Fabian Scheidler 4/02/2025
Extracto de la introducción del libro
La Bolsa de Nueva York en 2019 durante una visita de Melania Trump. / The White House (Dominio público)El 25 de enero de 2017, pocos días después de la toma de posesión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Ante los frenéticos vítores de operadores y accionistas, el índice Dow Jones alcanzó por primera vez en la historia el umbral de los 20000 puntos. El mismo día, las manecillas del llamado ‘reloj del juicio final’ se movieron a dos minutos y medio para la medianoche. Fue lo más cerca que habían estado desde 1953, cuando se detonaron las primeras bombas de hidrógeno. El reloj refleja las valoraciones que destacados científicos hacen de los peligros inminentes de la guerra nuclear, la destrucción del medio ambiente y las tecnologías de alto riesgo. Desde 2025, solo quedan 89 segundos. El éxtasis de los accionistas y la proximidad de la medianoche de la humanidad: es difícil expresar con mayor claridad que nuestro sistema económico actual está en rumbo de inminente colisión con la Tierra y sus habitantes. El júbilo del mercado de valores es nuestro hundimiento.
Actualmente somos testigos de cómo todo un planeta que tardó cuatro mil millones de años en evolucionar se está destruyendo en una máquina económica global que produce enormes cantidades de bienes y a la vez enormes cantidades de residuos, una riqueza exorbitante para unos pocos y una masiva pauperización, una ociosidad sin sentido y un exceso de trabajo permanente. Si nos visitara un extraterrestre obviamente pensaría que este sistema es una locura. Y, sin embargo, no carece de cierta racionalidad. El núcleo duro de esta racionalidad consiste en la multiplicación interminable de columnas de números en las cuentas de un grupo relativamente pequeño de personas: hoy en día 26 hombres poseen tanto como la mitad más pobre de la población mundial. Aumentar absurdamente las fortunas de una pequeña y poderosa casta de superricos parece ser el único objetivo que le queda a la Megamáquina global. Se está devastando la Tierra por tales cifras de riqueza que crecen sin cesar.
En el fondo, todo el mundo sabe del poder destructivo que tiene este sistema, que está enfermo y que nos hace enfermar. En Alemania, por ejemplo, según los sondeos, el 88 por ciento de las personas encuestadas desearía un sistema económico diferente. También, en Gran Bretaña y Estados Unidos, la aceptación de la economía capitalista disminuye rápidamente, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Atrás quedaron los días de júbilo por el progreso y la euforia del mercado. Casi todas las personas con las que he hablado en los últimos diez años —sean conservadoras, de izquierdas, ecologistas, jóvenes o mayores— ya no creen en el futuro del sistema, cuando se sinceran y se quitan sus máscaras profesionales. Sin embargo, al mismo tiempo, prevalece un desconcierto angustioso. Los engranajes, aunque obviamente destructivos, parecen imparables. Tras el fiasco de décadas de negociaciones sobre el clima que no lograron objetivos de reducción vinculantes, conferencias estériles sobre el hambre en el mundo y, en el mejor de los casos, solo unas reparaciones cosméticas del ultrajante sistema financiero mundial, casi nadie confía que los gobiernos inviertan la tendencia global. Aunque, cada día que pasa, aumenta más el conocimiento sobre las desastrosas consecuencias de ‘seguir como hasta ahora’, los ‘capitanes’ de la Megamáquina mantienen a todo vapor su rumbo hacia la inevitable colisión.
Esto resulta mucho más extraño cuando hay alternativas, que algunos pretenden ignorar. Casi todos los ámbitos de nuestra sociedad y nuestra economía podrían organizarse de forma completamente distinta. Por ejemplo, en pocos años toda la agricultura del planeta podría convertirse en ecológica ahorrando así una parte considerable de las emisiones de gases de efecto invernadero; un sistema monetario orientado al bien común podría sustituir al actual casino financiero y desde hace décadas existen conceptos de energías renovables descentralizadas, sistemas de transporte público inteligentes, una división equitativa del trabajo y de ciclos económicos regionales. Todo esto sería posible si… ¿Sí qué? ¿Quién o qué está bloqueando estas posibilidades y para qué? ¿Por qué una civilización que se presenta en todo el mundo como portadora de la razón y del progreso es incapaz de cambiar de rumbo para salir de un sendero evidentemente suicida?
Mi enfoque es responder a estas preguntas contando una historia. Cuando no podemos explicar el comportamiento de alguien, cuando pensamos que está loco, a veces ayuda contar su historia. La gente, rara vez, hace algo sin motivos. Aunque tales motivos a menudo no se encuentran en el presente, sino en el pasado, donde se han forjado los patrones de este comportamiento. Solamente quienes conocen su propia historia, pueden cambiarla. Y lo mismo ocurre con los sistemas sociales, que están constituidos por personas.
Los mitos de la modernidad
La culpa de habernos metido en una senda mortífera se atribuye, a menudo, al triunfo de las políticas neoliberales que, en las últimas décadas han provocado una exacerbación de la desigualdad social y la destrucción del medio ambiente. Aunque, las causas son mucho más profundas; el neoliberalismo es la última fase de un sistema mucho más antiguo que, desde sus inicios hace unos 500 años, se ha basado en la depredación. Este libro aborda la historia y la prehistoria de este letal sistema, que ha sido extendido por todo el planeta, en un movimiento expansivo sin precedentes, y que ahora está llegando a sus límites.
Se puede considerar esta historia de maneras muy diferentes. La versión estándar —el mito de la civilización occidental— habla de un proceso de progreso logrado con duros esfuerzos que, a pesar de todas las adversidades y reveses, ha conducido finalmente a más prosperidad, más paz, más conocimiento, más cultura y más libertad. En esta versión, las guerras, la destrucción medioambiental y los genocidios se ven como deslices, recaídas, retrocesos o efectos colaterales indeseables de lo que, en conjunto, es un proceso beneficioso hacia una sociedad cada vez más civilizada.
Cada sociedad cultiva su mito que fundamenta y justifica su orden específico. Sin embargo, el problema de estos mitos es que no solo nos dan una imagen distorsionada del pasado, sino que también disminuye nuestra capacidad para tomar las decisiones correctas en el futuro. Si creo que llevo mucho tiempo caminando por el camino correcto que acabará conduciéndome a paisajes florecientes, seguiré recorriéndolo, aunque el camino se vuelva cada vez más accidentado, aumente la devastación a mi alrededor y se me acaben las provisiones de agua. Pero inevitablemente llega un momento en que me pregunto si mis mapas son correctos, si los he interpretado correctamente y si es posible que no sea el sendero adecuado. Este es el punto en el que nos encontramos hoy. El desconcierto generalizado puede conducir a un momento decisivo en el que hay que pararse para escrutar los mapas con visión crítica, redibujándolos allí donde eran evidentemente erróneos y redefiniendo la propia situación.
La reorientación empieza por cambiar el punto de vista. Desde el punto de vista de los vencedores de la historia, entre los que suelen encontrarse los que escriben los libros de historia, la saga del progreso tiene perfectamente sentido. Por ejemplo, mientras escribo estas líneas, estoy sentado en una habitación con calefacción, bebiendo café, mirando por la ventana y observando cómo caen las hojas de los árboles en otoño mientras mi hija juega en una bonita guardería, a la vuelta de la esquina. Todo parece ir bien en el mundo. Al menos en la pequeña porción de tiempo y espacio que puedo abarcar en este momento.
Pero en cuanto amplío la perspectiva y cambio el enfoque, aparece una visión completamente distinta. Por ejemplo, el guardia de seguridad en Irak que vigila el oleoducto por el que pasa el gasóleo de mi calefacción y que perdió a la mitad de su familia en la guerra, ve una parte diferente del mundo y ha vivido una historia diferente; y el triunfo del sistema del que se trata tiene un significado bien distinto para él. Lo mismo ocurre con la campesina que cultiva café en Guatemala o el trabajador de una mina de coltán del Congo que extrae de la tierra los minerales, sin los cuales mi ordenador no funcionaría. Aunque no las conozca, estoy conectado con todas estas personas; y si quiero contar una historia realista del sistema en el que vivo, debo contar también sus historias y la de sus antepasados. En otras palabras, debo salir de mi burbuja protectora y mirar el mundo a través de los ojos de las personas cuyas voces suelen ser ahogadas por los megáfonos del poder.
Desde esta otra perspectiva, la expansión de los últimos 500 años, partiendo de Europa, se revela como una historia que, para la mayor parte de la humanidad, ha estado asociada desde el principio con el desplazamiento, el empobrecimiento, la violencia masiva —hasta el genocidio— y la destrucción del medio ambiente. Esta violencia no es cosa del pasado, no es una «enfermedad infantil» del sistema, sino uno de sus componentes estructurales permanentes. Hoy en día lo atestigua la inminente destrucción de los medios de subsistencia de cientos de millones de personas provocada por el caos climático que se va agravando (...)
......................
OTRA COSA: CTXT. Gracias eternas, García-Gallardo, de Gerardo Tecé
No hay comentarios:
Publicar un comentario