Miguel Ángel Ortega Lucas 20/06/2024
García Márquez, Leonard Cohen y Amy Winehouse son tres ejemplos de la gestión póstuma de una obra inédita
Imagen empleada para ilustrar una muestra sobre Gabriel García Márquez en Buenos Aires. / Soledad Amarilla / Ministerio de Cultura de la Nación
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Debe de haber algo en todos nosotros que se parezca a Franz Kafka, así como otro algo, simétrico y complementario, que se parezca a Max Brod: el amigo que desobedeció a Kafka, una vez muerto éste hace ahora un siglo exacto, y no sólo se negó a destruir su obra inédita, sino que la entregó en cueros al mundo. Algo en todos nosotros puede ser Kafka alguna vez, pretendiendo arrojar a la hoguera aquello a lo que antaño nos consagramos; sea por hartazgo o por pudor, por autoexigencia o por mandar al mundo, y a uno mismo, simbólicamente a la mierda. Muchas veces se nos subleva por dentro un Max Brod que nos lo impide. Cuál de los dos tiene razón es una cuestión que ni siquiera uno mismo está capacitado a responder: menos aún cuando se trata de otros.
Varias situaciones muy distintas, pero comunes a ese dilema, han coincidido en los últimos tiempos. Tenemos el caso de la cantante británica, muerta hace ya trece años, Amy Winehouse (1983-2011); a quien difícilmente podemos imaginar dictando testamento sobre sus cuadernos de instituto, ni sobre nada en general. Sí era previsible que su querido daddy, Mitch –dotadísimo trepa que volvió a su vida sólo cuando se hizo famosa, y para exprimirla hasta que ya no pudo más–, desvalijara la tumba de la faraona junto con la mummy, y auspiciara la publicación de sus diarios íntimos en el volumen Amy Winehouse: en sus propias palabras, publicado el pasado otoño. Por supuesto, jamás pensando en la caja sino en los fans, a quienes el papá de Amy ha consagrado sus mejores días como se consagró Kafka a la lengua alemana.
También tenemos el caso, menos reciente pero más relevante, del druida cantor Leonard Cohen (1934-2016); de la edición póstuma de su primera novela, inédita durante 55 años, titulada A ballet of lepers (Ballet de leprosos; escrita en 1957). En cada reseña se ha recogido la misma salmodia: que el propio Cohen dijo –no sabemos cuándo ni a quién– que ese libro era para él “mejor” que El juego favorito (1963), su novela siguiente y casi único éxito narrativo –si tenemos en cuenta que la más célebre Hermosos perdedores (1965) no fue bien recibida en su época–. Pero surgen preguntas serias aquí. La más inmediata: si Cohen consideraba tan buena A ballet of lepers, ¿cómo es que no quiso darla a conocer durante los cincuenta años siguientes, cincuenta, en que pudo hacerlo? Existe una declaración mucho más reveladora de Cohen sobre ese libro, recogida por Alberto Manzano en su biografía sobre él –aunque, de nuevo, Manzano tampoco consigna de dónde sale esa declaración; como muchas otras–: “Odié cada minuto que pasé escribiéndola… Recuerdo que escribí sobre ella la palabra socorro. Evidentemente, nadie quiso publicarla”.
Hay otra duda más espinosa, relacionada con un hecho que no debiera pasarse por el alto: los hijos de Cohen, Adam y Lorca, se querellaron en 2022 contra el exmánager de su padre, Robert Kory, acusándole –con pruebas– de haber sustraído una página clave de un documento legal para erigirse en el principal fideicomisario de su obra; también de haber hecho firmar a Leonard una página fraudulenta cuando estaba muy medicado, meses antes de morir. Reclamaban al tribunal estadounidense desposeer a Kory de su función y hacerle devolver todo el dinero ganado en comisiones de manera espuria. Kory se defendió diciendo que había firmado aquellos papeles “sin mirar”. Los hijos le respondieron que razón de más para no fiarse de él. Según se desprende de lo aparecido en la prensa anglosajona en el otoño de 2022, la misma época en que se elevó la querella, el responsable último de la publicación de Ballet de leprosos es Robert Kory, que hasta aquel momento al menos gobernaba el ingente archivo informático de Cohen (no hay más noticias de momento sobre el pleito). La pregunta obligada: ¿quién quiso realmente publicar ese libro?
