lunes, 18 de noviembre de 2024

CTXT. NEIL LARSEN / CRÍTICO MARXISTA “Fredric Jameson derrotó a sus enemigos explicándolos”

 Sebastiaan Faber 19/10/2024

Neil Larsen. / Cedida por el entrevistado


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Fredric Jameson, el prolífico crítico marxista que murió el 22 de septiembre a los 90 años, era “el último de los auténticos genios del pensamiento contemporáneo”, decía Slavoj Žižek en una sentida nota necrológica. Pero incluso los genios tienen sus puntos ciegos. Como apuntaba Benjamin Kunkel, una de las debilidades más curiosas del pensamiento de Jameson –que partía, precisamente, de la pretensión de explicarlo todo– era su incapacidad de dar cuenta de su propia existencia. ¿Quién hubiera pensado que un hombre nacido en Cleveland en 1934, con un doctorado en Francés, escribiendo en Estados Unidos en plena Guerra Fría, no solo lograría revitalizar el pensamiento marxista en la esfera académica, sino revestirlo de respetabilidad?

Jameson –que publicó su primer libro en 1961 y siguió en activo hasta el último momento, con tres libros nuevos en 2024– transformó nuestra comprensión de la relación entre la Historia y los “modos de producción” de la literatura, el arte y el cine; ayudó de forma decisiva a definir la posmodernidad; nos convenció de que incluso las formas culturales más perversamente opresivas pueden contener un elemento “utópico”; y demostró que el pensamiento de Hegel, Marx, Lukács y Adorno aún nos puede servir para comprender nuestro propio momento histórico. Su enorme influencia durante el último medio siglo se extendió más allá de Estados Unidos, a Europa, Latinoamérica (incluido Brasil) y China.

Hablo sobre el legado de Jameson con Neil Larsen (1952), profesor emérito de la Universidad de California, experto en literatura e historia latinoamericana y teoría crítica marxista. Autor, entre otros libros, de Determinations (Verso, 2001) y Reading North by South (Minnesota, 1995), Larsen es uno de los actuales codirectores del Grupo Literario Marxista (MLG, por sus siglas en inglés), que fue fundado por Jameson en 1969. El año pasado, Larsen publicó un sonado ensayo en Jacobin sobre la “jerga reaccionaria” de la autodenominada decolonialidad, que, para él, es una aberración: una “vía muerta” intelectual y política.

¿Cómo recuerda a Jameson en lo personal?

Fred –como le llamábamos los que le conocíamos y estimábamos– era un hombre extremadamente generoso. Y lo era con casi todo el mundo. Lo conocí a finales de los setenta en la Universidad de Minnesota, donde yo hacía el doctorado y por donde Jameson pasaba cada tanto a dar conferencias. Recuerdo que cuando vino a presentar una charla basada en lo que sería El inconsciente político [The Political Unconscious, publicado en español como Documentos de cultura, documentos de barbarie], nos compartió el texto. ¡Pero del libro entero! Todos recibimos un fajo de fotocopias del manuscrito íntegro, tecleado en su legendaria máquina de escribir, con correcciones y todo, para que lo pudiéramos leer antes de la charla y, obviamente, antes de que se publicara. ¿Quién hace algo así?

Una persona generosa y… confiada.

Claro, no le importaba que lo tuviéramos antes de que saliera porque él mismo estaba convencidísimo de la importancia de ese libro. Y no le faltaba razón.

Pero no era un hombre inseguro, que digamos.

Para nada. O, por lo menos, si tenía inseguridades –como todos las tenemos– las ocultaba bien. De hecho, para ese entonces aún le gustaba proyectar la imagen de un joven rebelde marxista. Recuerdo que en esos días vestía una chupa de cuero y fumaba cigarrillos Camel. Pero la verdad era que ya tenía casi cincuenta años. Y aunque era bastante más delgado de lo que sería en años posteriores, la imagen de un bohemio a lo James Dean o Marlon Brando no se le daba tan bien como él pensaba. (Risas.) Aun así, atraía la pura fuerza de su pensamiento. El respeto y el afecto que le teníamos eran totales. Eso sí, sé que le encantaba el buen vino, que durante un tiempo era capaz de consumir en cantidades copiosas.

Poco después, a mediados de los ochenta, a usted le tocó prologar una colección suya: el primer volumen de Las ideologías de la teoría.

