David Torres Escritor
Garamendi en el 'Forbes Spain Economic Summit'.Estos días, con motivo de la propuesta de la reducción de la jornada laboral a 37 horas y media, ha vuelto a la palestra el viejo debate de la cultura del esfuerzo, una historia que se remonta por lo menos al Génesis, cuando Adán y Eva vivían a la bartola, como si presidiesen la CEOE, y Jehová les dijo que movieran el culo, que ya estaba bien de no dar golpe. Precisamente desde la presidencia de la CEOE, Antonio Garamendi vino a alumbrar la cuestión poniendo de ejemplo a Carlos Alcaraz, un gladiador del tenis que difícilmente hubiese llegado a número uno mundial entrenando 37 horas y media a la semana. En lugar de Alcaraz, Garamendi podía haber puesto de ejemplo a cualquier camarero de los que se desloman diez o doce horas diarias, pero entonces no le iban a salir las cuentas, ni en el top ten de camareros ni en los cincuenta millones de euros en los que se calcula la fortuna de Alcaraz. Debe de ser porque los camareros no se esfuerzan lo suficiente.
Hablando de camareros, Jordi Cruz dice que hoy los jóvenes ya no quieren trabajar en la hostelería y que se ha perdido la pasión por el oficio. Según Cruz (a quien el apellido le va de molde), antes los cocineros y camareros le metían hasta catorce horas diarias siguiendo una disciplina espartana y estaban encantados del sacrificio. Sólo le falta añadir, como aquel jefe de ventas de la extinta librería Crisol, un establecimiento penal donde los condenados vestíamos de amarillo: “Aquí la gente tiene que elegir entre su trabajo o su vida”. Es realmente conmovedor ver a estos cuecehabas televisivos convertidos en negreros, reinstaurando la libre explotación laboral y soñando con cocinas kilométricas abarrotadas de esclavos felices limpiando cacerolas, cantando spirituals y sacando brillo a sus estrellas Michelin.
Merece la pena detenerse un poco en esa “pasión por el oficio” de la que habla Jordi Cruz, porque no hace falta ser un lince etimológico para comprender que “pasión” viene de “padecer” y que el ejemplo supremo de pasión no es el romance despelotado que él se figura sino el sufrimiento de Cristo lacerado, golpeado y clavado, sí, a una cruz, querido Jordi. Lo que importa no es un sueldo de mierda ni los domingos transformados en lunes, sino disfrutar sin cortapisas de una jornada laboral interminable enamorándose locamente de unas albóndigas. Así se entiende la vehemencia de Garamendi, quien, cuando era niño, aprendió la cultura del esfuerzo doblando navíos en la Compañía Marítima del Nervión, donde su padre era presidente, igual que Marta Ortega empezó doblando camisetas en Zara.
A todo esto, aparece Toni Nadal, entrenador y tío de Rafa Nadal, y va y suelta que a él le gusta el trabajo, pero “para algunos en este país, el trabajo es un castigo del Señor”. La frase tiene su miga, en primer lugar, porque olvida que, en efecto, según el mandato bíblico, el trabajo es un castigo divino (“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”) y en segundo lugar, porque no es lo mismo calibrar raquetazos y repasar videos de tenis que picar carbón en una mina. No sé, llámenme ignorante, llámenme excéntrico, pero los videos de Toni Nadal entrenando con su sobrino, lanzándose pelotazos a uno y otro lado de la pista, es lo más parecido que he visto a las vacaciones de un niño pijo. Quizá la de entrenador de tenis sea una profesión como la de ginecólogo, que trabajan donde otros se divierten.
Por último, para rematar la faena, viene Feijóo y elogia la cultura del esfuerzo en la Generalitat, asegurando que si todos trabajasen igual que Mazón a la Comunidad Valenciana le iría de maravilla. A punto de cumplirse el aniversario de una catástrofe que se saldó con más de doscientos muertos y varias poblaciones arrasadas mientras el presidente de la Generalitat estaba a por uvas prensadas, el comentario de Feijóo oscila entre el cinismo criminal, el humor negro y el encefalograma plano. Todavía no sabemos si aquel día en el Ventorro Mazón estaba trabajando de pie, sentado o tumbado, pero el esfuerzo de llevarse la copa a la boca debió de ser sobrehumano: como que se tiró cinco o seis horas fuera de cobertura. Se llega a esforzar un poco más y la riada borra a Valencia del mapa. Ya advertía Oscar Wilde que el trabajo es la maldición de la clase bebedora y el refugio de los que no tienen nada que hacer. Quizá el mundo sería un poco mejor si algunos se quedaran bien quietos.
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