El último y principal caso que nos ocupa no tiene nada que ver con el fraude. Sí con el dilema entre –digamos– los respectivos Franz Kafka y Max Brod de algunas personas: los familiares del chamán colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014). Más concretamente sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha. Hace poco vio la luz En agosto nos vemos, la última obra en que trabajase el Nobel antes de que la demencia devastara del todo sus facultades –presumiblemente rebasados sus 80 años–. “En agosto nos vemos fue el fruto de un último esfuerzo por seguir creando contra viento y marea”, dicen sus hijos en el prólogo.
Pero su origen data de mucho antes. Según recuerda en una nota el editor, Cristóbal Pera, G. M. leyó el primer capítulo del libro en un encuentro en 1999 en la Casa de América de Madrid (lo publicaría El País acompañado de una entrevista con él de Rosa Mora). La última versión de las cinco que conoció En agosto nos vemos data de julio de 2004, tras terminar sus memorias y su última novela publicada en vida (Memoria de mis putas tristes). Con un detalle clave: en la primera página de esa última versión de 2004 –reproducida en facsímil en el volumen ahora editado– anota de su puño y letra: “Gran OK final”. Pero también, con tinta roja: “¿Es el mejor?” (¿es el mejor final?); y también, a lápiz: “Ojo: probable cap. final” (quizás le rondaba la idea añadir otro capítulo de colofón; pero quién puede saberlo).
Lo que sí podemos saber es que, en esos diez años siguientes hasta su muerte, con mayor o menor lucidez, decía a sus hijos: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”… “No lo destruimos”, apuntan ellos, “pero lo dejamos a un lado, con la esperanza de que el tiempo decidiera qué hacer con él”. Otros diez años después, los pasados hasta ahora, Gonzalo y Rodrigo concluyen que En agosto nos vemos tiene “muchísimos y muy disfrutables méritos. No está tan pulido como sus más grandes libros, pero nada que impida gozar de lo más sobresaliente de su obra”.
Es cierto: en ese libro tiembla de manera inequívoca el pulso de García Márquez. Su ritmo, su carpintería estructural y su dominio del tiempo; su poética para esbozar en tres brochazos un personaje, un estado de ánimo o un encuentro sexual, y para hacer a la página transpirar el calor suntuoso del Caribe. Su aliento traslada al lector de inmediato a su universo, con un remate en que resuena el diálogo final del coronel que esperaba la pensión del gobierno, y también un detalle mortuorio que ya estaba en Macondo y en la propia juventud del autor… Pero también es cierto, sí, que puede resultar un final un tanto abrupto; como si el relato encallara antes de haber redondeado el viaje de la protagonista; como si faltara algo decisivo para definir del todo el relieve del corazón de esa mujer, Ana Magdalena Bach, y sus razones para hacer lo que hizo.
Dicen Gonzalo y Rodrigo García que tal vez la misma enfermedad que le usurpó la memoria tampoco le dejó ver los méritos de esa novela corta: “En un acto de traición, decidimos anteponer el placer de sus lectores. Si ellos lo celebran, es posible que Gabo nos perdone. En eso confiamos”. También es posible que ese acto de “traición” fuera para ellos, en el fondo, un acto de reparación; una venganza postrera contra la enfermedad de su padre: la demostración de que, a pesar de todo, podía.
Contaba Antonio Machado en su Juan de Mairena: “Conocí en Soria, en 1908, a un señor Noia, segundo marido de la madre de la mujer de Bécquer [sic]. Este señor me regaló como presente de boda dos autógrafos de Bécquer; composiciones inéditas que seguramente él no hubiera publicado. Yo las quemé en honor y memoria del divino Gustavo Adolfo”.
También contaba Rafael Martínez Nadal, amigo íntimo de García Lorca (en esta entrevista en TVE con Joaquín Soler Serrano), que, al consultar con el poeta Blas de Otero la conveniencia de publicar algunos poemas inéditos y en algún caso “desechados” por Lorca, Otero le dio un no rotundo, por considerarlo una falta de respeto al muerto. Nadal llevó entonces a la mesa tres de esos poemas (uno de ellos Infancia y muerte, del ciclo de Nueva York) y se los leyó. Blas de Otero exclamó entonces: “¡Publícalos!”.
PS: García Márquez quedaría para siempre en deuda con Franz Kafka desde aquella tarde remota en que un compañero de cuarto le prestó La metamorfosis, y tras leer la primera frase casi se cayó literalmente de la cama. Fue el libro que le reveló la fórmula a seguir como cuentista. Es decir: García Márquez agradeció como nadie en este mundo la traición postrera de Max Brod.
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