El libro salía inicialmente en una serie de la Universidad de Minnesota, que pedía que las y los prologuistas entraran en un diálogo crítico con el libro que prologaban. Yo acababa de conseguir mi primer trabajo como profesor y la invitación de la editorial a principio me aterró. Pero tampoco podía decir que no. Así que decidí quedar con Jameson a tomar un café –ambos vivíamos en aquel entonces en Cambridge, Massachusetts, ya que Jameson era profesor visitante en Harvard– para compartirle qué pensaba escribir. Me habló de manera muy seria pero al final se comportó conmigo con la misma generosidad y simpatía de siempre. Y creo que llegó a apreciar mis críticas. No mucho después, cuando me tocaba ser evaluado para una plaza fija, Jameson me escribió una carta de apoyo. En ese sentido, y en muchos otros, era un auténtico camarada.

Varias de las notas necrológicas que han venido saliendo hablan de la experiencia –rara, intensa, transformadora– de leer a Jameson. ¿Cómo fue para usted leer ese manuscrito de El inconsciente político?

Me abrió los ojos. La verdad es que es mi libro preferido de toda su obra. Lo que escribe allí, por ejemplo, sobre una novela de Joseph Conrad, es absolutamente magistral. Ese libro también ha sido el que más me ha formado. Por otra parte, no creo que hubiera podido sobrevivir a mis exámenes de doctorado sin otros textos suyos como La cárcel del lenguaje (The Prison House of Language) o Marxismo y forma (Marxism and Form). Tienes que comprender que, en aquella época –estoy hablando de finales de los setenta, comienzos de los ochenta–, el universo de lo que llamábamos “teoría” era tan abrumador que parecía imposible abarcarlo todo o siquiera orientarse en él. Pero si eras marxista y tenías los libros de Fred Jameson, de repente sí parecía posible. El marxismo –el pensamiento y la forma de pensar que son propios de Marx– tiene un poder explicativo enorme, en mi opinión sin igual, y Jameson supo manejarlo como pocos. Eso en gran parte explica su éxito como el crítico literario, por lo menos angloparlante, más leído en el ámbito académico durante muchos años. El único otro crítico comparable en ese sentido ha sido Terry Eagleton con su libro Literary Theory, que salió por primera vez en 1982. Pero aquí estamos hablando de un solo libro, mientras que, en el caso de Jameson, hablamos de toda una obra.

Jameson era un guía.

Y lo sigue siendo.

Yo lo que recuerdo de mi primera lectura de El inconsciente político es una sensación abrumadora de claridad. De repente, todo tenía sentido.

Mucha gente dice que, una vez que has leído y asimilado a Jameson, acabas intentando sonar como él. Ese efecto yo mismo lo he notado a menudo. Se te internaliza su voz, resonándote en la cabeza. Y te descubres intentando escribir como él. De hecho, me sigue ocurriendo, a veces a mi pesar.

¿No es algo positivo?

Solía pensar que sí, pero a veces tengo mis dudas.

Su estilo es complejo pero su voz es magistral.

Estilística y hasta metodológicamente, proyecta la misma generosidad que tenía como persona. No es que no sea crítico de otros. Tampoco es cortés, que digamos. Pero sí es, cómo decirlo, hospitalario. Al final, Jameson incluye a todas y todos en su gran abrazo. Se erige como una especie de Zeus en su propio Monte Olimpo, desde el cual abraza generosamente a todos los demás, incluyéndolos dentro de su sistema abarcador. Hay un lugar para todos. Como sabes, le gustaba hablar de horizontes concéntricos para ubicar a diferentes escuelas de pensamiento. Ahora bien, el horizonte último, desde donde se observa el universo entero, es siempre el suyo propio, el del marxismo de acuerdo a Jameson.

Por algo a Jameson le gustaba subrayar la necesidad de la totalización. Pero como lo describe usted suena, no sé, casi imperialista.

Yo no emplearía ese término, pero otros tal vez lo hayan visto así. Lo interesante, para mí, es que Jameson da con su método de forma muy temprana. Esta mañana, precisamente, he vuelto a leer uno de los ensayos de esa colección que prologué. Es un texto de 1971 titulado “Metacommentary”, donde expone por primera vez lo que, en El inconsciente político, sería ese sistema de horizontes concéntricos, con el horizonte marxista abarcando a todos los demás. Allí ya surge lo que será, en lo sucesivo, la estrategia de Jameson ante posiciones teóricas rivales o enemigas: las “historiza”, “totaliza” o, para usar otro término suyo, las incorpora en su “mapa cognitivo”. Cuando llegó a perfeccionarlo, este método Jameson lo llamaría simplemente the dialectic. En el fondo, todos esos conceptos vienen a significar más o menos lo mismo: las posiciones rivales, incluidas las no marxistas o antimarxistas, las contextualiza de tal forma que caben dentro de su sistema. Una vez historizado o totalizado, todo tiene su propia verdad local –su “truth value” particular–. Como método, el de Jameson es, sin duda, brillante. Y explica, en gran medida, su popularidad e influencia. No exagero si digo que, con los 90 años que tenía, tal vez seguía siendo el crítico literario vivo más importante y más influyente del mundo, al menos entre quienes escriben en inglés. Si te pones pensar, es una hazaña bastante improbable, sobre todo en un país como Estados Unidos.

