miércoles, 21 de agosto de 2024

CTXT. HIPERCONSUMO. Un viaje de última hora, de José Daniel Espejo

 José Daniel Espejo 24/07/2024

El deseo turbocapitalista no puede satisfacerse. Su objetivo no consiste en procurarnos bienestar, sino en mantenernos productivos y competitivos, haciendo girar la rueda en pos de una recompensa más

Turistas en el Soho de Nueva York en 2010. / Matt Jiggins (CC)


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Seguro que conoces a alguien así. Se pasa el año compartiendo contenidos ecoactivistas, denunciando el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, los récords de temperatura. También la gentrificación. Seguramente hasta la turistificación. Llegan las vacaciones y zas. Puerta de embarque en Instagram. Y no para ver a la familia precisamente. Praga, Roma, Copenhague. Toda la pinta de vuelo barato de última hora. En todo caso lugares sin ninguna vinculación con el personaje en cuestión, al que cada cual llama de una manera (“sofista turista” –o viceversa– en mi cabeza).

O a lo mejor lo que acabo de describir se ajusta a ti. ¿Te molesta? ¿Estás intentando sacudírtelo? ¿Tal vez se te acaba de ocurrir que soy un hipócrita y yo también contamino y oculto una enorme huella ecológica detrás de mis pretensiones de pureza? Bueno, sin duda mi huella es mayor de lo que quiero admitir, como la de casi todo el mundo. Pero quédate conmigo un poco más. Te prometo que lo que estoy intentando con este texto no es hacerte sentir mal.

Ya que hemos hablado de enormes huellas, fijémonos ahora un poco en el gigantesco elefante silencioso del centro (y de los lados, y de todo alrededor) de la habitación. Nuestros valores están, en general, bastante desconectados de nuestras prácticas, nuestro consumo y nuestros deseos, y al planeta –que sufre enormemente los segundos– le dan bastante igual los primeros. No va a ser a base de golpes de pecho como salgamos de esta. Tampoco –ay– a base únicamente de decretos leyes, aunque sabe Greta que ayudarían.

En Murcia lo hemos experimentado bien este último año: dile a la persona con mejores sentimientos medioambientales que un nuevo plan de movilidad va a retrasar diez minutos su incorporación a la autovía, y graba su airada respuesta. No solo el deseo y el consumo: también la impaciencia, la frustración y la incomodidad de nuestras vidas en común en las ciudades contemporáneas determinan nuestra praxis y hasta nuestro posicionamiento político, nuestra ideología.

El hiato entre discurso y deseo es uno de los grandes temas del pensamiento crítico en el Antropoceno. Mark Fisher y Amador Fernández-Savater lo encaran, recuperando para ello a Marcuse y Lyotard: una sordera libidinal impide a activistas y políticos de izquierda darse cuenta del enorme atractivo –y por tanto poder– de las prácticas hiperconsumistas de la sociedad contemporánea. Una especie de energía oscura inconsciente, un ectoplasma capitalista nos permea, nos atraviesa y nos dirige, equivale a nosotros o al menos a nuestros deseos más urgentes. Incluyendo, claro, el de tomar ese avión tan contaminante en dirección a esa ciudad en la que no se te ha perdido nada.

Un matiz importante de este deseo turbocapitalista consiste en que no puede satisfacerse. El bienestar que produce el cumplimiento de sus constantes promesas es efímero. Poco después, nos encontraremos con un nuevo producto, una nueva experiencia a perseguir. Su objetivo no consiste en procurarnos bienestar, sino en mantenernos productivos y competitivos, haciendo girar la rueda en pos de una recompensa más.

Ni que decir tiene que los malestares se acumulan, con tanto girar. El tiempo de descanso, el de ocio, el de relación, el de cuidado y hasta el de cura van siendo minados por el mandato de la productividad continua y la acumulación de capital, no solo financiero sino también social, cultural, visual, sexual, viral… Las redes sociales han servido para establecer valores cuantitativos sobre cada uno de los minutos de nuestras vidas. Crece una sensación generalizada de agotamiento, de faltarnos tiempo, de no llegar a nada, de estar perdiendo varias competiciones al mismo tiempo. Y en efecto las estamos perdiendo. Las crisis superpuestas de precariedad, de vivienda, de natalidad o de salud mental dan cuenta del empobrecimiento y la violencia ejercidas sobre las vidas trabajadoras, sobre todo las jóvenes.

¿Significa esto que no hay nada que podamos hacer? Significa que todo está por hacer, en lo macro y en lo micro, en lo político y lo cultural, en lo económico y lo social. Podemos comenzar desde una perspectiva tan desolada como la de Italo Calvino, que en Las ciudades invisibles (1972) nos advertía que “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

No es explícito en esto el maestro Calvino, pero de su fragmento se desprende que la atención y aprendizaje continuos deben, también, dirigirse hacia nuestro propio interior, para aprender a reconocer qué deseos, dentro del infierno del que formamos parte, no son infierno, y hacerlos durar.

Compartir en redes sociales el enésimo récord de temperatura recién roto en nuestra ciudad, y acompañarlo con un sentido “No sé qué más necesitamos para despertar de una vez”, no está mal. Renunciar a esa oferta de última hora para conocer Budapest, e irte en cambio a pasar dos semanas al pueblo, es otro nivel. Lo primero da favs y lo segundo los quita. De Budapest se puede presumir más que de Moratalla. Pero eso no significa que ese inesperado giro de guión no tenga ventajas.

Alerta spoiler: en La soledad del corredor de fondo (1959), un joven conflictivo de clase obrera de Nottingham se ve recluido en un reformatorio tras cometer un delito menor. Allí descubre sus aptitudes como corredor, que no pasan desapercibidas tampoco para el director de la institución. A cambio de pequeñas ventajas penitenciarias, el adolescente Colin Smith es empujado a representar a Ruxton Towers en cierto campeonato. Finalmente, tras una salida fulgurante con la que deja atrás al resto de corredores, Colin renuncia a la victoria tan solo quedándose parado ante la línea de meta.

¿Es posible en absoluto desear la renuncia? ¿Perder voluntariamente los puntos, aquello que nuestra sociedad cuantifica y valora como positivo? ¿Hallar disfrute en bajar de la rueda de hámster? Quienes creemos que sí se puede solemos poner de ejemplo los placeres de la indolencia, de la deambulación, de la conversación, del flaneurismo. Pero tampoco olvidamos las actividades complejas en las que desarrollamos sin autoexplotar nuestros conocimientos, pasiones y entusiasmos en virtud de motivaciones no hipercompetitivas.

Puede que me esté extendiendo demasiado, o a lo mejor más que extenderme lo que estoy haciendo es divagar, ensayar meandros de sentido que serpentean por esa zona algo pantanosa que atañe a lo libidinal y prelingüístico. Tal vez esté inventando razones nuevas, que es una cosa que según Lezama en Paradiso (1966) es lo propio del sofista (turista). Su antídoto: procuremos inventar pasiones nuevas, o reproducir las viejas con pareja intensidad. El subrayado es mío. Inventar pasiones nuevas, y a ser posible no infernales, qué fácil decirlo, maestro Lezama. Puede que sea más asequible la última parte, la de reproducir las viejas. Consciente, deliberadamente, saboreándolas, proyectando en ellas las emociones primigenias y, al mismo tiempo, disfrutando de la renuncia a vivir una nueva pasión intercambiable y prefabricada, de consumo rápido. Tal vez tan solo eso sea suficiente.

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