Jonathan Martínez Periodista 08/10/2025
Pancartas de una manifestación en apoyo a Palestina en Madrid.
En la esquina de un diario digital asoma la fotografía de varios activistas marítimos que levantan los brazos en señal de paz. Portan chalecos salvavidas de un naranja estridente sobre los que se lee el nombre de la nave: Conscience. "Conciencia". El titular explica que las fuerzas israelíes no solo han inte rceptado nueve embarcaciones sino que también han arrestado a ciento cuarenta personas en aguas internacionales. Es una réplica de la Flotilla de la Libertad que zarpó en verano y que nunca pudo alcanzar la costa. Por el camino ha quedado un ingente cargamento de medicinas, equipos sanitarios y suplementos alimenticios que no llegará a los hospitales de Gaza.
Conscience, del latín conscientia. La palabra se desdobla en lengua castellana y aparecen dos vocablos que no siempre son intercambiables. Tenemos consciencia, es decir, capacidad de discernimiento. Pero también tenemos conciencia, o más concretamente, una disposición moral a distinguir entre el bien y el mal. Toda conciencia, nos dice Miguel de Unamuno, es conciencia de la muerte y del dolor. Conciencia es compasión y solo nos compadecemos de aquellos que se nos parecen. "Crece nuestra compasión y nuestro amor a las cosas a medida que descubrimos las semejanzas que con nosotros tienen".
Durante muchos años, la propaganda sionista nos ha mostrado al Estado de Israel como un espejo en el que se miraba Occidente, un oasis de derechos civiles circundado por pueblos bárbaros, sátrapas absolutistas y fracciones fanáticas. Al fin y al cabo, Israel se presentaba ante el mundo como la única democracia de Oriente Medio, como si el colonialismo y el apartheid fueran compatibles con los valores democráticos. Sus dirigentes eran de tez clara. Modernos y emprendedores como nosotros. Vástagos todos de un mismo tronco histórico que hemos llamado civilización judeocristiana. Los israelíes eran nuestros semejantes y merecían conquistar nuestra compasión y nuestra concienci
Los palestinos, en cambio, aparecían pintados con los colores del integrismo y la inhumanidad. Era un pueblo de costumbres primitivas y un tenaz criadero de terroristas. "Para mí, son como animales, no son humanos", dijo el que sería viceministro israelí de Defensa, Eli Ben-Dahan, mientras avanzaban las conversaciones de paz de 2013. "Animales humanos", precisó el ministro de Defensa, Yoav Gallant, en los primeros compases de la última invasión de Gaza. En 1983, durante una comisión del Parlamento Israelí, el jefe del Estado Mayor, Rafael Eitan, había sido aún más explícito: "Todo lo que los árabes podrán hacer será corretear como cucarachas drogadas dentro de una botella".
¿Quién se compadece de un artrópodo invasivo? ¿Quién alega problemas de conciencia ante una operación desparasitante? Dice Ana Frank en su diario que el jerarca nazi Hans Rauter anunciaba la depuración de judíos "como si se tratase de vulgares cucarachas". Los hebreos eran demonizados con burdas apelaciones a las escalas más ínfimas del reino animal. En la película El judío eterno, se yuxtaponen imágenes de hebreos y colonias de ratas. En Polonia, un cartel antisemita compara a los judíos con piojos transmisores del tifus. "El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos", había escrito Adolf Hitler en Mi lucha.
Toda guerra es una guerra por el lenguaje. La persecución del pueblo palestino no puede interpretarse únicamente como un fenómeno político sino también como una gran operación semántica. Basta reparar por un momento en los nombres que Israel ha concedido a sus últimas ofensivas contra Gaza y Cisjordania: Plomo Fundido, Pilar Defensivo, Margen Protector, Guardián de las Murallas, Amanecer, Espadas de Hierro, Escudo y Flecha, Muro de Hierro. La frecuencia de las operaciones obedece a la necesidad de "cortar el césped". Las IDF no matan sino que "neutralizan". Los bombardeos son "eliminaciones selectivas" y los desplazamientos forzados son "evacuaciones".
Por estos lares, los voceros conservadores escogen cuidadosamente su vocabulario para denigrar la solidaridad con el pueblo palestino. Así, la Flotilla de la Libertad vendría a ser poco menos que un crucero de capricho auspiciado por Hamás, ETA, Ada Colau y una mujer a la que llaman "Barbie Gaza". Pero toda esa verborrea ha agotado su eficacia hasta el punto de que incluso algunos de los socios más acérrimos de Israel han empezado a articular la palabra “genocidio”. Mientras el tertulianato exprime minutos televisivos departiendo sobre la eslora de los navíos humanitarios, Greta Thunberg reconduce el debate: el centro de la historia no está en los activistas sino en el genocidio.
El mundo no volverá a ser el mismo después de Gaza. Las protestas han proliferado en los rincones más insólitos y han sobrepasado a una clase dirigente que no sabe como sofocar el descontento. Nuestras élites desearían que la matanza acabase, no tanto por motivos de conciencia como para poder continuar abriendo sus mercados en Israel sin que nadie ponga el grito en el cielo. Pero eso ya no va a ser posible. Entre otras cosas porque varias generaciones se han politizado viendo todos los días durante dos años vídeos atroces en sus teléfonos móviles. Hablamos de algo más que compasión: hay una nueva consciencia y una conciencia nueva.
Es cierto que las movilizaciones urgen a una inmediata solución humanitaria, pero también se ha puesto sobre la mesa un horizonte político. Las pancartas que gritan "desde el río hasta el mar" formulan un deseo y una idea. La idea de que los acuerdos de Oslo de 1993 están muertos porque Israel nunca tuvo intención de cumplirlos. Netanyahu ha enterrado incluso la posibilidad de una solución en dos Estados y no habrá paz verdadera hasta que el territorio histórico de Palestina sea completamente descolonizado. Israel es un Estado fallido y el sionismo ha entrado para siempre en barrena. Ahora nuestros gobernantes deben elegir: o salvarse o inmolarse en la caída.

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