jueves, 19 de enero de 2023

Una exposición problemática, de José María Baez

20/12/22

Antes de esa fecha, el cristianismo no significó gran cosa para el mundo. Sólo los griegos Celso (en torno al año 170 d.C.) y el filósofo Porfirio (algunas décadas después), se detuvieron a analizar en profundidad y ridiculizar la “extravagancia” que suponía esa nueva religión, cuyos adeptos optaban por la ignorancia (no inquieras, sino cree, pues la fe te salvará, predicaba), la delación y el exterminio de los creyentes de otras religiones (informadme de todos los pecadores y los castigaré como merecen, apremiaba san Juan Crisóstomo) y la muerte (antesala del gozo del paraíso), ante la perplejidad que estas cosas causaban a los escasamente dogmáticos romanos.

A pesar de que, en 313, Constantino promulgó en el Edicto de Milán que “todo hombre puede tener completa tolerancia en la práctica de cualquier devoción que haya escogido”, la realidad fue muy distinta en el Imperio pues, para los clérigos cristianos, cualquier opción opuesta a su religión significaba el mal, cualquier práctica religiosa diferente a la suya era optar por Satanás. Como indica Catherine Nixey en su muy recomendado libro La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico (Editorial Taurus, Barcelona, 2018), “permitir que alguien siguiera un camino distinto al del verdadero cristiano no era libertad, era crueldad”. Con el simplismo retórico que lo caracterizaba, san Agustín determinaba que “suponte que alguien tuviese un enemigo que se ha vuelto furioso por unas fiebres malignas y le viese correr a un precipicio. ¿No le devolvería mal por mal si le permitiese despeñarse, en lugar de procurar que lo corrigiesen y atasen?”   

  Esta intolerancia religiosa extrema se materializó en la destrucción de todo cuanto habían concretado las culturas previas al cristianismo, desde la literatura al arte, las ciencias, las costumbres o la comida. Como indica Catherine Nixey en su libro citado, “durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa. Se derribaron las estatuas clásicas de sus pedestales y se desfiguraron, profanaron y desmembraron. Los templos se arrasaron por completo y se quemaron hasta que de ellos no quedó nada”. Como los talibanes en fechas recientes, san Benito destruyó un templo dedicado a Apolo en Italia, en tanto san Martín, por Francia, y san Teófilo, en Egipto, se dedicaban a demoler cuanto de hermoso habían construido las culturas clásicas. 

Esta destrucción masiva arrasó la memoria artística y contribuyó a la pérdida de la habilidad técnica alcanzada por los artistas en siglos anteriores. Como podemos apreciar en el mosaico funerario de Rufo (realizado a finales del siglo IV, o principios del V), primera de las piezas que se nos ofrece en Vimcorsa, la pieza fue realizada al margen de cualquier referente o canon artístico, y es un  ejemplo de la pérdida de excelencia artesanal. Rodeado por los símbolos de la resurrección, Rufo y sus manos alzadas al cielo nos muestra una patética figura realizada con una manifiesta tosquedad expresiva. Idéntica falta de oficio y perfección formal se observan en los primarios y casi infantiles esbozos del sarcófago de la Peñuela, realizado en piedra caliza en el siglo VI. El mosaico procede de Huesca, y el sarcófago de Jerez. Dos puntos muy distantes del territorio hispánico, pero hermanados por la ausencia de finura artística y excelencia artesanal. Dos claros ejemplos de la regresión cultural que supuso la implantación del cristianismo en Europa, de la que la comisaria de la exposición no nos facilita ninguna explicación y ni siquiera nos informa. Omitir información y velar las consecuencias de las acciones históricas es una encarnación de la mentira.

Abundando en esa estrambótica catequesis en que la comisaria convierte la exposición, cuando alude a los años en que Córdoba logró zafarse del control del poder central no tiene empacho en señalar que, entre los motivos para lograr esta odisea, se encontró la fortaleza de las creencias religiosas de la ciudad, equiparando esta celestial ayuda a las sólidas estructuras de fortificación militar y las riquezas que, sin duda, posibilitaron ese logro.

Los retruécanos de manipulación histórica por parte de la Iglesia católica en relación a su tormentoso pasado constituyen su seña de identidad, y son sobradamente conocidos. Baste como ejemplo local el persistente ninguneo que reciben los alardes y la tecnología islámica que acabaron conformando la asombrosa fábrica de la Mezquita. Por ello nada de todo lo dicho me sorprendería si este proyecto expositivo lo hubiera pagado el Obispado de Córdoba. Pero lo inaudito es que ha sido apoyado por el poder político y financiado en exclusividad por el Ayuntamiento de Córdoba.

La ciudad de Córdoba somos todos, y su nombre, su pasado y proyección a todos nos pertenecen. Cuanto se gestiona en su nombre debe estar alejado de todo sectarismo particularizado, y revestido de rigor intelectual y veracidad histórica. A diferencia del Obispo de Córdoba (designado por un Jefe de Estado extranjero y respetado por sus fieles), José María Bellido es Alcalde de todos. Incluso mío, a pesar de que no lo voté. Su cargo le obliga, ética y constitucionalmente, a representarnos a todos. A respetarnos a todos, y no tratar de confundirnos ni mentirnos.    

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