El cantaor flamenco y la ciudad condal tejieron una relación mediante un entramado de luchas vecinales obreristas, de experimentación creativa, de aprendizaje colectivo y de nuevos sentidos de comunidad
Paco Cano Barcelona , 4/07/2024
Vecinos y vecinas de Nou Barris se manifiestan contra la instalación de una fábrica de cemento en el barrio. / Elsabeth Produccions
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Corrían los días de 1970, cuando a un chaval de 16 años del barrio de Verdum (Nou Barris, Barcelona) se le ocurre crear, con otros amigos, una peña flamenca dedicada a Enrique Morente, quien acepta más desde la intuición que desde la certeza. “Juntamos todos los papeles para poder legalizar la agrupación y al ser alertados en el Gobierno Civil de que sin la autorización del cantaor no podíamos utilizar su nombre, no paré hasta conseguir la dirección de Enrique. Unos meses después, viajé a Madrid y me encontré con él en una cafetería de la Gran Vía, me pidió papel y bolígrafo y de puño y letra dio su consentimiento”. Esto lo cuenta Luis Cabrera, el, por aquel entonces, joven impulsor de la peña, posterior participante en la ocupación y desarrollo del Ateneu Popular Nou Barris y uno de los fundadores del Taller de Musics de Barcelona, Medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes, 2022.
Comienza así una relación entre Morente y Barcelona, que se va extendiendo desde aquellos años setenta del siglo pasado hasta la fecha de su fallecimiento en 2010 y que se tejió mediante un entramado de luchas vecinales obreristas, de experimentación creativa, de aprendizaje colectivo y de nuevos sentidos de comunidad. Una urdimbre en la cual lo cultural puso de manifiesto su potente capacidad transformadora.
Todo ello se recoge sin artificios innecesarios en el documental Morente y Barcelona (2023), dirigido por el periodista musical y realizador Jordi Turtós e ideado por el propio Luis Cabrera. El documental es una lección de historia no oficial de la ciudad y un manual de políticas culturales, en el que se exponen directrices de actuación comunal y cultural. La trascendencia de la figura de Morente ha sido recientemente reseñada en esta revista mediante una entrevista a José Luis Ortiz Nuevo, con motivo de una nueva biografía sobre el cantaor granadino. De ahí la pertinencia de enfocar la mirada en la construcción social de la Barcelona de esa época. Le damos, pues, la vuelta al título: Barcelona y Morente.
Destaca, desde el principio, el excelente trabajo de investigación archivística, que se apropia de un material complejo y diverso que requería de un montaje muy correcto para poder darle estructura al relato. En los 90 minutos del documental aparecen imágenes del mítico Sabicas –a quien se trajeron desde Nueva York luciendo una camisa imposible y una gorra modernísima–, de Mayte Martín casi niña, Estrella Morente pegándose una pataita con siete años, un adolescente Miguel Poveda, Ginesa Ortega, Matilde Coral, Chicuelo o la última actuación pública de Morente en El Molino, todo ello junto a entrevistas de época, entrevistas actuales e imágenes de la ocupación del Ateneu Popular Nou Barris, con sus festejos vecinales correspondientes.
Igualmente reseñable y trascendente es la valiente apertura que Morente y los responsables del Taller de Musics propusieron desde el flamenco hacia otros lenguajes, provocando encuentros históricos: trabajos de Morente con el mencionado Sabicas –de donde salió un disco doble, Nueva York-Granada, que abrió nuevos caminos en el flamenco y que fue la obra póstuma del gran maestro tocaor– colaboraciones con Leonard Cohen, con Sonic Youth, con el coro de las Voces Búlgaras Angelite dirigido por Joan Albert Amargós, con la orquesta marroquí Chekara –dos años antes de que El Lebrijano publicara su afamado disco con la Orquesta Andalusí de Tánger– con Pat Metheny, con Chano Domínguez o con el inconmensurable Max Roach, este último en el marco del Seminario Internacional de Jazz, Castelldefels (1989) y que derivó, tras unas sesiones de trabajo en Cazalla de la Sierra, en un concierto conjunto en el Teatro de La Maestranza de Sevilla, en septiembre de 1992.
Este ejercicio de mixtura de lenguajes artísticos se puede leer desde una intención político-cultural obvia: evidenciar que las identidades representan posibilidades de evolución para los ecosistemas sociales y no son elementos para medirse y competir, proponer que la fusión de expresiones enriquece a la comunidad y sirve para crear una convivencia permeable y, por lo tanto, sana. La tradición, como la identidad, debe ser un territorio poroso sobre el que es necesario intervenir continuamente. Barcelona, siempre abierta y experimental, era, en aquella época, el escenario perfecto para esa propuesta de investigación innovadora con voluntad de crecimiento colectivo. Así lo entendió Morente, curioso impenitente, y así se lo ofrecieron aquellos jóvenes entusiastas. “Aquí se liberó de la ortodoxia y abrió nuevos caminos”, señala Jordi Turtós “sin pretender ser dogmáticos, porque él era el menos dogmático de todos y no se puede explicar a Morente si no se explica su heterodoxia”. Ni a Barcelona tampoco.
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