¿Cómo lo hizo?

Trabajando de forma muy consciente. Entre otras cosas, y a diferencia de otros críticos marxistas, siempre se cuidó de evitar la polémica directa. Derrotó a los enemigos explicándolos, contextualizándolos. En privado, podía hablar mal de ciertos colegas. Públicamente, nunca. Era parte de su personalidad, seguramente, pero también era una estrategia que le permitió construir su carrera, su reputación y su popularidad en el ámbito universitario. Y le funcionó de maravilla. Eso sí, debo que confesar que para mí, a estas alturas, su método ha perdido algo de su encanto. Me frustra. Una vez que has leído cierto número de libros suyos, te acabas aprendiendo los pasos, que pueden parecer siempre iguales y, por tanto, predecibles.

Se convirtió en un manierismo.

Tal vez. Pero no por eso deja de ser brillante. Es fascinante cómo logra aplicar la misma estrategia a contextos nuevos continuamente. Y, como han notado muchos, su erudición era descomunal. Siempre parecía haberlo leído todo, por lo que siempre tenía materiales nuevos que procesar por su método. Aún no entiendo cómo logró leer tanto.

El método también le servía para afianzar su propia posición de autoridad: lo que usted ha llamado su gesto olímpico, y yo su actitud imperialista.

Exacto. Puedo comprender que si tú eres, digamos, un deleuziano, no veas con buenos ojos que Jameson te aplique su horma metodológica, incorporándote en su sistema, a tu pesar. Eso no debe de ser muy cómodo.

Jameson siempre lo “historizaba” todo. Si tuviéramos que historizar al propio Jameson –nacido en 1934 en Cleveland, educado en la Costa Este en plena Guerra Fría, francófilo, asociado sobre todo con universidades de élite–, ¿por dónde empezaríamos?

Bueno, para empezar, no responde para nada al perfil típico del intelectual marxista norteamericano de otras épocas –si es que hay tal cosa–. Pensemos en tipos como Paul Sweezy, por ejemplo, o hasta en un intelectual marxista exiliado como Herbert Marcuse. Jameson aparentemente nunca quiso ser un intelectual público en el sentido pleno. Habría sido, de cierta forma, un desvío. No hay que olvidar que, además de ser autor de obras críticas, era un gran profesor, un maestro del salón de clase, creador de otros críticos –como pueden atestiguar muchos alumnos suyos–. A eso también se dedicó. El hecho de no tomar el paso y entrar plenamente en la esfera pública –cosa que, recordemos, apenas existe en los Estados Unidos, por lo menos para el marxismo– debió de haber sido una decisión muy consciente de su parte. Y a lo mejor tenía razón.

En ese sentido tuvo un perfil muy diferente que Noam Chomsky, por ejemplo, que es solo cinco años mayor. Jameson nunca fue un activista político, al menos no en su obra escrita.

Cierto. Que yo sepa, por ejemplo, nunca militó en el Partido Comunista de EEUU, ni en otros partidos de la nueva izquierda, aunque seguramente tenía conocidos en esos ámbitos. No tiene nada que ver con el perfil del militante comunista o trotskista neoyorquino, digamos. No hay que olvidar que Jameson comienza como estudioso de Jean-Paul Sartre, que es lo que le lleva a la teoría francesa. Siempre he supuesto que fue así que se hizo marxista, aunque no lo sé con certeza. Al fin y al cabo, fue Sartre quien dijo en la Crítica de la razón dialéctica que todos quienes creen haber ido más allá de Marx, en realidad sólo han retrocedido para llegar, en el mejor de los casos, a un punto premarxista. Allí tendríamos el núcleo del pensamiento marxista de Jameson.

¿Es justo decir que la forma en que Jameson ejerció su papel institucional le permitió sobrevivir e incluso prosperar como marxista universitario en este país?

