólume, resentido y vengativo, por parte de las fuerzas más
influyentes del capital corporativo multinacional, que ven este momento
que les apuntala, como una oportunidad para obtener rendimientos, no
solo políticos sino económicos, para apuntalar rentabilidades y asegurar
concentraciones y acumulaciones. La tensión, en nuestra coyuntura más
inmediata, no hace más que reaparecer, las fuerzas de la derecha no
cesan en instrumentar su programa, y ello nos abre a una inmensa tarea
para tratar de orientar hacia la izquierda el campo político. Las
retóricas del “fin de ciclo” no contribuyen, a mi juicio, a esa
finalidad, parecieran alimentar, hasta sin quererlo, un horizonte de
desencanto.
Ciertas características, por las que se llegó a vislumbrar un
momento “posneoliberal” de la política, se han ido modificando, hacia
contextos de contradicciones más profundas, de coordenadas muy agudas en
los enfrentamientos, por las condiciones de un capitalismo envuelto en
una crisis brutal. El momento que estamos viviendo, si bien está
produciendo también un resurgimiento innegable de la desigualdad, que
muchos de los análisis internacionales están volviendo a poner en
discusión, no está conduciendo hacia articulaciones que se inspiren en
el valor inobjetable de “lo común”, o de un entendimiento en dirección a
reivindicar lo colectivo, en clara responsabilidad por el destino del
otro, que es el de uno mismo (Cano, 2015). Como nunca antes el
capitalismo está produciendo y reproduciendo condiciones de desigualdad y
de polarización social. No sólo es el hecho de los grandes
multimillonarios que no encuentran límite a su desmesura, sino de
condiciones progresivas que conducen hacia el desastre económico para la
mayoría de la población. Uno de los elementos que ha de analizarse es
el rumbo social que tales procesos están experimentando, el tipo de
conflictividad que está generando esta situación, el tipo de abertura en
la diferencia ontólogica de la existencia. Grietas, emergencias y
destellos en que pareciera que se celebra el sometimiento, y que éste
desata una politicidad que retro-alimenta, por ejemplo, el desencuentro,
el desencanto, la atomización, la salida individualizada del “sálvese
quien pueda”, una capitalización del resentimiento, ante lo que
ideológicamente se descalifica como acceso a ciertos regímenes de
privilegio, en donde el asunto del mal llamado privilegio no está ligado
al hecho capitalista, y la obtención de rendimientos, a las formas
cleptocráticas de acumular, sino a un cierto elemento de activación
política de sello conservador, adverso a lo público estatal, que incluso
es llevado a reclamar o legitimar un completo desmontaje de todo
régimen de derechos.
Lo que rige actualmente a la condición del capitalismo global es un
programa amplio por la pérdida de derechos, de una precarización
integral de la existencia; lo que sorprende es que las capas dominantes
encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados
militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de
afectados por dichos procesos. Ante ese paradójico rumbo, ya hay algunos
economistas, analistas políticos, psicoanalistas y filósofos que
introducen otro tipo de categorías para destacar ciertas hendiduras
analíticas más complejas, justo para recuperar, del derrotero
neoliberal, una disposición más dúctil en su modo de instrumentación. Se
habla así, por ejemplo, de “ordoliberalismo”, señalando un aspecto más
violento, barbárico, de un modo inmisericorde de atacar instituciones
sociales sin recaer, eso sí, en modelos de facto, una vez que se ha
reconocido la necesidad de travestir dichos planes (que siguen paso a
paso los manuales de desestabilización), bajo la mascarada de incidentes
parlamentarios, comisiones de investigación, o acciones de
judicialización de la política. En años recientes, y para varios países,
juzgados irresponsables, cuando no disidentes, hasta los golpes de
Estado se intentaron y auspiciaron de otro modo (el impeachment
en contra de la presidenta legítimamente electa de Brasil, Dilma
Roussef, el caso más reciente), en formas blandas que, no obstante,
fueron histéricamente ejecutados y patéticamente festejados.
