Rafael Poch 5/05/2025
Una nueva biografía sobre el caudillo referente del etnonacionalismo ucraniano lo presenta como un líder fascista y violento
Manifestantes de ultraderecha en Kiev en 2015 muestran retratos de Stepan Bandera. / Wikipedia
Las imágenes de la demolición del cementerio-memorial de Lviv se vieron en un informativo ruso el sábado 3 de mayo, pocos días después de que agentes ucranianos mataran con un coche bomba a otro general ruso, Yaroslav Moskalik, en Moscú. En el programa de análisis político de la tele rusa “Bolshaya Igrá”, (el Gran Juego), cinco de cuyos participantes e invitados han sido víctimas de esos atentados ucranianos en los últimos dos años, se preguntaban en ese contexto si no habría que responder con atentados semejantes en Ucrania, resucitando a Sudoplatov.
Kuznetsov estaba enterrado en Lviv porque fue allí donde murió, en marzo de 1944, en un enfrentamiento con guerrilleros nacionalistas de Ucrania Occidental, que durante la ocupación alemana colaboraron con los nazis, participando activamente en las matanzas de comunistas, judíos y polacos.
En Ucrania occidental los primeros años de la posguerra transcurrieron en un clima de guerra civil, con guerrilla antisoviética, colectivización forzada, muertes por hambre, deportación, regreso de contingentes de trabajadores que fueron a trabajar a la Alemania hitleriana y regresaban estigmatizados como traidores, y envío a la región de miles de cuadros técnicos y políticos ucranianos leales al régimen soviético. La “pacificación” de Ucrania occidental fue brutal y sangrienta. Según diversas estimaciones, las autoridades soviéticas mataron allí a 153.000 personas, detuvieron a otras 134.000 y deportaron a 203.000, sobre todo en 1944 y 1945. La mayoría de los deportados eran mujeres y niños cuyos maridos y padres o bien estaban en la clandestinidad o en los bosques, o bien habían muerto luchando contra el régimen soviético.
Ucrania occidental no había pertenecido a la URSS hasta 1939. La gran paradoja es que al incorporar aquella región a la URSS, Stalin unificó todas las tierras ucranianas y realizó la estatalidad de Ucrania dentro de la URSS, pero al hacerlo se creó un serio problema porque ese trozo de Ucrania acabó siendo un cáncer para el resto. La insurgencia local, apoyada primero por los nazis y luego, terminada la guerra, por la CIA, fue el foco armado de resistencia antisoviética más grave y activo que conoció la URSS. Occidente sostuvo aquel foco de inestabilidad con armas, dinero, sabotajes y lanzamiento de paracaidistas en el territorio de la Ucrania soviética hasta bien entrados los años cincuenta. En su conflicto con las autoridades soviéticas la Organización de los Nacionalistas Ucranianos y el Ejército Insurgente Ucraniano (OUN-UPA) mataron a más de 20.000 civiles, la mayoría de ellos campesinos acusados de apoyar a las autoridades soviéticas, y a unos 10.000 soldados y miembros de la policía de estado (NKVD), como el partisano y héroe de la Unión Soviética, Kuznetsov. Estas cifras son terribles pero en el contexto de la enorme matanza de la guerra europea contra la URSS, con 27 millones de muertos soviéticos, entre ellos ocho millones de ucranianos soviéticos, ocho millones de alemanes, cinco millones de polacos, etc., son casi una nota a pie de página.
Pero la enorme represión soviética en Ucrania Occidental y la intensa propaganda que le sucedió, tuvieron otros efectos. Primero borraron de la memoria de gran parte de la población local los crímenes cometidos por los nacionalistas ucranianos del oeste del país y con el tiempo rehabilitaron su criminal legado de colaboración con los alemanes, incluida la sobrerrepresentación de ucranianos occidentales en los equipos de matarifes y ayudantes en los campos de exterminio nazis.
Durante los años setenta, Ucrania Occidental proporcionó el mayor número de disidentes soviéticos, muy por delante de los bálticos. Cuando visité por primera vez Ucrania Occidental en el verano de 1988, me sorprendió la ligereza con la que los disidentes locales, como Irina Kalinets, su marido Ihor, Ivan Hel, Mijail Horin y el más brillante de todos, Viacheslav Chornovil, muchos de ellos con años de reclusión en campos de trabajo a sus espaldas y recién puestos en libertad por la perestroika, rehabilitaban la memoria de todos aquellos seguidores de Stepan Bandera.
En su magnífica biografía de Bandera, Stepan Bandera, fascismo, genocidio y culto (recién traducida y publicada en castellano por la editorial Dirección Única), el historiador polaco Grzegorz Rossolinski-Liebe, sitúa el movimiento de Bandera entre los fascismos más violentos y racistas de la Europa de los años treinta y cuarenta. Rossolinski-Liebe que ha escrito el libro más completo sobre el personaje hasta la fecha, presenta el principal éxito de Bandera como el “haber llegado a ser el líder de un movimiento que intentó establecer un Estado autoritario de tipo fascista, limpiando por el camino hacia ese Estado a los enemigos étnicos y oponentes políticos, incluidos judíos, polacos, rusos, soviéticos, así como ucranianos comunistas, izquierdistas, conservadores y demócratas”.