Claro. De hecho, somos muchos los que hemos aprendido de él cómo hacerlo. Yo, cuando era estudiante de doctorado, militaba en un partido de ultraizquierda. Todos me decían que nunca iba a conseguir un trabajo. Pero lo conseguí: no era el mejor puesto posible, pero era un puesto. Y si, a pesar de esa militancia mía, me dieron la permanencia, fue en gran parte gracias a Jameson y la carta de apoyo que me escribió. Aprendí de él cómo ser fiel a mis principios sin hacer demasiados enemigos.

Se me ocurre que Jameson hizo para la crítica cultural lo que Gramsci para la teoría política. Ambos revitalizaron el marxismo, transformándolo, dando más valor a lo cultural.

Entiendo lo que quieres decir. Pero no creo que Gramsci fuera una influencia tan importante para Jameson. Fred era un marxista mucho más hegeliano que Gramsci. Y, además, Gramsci era un intelectual del Partido, interesado en cómo construir un movimiento y en los problemas intelectuales y hasta filosóficos que eso implicaba.

Si Jameson pudo “rescatar” a sus enemigos teóricos incorporándolos a su sistema, también tenía gustos muy amplios –incluidos la literatura y el cine de muchos países diferentes– y tuvo una actitud muy abierta para con la cultura popular, o expresiones culturales aparentemente represivas o reprehensibles, rescatando lo que tienen de “impulso utópico.” ¿Usted le compra ese argumento?

No siempre, y menos cuando lo emplean otros. Pero creo que tenemos que agradecerle a Jameson su énfasis en el concepto de utopía. Hablando de rescates poco probables, uno de sus libros más interesantes, y menos predecibles, me ha parecido siempre Fables of Aggression (Fábulas de la agresión), un libro temprano, de 1979, que trata de Wyndham Lewis, un artista y escritor inglés de vanguardia, amigo y contemporáneo de Ezra Pound y fascista como él. Allí Jameson emplea el concepto de utopía para demostrar la íntima conexión que puede haber entre el modernismo y el fascismo. Al mismo tiempo muchos le atribuyen a Jameson (existen dudas acerca de su origen) el haber dicho que “es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. Sería difícil pensar en una verdad menos utópica.

¿Hay quien pueda llenar el vacío que deja?

Bueno, no creo que el mundo tenga espacio para muchos Fred Jameson. Y no sé si su modelo es reproducible. Repasando su obra, es increíble cuánto pudo hacer. Dudo que eso hubiera sido posible si hubiera decidido ser un intelectual público, militante. Por otra parte, estoy seguro que a lo largo de su vida apoyó económicamente a muchas personas y causas dignas porque, además de generoso, también llegó a vivir muy cómodamente. Y apoyó a muchísimos camaradas a lo largo de su carrera. Sus exalumnos dan clases en muchas de las mejores universidades del mundo y ahora ellos tienen a sus propios alumnos. Y las cartas que escribió a favor de otros llenarían un estadio.

Esa generosidad la tuvo a pesar de la autoridad que ejercía, pero también gracias a ella: al fin y al cabo, ocupaba el Monte Olimpo.

Claro. Una vez llegado allí, se podía permitir una generosidad infinita. Todo cabía. No había nada que no se pudiera “totalizar”. Para mí, el problema es que eso parece quitarle al marxismo su propio poder de desmentir o desmistificar: de criticar las ideologías. Jameson no lo hubiera visto así, pero su método se puede contrastar, yo creo, con lo que fue, por ejemplo, el de Lukács en Historia y conciencia de clase –obra que, por otra parte, Jameson conocía al dedillo y reverenciaba–. Lukács expone la estructura “reificada” de la conciencia burguesa. ¿Pero realmente existe en el pensamiento de Jameson el mismo concepto de la conciencia reificada o cosificada que encontramos en el de Lukács, o siquiera el concepto de la reificación a secas? Jameson habría insistido en que sí, pero yo no estoy tan seguro. Para mí, se trata de un posible punto ciego. Si la postura de Jameson me ha dejado muchas veces frustrado, es porque acaba por minimizar o ignorar lo que hay de conflicto en el mundo, de lucha. Hay adversarios. Hay mistificación. Hay una verdad a la que se intenta ocultar. ¿Cómo poner eso en duda en la época de Trump? Las cosas no pueden ser tan fáciles como a veces Jameson las hacía aparentar. Quizás él, al final, no hubiera dicho otra cosa.

Y, sin embargo, estamos en deuda.

Eso no lo podemos negar. Acabó creando un espacio institucional para muchos, tú y yo incluidos. Si somos quienes somos, es en parte gracias a él.

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