El filósofo argentino Hugo E. Biagini (2014) formuló, por tales
razones, un término, simpático a mi juicio, y no por ello errado, y
menos impreciso, lo que llama “neuroliberalismo”. Una especie de
interiorización, como principio de actuación de la persona (no sólo
estoica, sino guerrera, la de la “ética del más fuerte”) que se ha
instalado como sentido común, esto es, disposición a la aceptación como
propios de los valores que legitiman las prácticas de los grupos
dominantes, y que se elevan a consignas sociales o mediáticas que
articulan, hasta con cierto “exceso de positividad” (Han, 2012), el
volcamiento subjetivo, cierta modalidad de ser susceptible de aceptar
dosis crecientes de entrega sacrificial. Este tipo de actitud ética
genera en correspondencia un muy específico proceso político, resultado
de las formas emergentes de eslabonamiento en las figuras nuevas de
subjetividad. Las transformaciones del capitalismo que derivan de la
imposición planetaria de la razón-mundo neoliberal, conducen a la
perpetuación del “discurso capitalista”, puesto que el ahuecamiento o
disolución del “significante amo”, efectúa una pequeña pero decisiva
desviación, e instala como agente del discurso a “un sujeto, el
sujeto-amo” (Alemán, 2014: 30) , vuelve “inviable la experiencia del
inconsciente”, no dejándole lugar al “punto donde efectuar su corte” y
le entrega de pleno a una circularidad irrompible e indetenible: el
capitalismo relanza la producción de la falta, lo que Marx detectaba
como generación creciente de novedosas necesidades, pero ya no la deriva
(la producción de la falta) de que haya necesitados insolventes, sino
de que los recrea en dicha condición,
…la falta como insaciabilidad incesante, como
carencia en demasía, que conlleva siempre exceso en el rendimiento del
sujeto, haciendo una «producción de sí mismo» sin la experiencia del
vacío … sin Castración … esa relación falta/exceso, sin mediación
simbólica que la ordene y sin construcción fantasmática que la sostenga,
excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como
mercancía, tornando así inviable la experiencia del inconsciente…
(Alemán, 2014: 32)
[…]
…el discurso capitalista condena a cada ser
hablante a ser «un individuo», a ser Uno, entre su ser de sujeto y su
modo de gozar. Cuando este Uno-individuo es capturado por las exigencias
de rendimiento propias del «empresario de sí» o por su reverso «el
acreedor» indefinido y sin solución simbólica, la producción de
subjetividad está cumplida…(Alemán, 2014: 35)
Si el mundo de la vida ya no tiende a ser jalado por la furia del
oprimido lo es, en parte, porque la gente “sin amo alguno se explota a
sí mism[a] de forma voluntaria” (Han, 2014: 12), quizá sea por ello que
la contracara de ese exceso de positividad (correspondiente a un orden
que se autorregula, como acción combinada de “sujetos de rendimiento”)
sea la dificultad de identificación de hacia dónde dirigir la potencia
de la negatividad, y la conformación de una muy peculiar dialéctica, no
de la historia como avance progresivo en la negación de la negación,
sino el registro de que la autocoacción (alimentada psicoanalíticamente
por la combinación de falta creciente y exceso de goce), enlaza una
serie de subjetivaciones y servidumbres, sean las de la deuda, la
precarización, la promesa de consumo, el autoencierro, o el despliegue
de ciertas formas de “autosatisfacción complaciente” por ventura del
involucramiento en un abanico creciente de éticas débiles, que recrean o
excluyen el autodotarse de forma en sentidos más densos o sólidos de la
vivencia o convivencia con “lo político”, la que debiera ser nuestra
condición por excelencia, y que la racionalidad neoliberal quisiera extirpar en cada uno de nosotros.
No ha de sorprendernos, sino llamar a nuestra reflexión, que
concurramos a la reedición del drama: una gran masa social, como para
construir mayorías electorales, le otorga nuevas oportunidades de saqueo
a sus anteriores verdugos. Todo ello apunta, sin embargo, a algo
diferente al autismo, al autoreferencialismo, al solipsismo monológico,
nos habla de ciertas determinaciones por aquello que refiere las
dimensiones del sujeto al mundo de la técnica, a sus engranajes y
operaciones, a programas que gobiernan la lógica de los dispositivos y
al modo cómo éstos inciden en los deseos y la acción. La voluntad, por
menguada que ella quiera verse, ha sido puesta en calidad de
reminiscencia arrojada al centro de una vorágine. Y, en el marco de
dicha captura, el mecanismo autoalimentado desvía o separa,
inevitablemente, a la persona y a su voluntad, de aquello que una
matriz, un eje, un vector de lo común pudiera simbolizar, o coagular, y
en tal sentido, potenciar en calidad de acción acrecentada de fuerzas
que tratan de eludir su autosometimiento porque intentan articularse
como “voluntad colectiva”, fraguada en la intención de dar forma a su
proyecto, y no al de una ajenidad (el sujeto-capital) que parece
indescifrable.
La detección que el joven Gramsci ofreció, en su momento, pareciera
hablarnos de lo que muy recientemente estamos presenciando y del reto
al que hoy concurrimos:
La masa de los hombres abdica de su voluntad,
deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede
cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta popular podrá
derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá
derrocar. (Gramsci, 2011: 19-20)
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OTRA COSA: Estados Unidos ordena salir de Venezuela a las familias del personal de la embajada en Caracas
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OTRA COSA: Estados Unidos ordena salir de Venezuela a las familias del personal de la embajada en Caracas