En los años ochenta todo eso quedaba muy lejos para aquellos disidentes de Lviv. Con la indirecta ayuda de la represión soviética, habían bebido e interiorizado por completo la narrativa del exilio de los partidarios de Bandera huidos a Occidente, sobre todo a Canadá, que realizaron una metódica labor de blanqueo de la historia del movimiento nacional de Ucrania Occidental, presentándolo como un heroico movimiento anticomunista e incluso enfrentado a los nazis, para ponerlo en línea con la narrativa de la Guerra Fría. Los banderovstsi no fueron colaboracionistas, sino que incluso se enfrentaron a Hitler, decían; su participación en la división de las SS “Galitzia”, específicamente ucraniana y el batallón “Nachtigall”, no fue por simpatía con el nazismo ni para ayudar a Hitler, sino para luchar contra los soviéticos; la masacre de unos 100.000 polacos en la región de Volhynia, un asunto que todavía suscita roces entre Varsovia y Kiev, se vende como mera “propaganda” soviética por aquellos disidentes.
Se negaba también el antisemitismo local, que se tachaba de “propaganda comunista”. De los más de medio millón de judíos que vivían en Ucrania Occidental antes de la invasión alemana de 1941, solo entre el 1,5% y el 3% sobrevivieron a la guerra. La mayoría fueron asesinados por los alemanes, pero la enorme mortandad de judíos en esa parte de Ucrania no se explica sin la activa organización de progromos a cargo de la OUN con el apoyo de la población local, como el de finales de junio y principios de julio de 1941 en Lviv en el que murieron entre 2.000 y 8.000 judíos. En las actuales imágenes de la demolición del cementerio/memorial soviético de Lviv, entre el ir y venir de los operarios y las excavadoras, llama la atención la pintada sobre uno de los conjuntos de estatuas del monumento: “Fuera judíos”.
Desde mucho antes de la invasión militar rusa de febrero de 2022, Ucrania ha estado reescribiendo su historia e intentando acabar, no sin protestas y resistencias, con toda memoria y referencia soviética y rusa en general, incluida la del científico ilustrado del siglo XVIII Mijaíl Lomonósov en Járkov, o la del bardo Vladimir Vysotsky, una especie de Georges Brassens soviético de la época de Brezhnev, en Odesa, por citar solo dos casos del pasado mes. En general, la línea oficial ha sustituido los abusos de la propaganda soviética por su propia narrativa étnico-nacionalista. El proceso comenzó en Ucrania occidental. Ya en 1990 se inauguraron los primeros monumentos a Stepan Bandera, algunos de los cuales fueron volados en reacción. Una de las virtudes del libro de Rossolinski-Liebe es que entra con detalle en la construcción y evolución del mito y el culto patriótico a Stepan Bandera, con calles y monumentos dedicados al caudillo fascista y sus colaboradores. Lo que al principio fue un fenómeno restringido a los tres departamentos de Ucrania Occidental, Lviv, Ivano-Frankivsk y Ternopil, se fue extendiendo al conjunto del país. Para el cincuentenario de la muerte del caudillo, en 2009, ya había centenares de calles, plazas y monumentos en honor a Bandera y sus secuaces, conforme sectores de la élite ucraniana se orientaban cada vez más hacia la OTAN y en contra de Rusia, sin que el fenómeno llegase a arraigar nunca en el sur y este del país, donde Bandera suele ser considerado un criminal y un colaboracionista. En 2008, el Parlamento nacional votó a favor de celebrar a nivel estatal el centenario del nacimiento de Stepan Bandera, se editó un sello de correos con su retrato y, dos años más tarde, el presidente Viktor Yushenko, casado con una exfuncionaria del Departamento de Estado americano, anunció la concesión del título de “héroe de Ucrania”. Lo que en 1988 era delirio de un grupo de disidentes de Lviv y el sentir de una minoría, geográficamente muy delimitada del país, se instaló en el centro del Estado para dividirlo.
La gran esperanza de Bandera, asesinado en 1959 por un sicario del NKVD en Munich, era la Tercera Guerra Mundial: que una nueva contienda barriera a la URSS y le permitiera establecer un nuevo régimen en la Ucrania soviética con el apoyo de los americanos y europeos. Era una esperanza muy parecida a la de Franco, que encontró su rehabilitación como viejo aliado de Hitler, ofreciendo a los americanos sus credenciales anticomunistas y su territorio para establecer bases militares. Bandera tuvo una relación muy cordial con la dictadura en España, el nombre de Franco se cita 26 veces en el libro de Rossolinski-Liebe, y en algún momento el ucraniano pensó en establecerse en España, como hicieron con diversa fortuna otros compañeros de viaje del nazismo como Leon Degrelle, Pierre Laval o Ante Pavelic.
La historia se repite como farsa. Hoy toda Europa está movilizada contra Rusia, que ve una “amenaza existencial” en la ruptura de la neutralidad de Ucrania consagrada en los documentos fundacionales de su independencia, en 1990. En Kiev, después de los de Lenin, se desmantelan monumentos a Pushkin y en Moscú se refieren al gobierno de Kiev como “régimen nazi”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario