Paco Cano 21/05/2025
Lo público debe abarcar tanto la dimensión económica y material como la producción de sentidos comunitarios incluida en lo simbólico-cultural
Herbert Marcuse en Newton, Massachusetts en 1955. / Fotografía de la familia MarcuseEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Era 1981 cuando Margaret Thatcher proclamaba, desde su pulsión más neoliberal, aquello de que “la economía es el método, pero el objetivo es cambiar el corazón y el alma”.
Dos años antes, Herbert Marcuse había escrito algo parecido, pero con una intención muy diferente. Más o menos decía que si se quiere “un cambio radical” no solo hay que modificar las estructuras, las instituciones y las leyes de una sociedad, también hay que dotar a esa sociedad de conciencia colectiva. “El objetivo del cambio radical hoy es el surgimiento de seres humanos que sean física y mentalmente incapaces de inventar otro Auschwitz”. Era 1979 y tan solo hay que mirar a Gaza para entender que el utópico, pero no imposible, “cambio radical” de Marcuse aún queda lejos. Los hombres siguen inventando auschwitzs.
Tanto en la propuesta de la británica como en la del pensador alemán, aparecen dos actores principales: las instituciones y la ciudadanía. La metáfora de Thatcher es la de Fausto y Mefistófeles. Una ciudadanía insatisfecha es fácil de seducir, a través de sus deseos, para que venda su alma. Por su parte, la alegoría de Marcuse es la del soplo vital de la creación. Darle conciencia, darle luz a la sociedad. Thanatos vs. Eros, el Diablo vs. el Creador. Las instituciones, a favor o en contra de la gente. La paradoja de este planteamiento consiste en separar el objeto-institución del sujeto-ciudadanía, teniendo en cuenta que el primero deriva del segundo y debería ser, por lo tanto, una extensión de este. Cuando recurrimos a la proclama “solo el pueblo salva al pueblo” nos olvidamos de que las instituciones y la política son, esencialmente, pueblo. O deberían serlo. Resulta antidemocrático asumir que un ayuntamiento, una diputación o un ministerio no sean pueblo.
Durante mi experiencia municipalista en tiempos de los llamados ayuntamientos del cambio, propuse trabajar en tres dimensiones a modo de onda expansiva, pero que estuvieran interrelacionadas. Por un lado, era necesaria la transformación de la arquitectura del sistema institucional a través de nuevas semánticas, nuevas estructuras, nuevos protocolos, nuevas dinámicas procesuales y de una nueva burocracia humanizada. No se trataba de impugnar el sistema, pero sí de modificarlo sustancialmente, para que el ayuntamiento dejara de ser la herramienta oxidada de gestión de ciudad que era. Por otro lado, alenté a la creación de espacios de diálogo y encuentro permanentes con la ciudadanía, organizada o no. El diálogo siempre es un acto creativo. Se necesitaban espacios de cogestión, sin paternalismos ni tutelajes, en los que los colectivos –principalmente, los más vulnerables– se vieran reforzados en sus derechos de ciudadanía. Esto implicaba la revisión y evaluación de espacios cedidos a colectivos que, digámoslo así, no respondían a intereses comunitarios. Y, como tercera propuesta de acción, pedí que se impulsara la creación de comunidades de autogestión, comunidades de cuidados, comunidades de aprendizaje o el desarrollo de cuidados culturales, con la idea de liberar a las asociaciones y colectivos de una hiperdependencia institucional que les había conducido a un cómodo asistencialismo desmovilizador. Es decir, prácticas comunitarias que plantearan otra manera de relacionarse y que generaran emancipación y capacidad de decisión propia para reapropiarse de lo político, de lo colectivo. Para ello, era necesario cambiar la mentalidad colectiva en cuanto a la relación con lo público y con el común. Mi propuesta no cuajó, los intereses de la nueva candidatura iban por otros caminos y decidí no volver a presentarme.
En todo caso, de eso trataba la democracia en su génesis, de un pueblo e instituciones que lo representaban. Pero ¿en qué momento el hermano-sistema se independizó del hermano-comunidad?, ¿cómo recuperar la idea de que lo público incluye tanto a las administraciones como a la sociedad que representa?, ¿cómo volver a activar el capital social ciudadano? y ¿cómo debemos renombrar a esa necesaria unión de lo público y lo comunitario?
Joan Subirats, en un clarificador artículo, propone varias actuaciones, tanto dentro de la estructura del sistema institucional, como en la comunidad: “Hay que reconstruir la idea de la respuesta pública a las necesidades sociales enriqueciendo la ineludible respuesta institucional con componentes comunitarios y mutualistas. Es decir, haciendo que cuando hablemos de respuestas públicas a problemas sociales no nos limitemos a hablar de las administraciones y sus necesarias respuestas institucionales, sino que añadamos el gran capital que seguimos teniendo y que hay que reforzar, de la iniciativa social, de la acción comunitaria que habita en las agrupaciones de familiares en las escuelas, en los que frecuentan los centros cívicos, en los que acuden por muy diversos motivos a las bibliotecas, en tantos equipamientos culturales que hacen red, y, en definitiva, en la miríada de asociaciones y entidades de todo tipo que articulan, reúnen, vinculan, actúan y cuidan”. Creo importante señalar que esta propuesta parece más factible en algunos territorios del país que en otros donde la articulación ciudadana ha derivado en asociaciones clientelares, descapitalizadas socialmente, incapaces de producir valores de comunidad, jerarquizadas y con representantes más pendientes de hacerse una foto con el alcalde o la alcaldesa de turno y de conseguir subvenciones para beneficio propio que de transformar o movilizar su barrio o ciudad. Este es el resultado de un intencionado asistencialismo solucionista que, por un lado, apuntaló la dependencia y la subalternidad por parte de la ciudadanía y, por otro, fortaleció el poder de la institución.
Decía Pepe Mujica: “Podemos cambiar lo que nos rodea, la salud, la enseñanza, la comida, las diversiones, las casas, pero si no cambiamos al hombre, si los valores siguen siendo los mismos, nada cambiará (...) Para tener una mejor humanidad, la cuestión cultural es tanto o más importante que la cuestión material. Se puede cambiar lo material, pero si no cambia la cultura no hay cambio. El verdadero cambio está dentro de la cabeza”. De esto hablaba Marcuse.
Lo que nos toca, por lo tanto, es difuminar la primacía de lo institucional sobre lo ciudadano y que la definición de lo público no excluya el capital social. Y viceversa. Lo público debe abarcar tanto la dimensión económica y material como la producción de sentidos comunitarios incluida en lo simbólico-cultural. Para recuperar esa genética democrática, deberíamos empezar por darle nombre. ¿Cómo le ponemos al niño?
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