25/09/2024 Raúl Rojas / Samuele Mazzolini / Jacopo Custodi
Cargos y representantes de Podemos saludan desde el escenario en el cierre del Congreso de Vistalegre. / Manolo Finish
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Este año se cumple una década del nacimiento de Podemos, el partido que emergió al calor del movimiento 15M y que desafió la austeridad en las plazas de las principales ciudades de España. En sus primeros días, todo parecía posible. Pronto lideraba las encuestas nacionales con más del 20 por ciento de apoyo, augurando superar al Partido Socialista (PSOE) y crear un terremoto en el sistema de partidos que perduraba, en España, desde la transición a la democracia a finales de la década de los setenta.
Pero mucho ha cambiado desde ese entonces. Hoy, la representación de Podemos en el Congreso español se ha reducido a solo cuatro diputados. En su apogeo, tenía setenta y uno. En las elecciones de junio al Parlamento Europeo, Podemos y su vástago, Sumar, se presentaron por separado y obtuvieron solo un 3,3 y 4,7 por ciento respectivamente.
Podemos irrumpió en la escena adoptando una estrategia populista inspirada en la izquierda latinoamericana y en el trabajo del teórico político argentino Ernesto Laclau. Se apartó de las lógicas, discursos y símbolos tradicionales de la izquierda española. En vez de enmarcarse en oposición a la derecha, buscó apelar al “pueblo” frente a la “casta”. Pero su estrategia se vio muy pronto dividida en dos facciones opuestas.
La primera, liderada por Pablo Iglesias y conocida como “pablismo”, abogaba por un regreso a una identidad abiertamente izquierdista. El segundo al mando de Podemos, Íñigo Errejón, reunió a aquellos que querían mantener la hoja de ruta populista: construir mayorías amplias alrededor de un discurso deliberadamente ambiguo, lo suficientemente amplio como para incluir a sectores diversos de la población no politizados. El “errejonismo” acabó dejando el partido para formar su propio grupo, Más País, que ahora forma parte de Sumar.
La estrella de Podemos brilló intensamente, pero demasiado rápido. Se enfrentó a condiciones externas realmente desfavorables: un sistema parlamentario y una ley electoral diseñados para favorecer el bipartidismo, y una campaña mediática y judicial sin precedentes destinada a desacreditar al partido con noticias falsas y vigilancia policial ilegal. Además, tras su impresionante éxito inicial, surgieron otros partidos de derecha y ultraderecha, intentando capitalizar también la misma crisis social, económica y política que atravesaba el país. Por si fuera poco, en 2017, el proceso de independencia catalán cambió el enfoque de la preocupación pública de la crisis económica a la crisis territorial, cambiando la oposición de “el pueblo versus la élite” a “Cataluña versus España”.
También hubo, por supuesto, factores internos clave en el declive de Podemos, ya ampliamente analizados: varios autores han criticado su modelo organizativo vertical, su constante electoralismo, su culto al liderazgo, así como el descrédito provocado por sus constantes conflictos internos.
Pero un elemento de esta historia ha pasado desapercibido. Además de todos estos factores externos e internos, otro problema que impidió el éxito continuo de Podemos fue cierto elitismo cultural. Es un problema que parece estar afectando a muchas fuerzas contemporáneas de izquierda en toda Europa, y por lo tanto merece un examen más detallado. Para comprenderlo debemos atender brevemente a los fundamentos teóricos de Podemos y a cómo evolucionaron.
Menos identidad, más identidad
Ernesto Laclau define el populismo como la construcción de una frontera que polariza a la sociedad en torno a un solo antagonismo: el pueblo frente a un enemigo, acusado de frustrar sistemáticamente sus demandas. Así, una operación política populista busca unificar esas quejas populares, que pueden ser muy diferentes y tener poco que ver entre sí. ¿Cómo? Apoyándose en su rasgo común: su igual confrontación con esa élite. Cuando tales grupos variados tienen un enemigo común, dejan de verse a sí mismos como diferentes, y esto genera una nueva identidad popular: una nueva subjetividad política que antes parecía imposible debido a sus diferencias internas. Las crisis políticas, económicas o sociales ayudan en este proceso, claro. Fomentan el descontento popular, proporcionando un terreno fértil para la creación de una oposición frontal al establishment.
Esto implica dos cosas. En primer lugar, las características específicas de cada grupo deben quedar de lado, al menos en cierta medida, para permitir el surgimiento de esta nueva identidad compartida. En segundo lugar, cualquiera que aspire a liderar al pueblo debe ser identificable como su representante. Por esta razón, también quienes aspiren a tal liderazgo deben minimizar sus propios rasgos específicos, mantener un grado de ambigüedad, y elegir cuidadosamente las características que adoptan si desean convertirse en el símbolo de una comunidad tan amplia y diversa, por tanto, tan poco definida –un “significante vacío” en la terminología de Laclau–.
Karl Marx ya sabía que no es suficiente defender los “intereses” de alguien para que se identifiquen con la opción política que representas. ¿Cómo hacer que millones de personas se identifiquen contigo? Los fundadores de Podemos entendieron que, por mucho que la izquierda defendiera a la mayoría social, pocas personas en España se identificaban con el vocabulario y la simbología de la izquierda.
En consecuencia, no solo centraron su discurso en “el pueblo contra la élite”, sino que también abandonaron los símbolos tradicionales. Por ejemplo, eligieron el color morado en lugar del clásico rojo socialista, y muchos de ellos reemplazaron el puño en alto por el signo de la V. Su lenguaje era directo y coloquial, evitando el tecnicismo y los eslóganes de la izquierda.
Se centraron en crear campañas de marketing político explosivas y en construir una marca atractiva, en contraste con el estilo más complicado de la izquierda tradicional. Entendieron que una campaña electoral no es solo una fase de “cosecha” de lo que se ha sembrado durante años anteriores de organización política, sino un período en el que las identidades políticas pueden construirse a un ritmo más rápido. Y rechazaron la idea de desempeñar un papel meramente “testimonial” de integridad moral, alejado de la gente común, papel que, a su juicio, había asumido la izquierda hasta entonces.
Al mismo tiempo, Podemos intentó resignificar elementos del sentido común de las personas. Por ejemplo, habló de amor a la patria y se presentó como el único movimiento realmente patriótico, aunque desde la era de Franco esta noción había sido tradicionalmente asociada con la derecha. El objetivo era establecer una nueva identidad española fresca y enraizada en un ethos o espíritu nacional-popular, no solo para obtener legitimidad, sino también para reinterpretar la identidad española en términos progresistas y así recuperarla de manos de la derecha.
Lo alto vs. lo bajo
Cuando hablamos del “establishment,” imaginamos un mundo de suelos alfombrados, trajes bien planchados, lenguaje educado y modales impecables dignos de un presidente. Esto es lo que el politólogo Pierre Ostiguy llama la dimensión “alta” de la política. En períodos de estabilidad, en los que los gobiernos satisfacen lo suficiente las demandas populares como para ser vistos como legítimos, estas formas y protocolo son lo que se espera de un líder político. Pero, como argumenta Ostiguy, cuando el statu quopierde legitimidad, los nuevos líderes tienden a alejarse de esa imagen y encarnar la dimensión popular.
En su lugar, optan por una orgullosa exhibición de lo “bajo”, lo plebeyo (que, por supuesto, varía en función de cada país). En consecuencia, una estrategia populista implica no solo una capa descriptiva (es decir, la articulación de demandas no satisfechas en una nueva identidad y la identificación de un enemigo común), sino también una performativa: el “pueblo” debe verse representado en las maneras, formas de hablar y actuar del supuesto líder, no solo en el contenido literal de su discurso. Esto lo vemos en los líderes actuales como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Andrés Manuel López Obrador o el ya difunto Hugo Chávez, famosos por su forma grosera y directa de hablar, sin suavizar ni contener declaraciones controvertidas.
Esta identificación con un líder o con un proyecto político recuerda las reflexiones freudianas sobre el superyó. El sujeto con el que nos identificamos políticamente tiene una doble naturaleza: debe ser inalcanzable e imitable al mismo tiempo. Inalcanzable porque siempre está más allá de nuestro alcance: precisamente por eso puede funcionar como un ideal moral. Sin embargo, también necesita estar lo suficientemente cerca de nosotros para ser imitable y, así, satisfacer nuestra necesidad de sentirnos bien con nosotros mismos, con nuestra imagen, a través de la identificación con ese líder (lo que Freud llamaba “satisfacción narcisista”). ¿Qué ocurre cuando esto no es así, cuando un modelo se vuelve inalcanzable? Que comienza a volverse un mero elemento represivo: genera sentimientos de inferioridad y frustración. En comparación con él soy deficiente, malo, tonto, vago, irresponsable… (dependiendo de los valores que encarne ese ideal). De modo que, a largo plazo, el deseo de imitar este modelo se desvanece ya que no aporta beneficio psicológico, y la situación de superioridad de los que están “arriba” no se reconoce como justa. Entonces, surge un espacio político para nuevos líderes.
Esto, según Freud, es lo que explica la psicología de las masas: el colectivo encuentra en su líder carismático una especie de superyó común externalizado y encarnado. Es alguien a quien imitar y en cuyo reflejo te sientes mejor de lo que te sentías en algún espejo moral anterior. Por ejemplo, la crisis de 2008 y la recesión subsiguiente condenaron a millones de personas a verse a sí mismas como personas fracasadas, que habían vivido por encima de sus posibilidades y eran responsables de su propia ruina repentina. Solo era cuestión de tiempo que líderes de cualquier lado del espectro político aparecieran para ofrecer nuevos marcos que permitieran a la gente reinterpretar su destino de una manera que apaciguara su culpa y frustración.
Elitismo cultural
Como Thomas Piketty argumenta en Capital e Ideología, la composición sociodemográfica de la izquierda occidental ha cambiado mucho desde la década de los setenta. Hasta entonces, dirigía principalmente su discurso a la clase trabajadora, de la cual recibía su principal apoyo electoral, mientras que la derecha apelaba y dependía tanto de élites económicas como culturales. Pero, en los últimos años, la tendencia ha cambiado. La derecha ha seguido apelando a las élites económicas, la izquierda ha apelado cada vez más a las élites culturales, y la clase trabajadora manual ha ido cayendo en la abstención, al menos hasta los últimos años, cuando el populismo de derecha ha comenzado a cosechar ese voto abandonado.
En España, este proceso no ha ocurrido exactamente de esta manera: el voto al PSOE es mayor cuando menor es la clase social y el nivel académico. Sin embargo, los votantes de Izquierda Unida y de Podemos son, en su mayoría, graduados universitarios, con un mayor capital cultural. El estereotipo del “izquierdista español” posee una serie de rasgos consistentes con ese capital cultural: maneras complicadas de hablar, difíciles de entender, así como la tendencia a alardear de unos hábitos de consumo cultural de nicho.
Estas son expresiones de lo que llamamos elitismo cultural. Como argumentaron Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, las élites mantienen su estatus acumulando “bienes de distinción” que permiten ser visto como alguien exclusivo, alguien diferente y especial (no vulgar). En el caso de bienes materiales, esa exclusividad se asegura con precios muy altos. En los bienes culturales, haciendo difícil su comprensión, aunque esto no significa que las élites culturales restrinjan el acceso a la cultura deliberada y premeditadamente.¿Por qué? Porque esa ritualización de la cultura que la hace inaccesible (incomprensible) para la mayoría se aprende junto con la adquisición de la propia cultura. Todas las élites adquieren, normalmente desde la infancia, maneras de actuar que las diferencian del resto de las personas, como modos educados de hablar, de comer en la mesa, incluso de andar o de sentarse en una sala de espera. Esto es lo que Bourdieu llama el habitus. Así, cuando se adquiere la cultura, por ejemplo en la universidad, se la adquiere junto con el modo en que está formulada, de forma que, de manera natural (no premeditada) luego se la reformulará de ese mismo modo. Y ese es un modo (especialmente en las humanidades y ciencias sociales) que suele ser oscuro. Obviamente, el elitismo cultural no equivale al elitismo económico, y pertenecer a la élite cultural no es, en absoluto, una garantía de riqueza económica, especialmente en el mundo de hoy. Pero juega un papel importante en la no identificación entre personas que pueden tener medios económicos bajos pero un capital cultural diferente.
A lo largo de la historia de Podemos, algunos de sus líderes han demostrado un elitismo cultural cada vez más visible. Siguiendo la terminología de Ostiguy, estos líderes, aunque inicialmente capaces de distanciarse de ciertas actitudes con las que comúnmente se identifica a la izquierda, no pudieron abandonar genuinamente lo “alto” y encarnar lo “bajo”. Esto dificultó que muchas personas trabajadoras se identificaran con ellos. Paradójicamente, fue la facción de Errejón la que mostró actitudes más claras de superioridad cultural, a pesar de su proclamada estrategia populista, formando un club cerrado a menudo percibido como inaccesible, opaco y exclusivo.
Al hablar, líderes como Errejón y sus principales aliados mostraban tal inteligencia y cultura y tal manera de hablar que cavaban una zanja entre ellos y el pueblo. A diferencia del populismo de izquierda latinoamericano del cual afirmaban inspirarse, los líderes de mentalidad populista de Podemos replicaron las actitudes de las élites urbanas altamente educadas (insistimos, no necesariamente adineradas) (...)
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OTRA COSA: CTXT. La resaca de la invasión cheli, de Jesús López-Medel
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