viernes, 21 de julio de 2023

¿Quién dispara al corazón de mi padre?, de Ismael Ramos

Ismael Ramos   1 de julio de 2023 



El corazón siempre me ha parecido un órgano delicado. Compararlo con un motor, toda esa literatura hidráulica, no me resulta vulgar, sino inadecuado. Un corazón es, en realidad, como una flor seca. Tiene algo vegetal y carnoso. Una flor que nunca llega a convertirse en fruto, que cuando está a punto de madurar lo suficiente, creciendo y ensanchando sus paredes, se vacía de nuevo. Estos días, el mundo juega a la sístole y diástole con las políticas progresistas y los derechos conquistados y, mientras tanto, yo pienso en el corazón cansado de mi padre.

Conversando en la librería Numax con Bibiana Collado a propósito de algunas de las ideas de su libro 'Yeguas exhaustas', ambos coincidíamos en que nos era imposible expresar en el texto la manera en que la precariedad lleva hasta el límite los cuerpos de nuestros padres. Cómo ellos encarnan un cansancio extremo, febril. Lo único en lo que pienso cuando pienso en la fuerza de trabajo: un animal que tira, que continúa. No es algo generacional —median dos o tres décadas entre los padres de Bibiana y los míos—, estoy seguro de que la conciencia sobre el propio cuerpo y esos dientes apretados existen también ahora mismo entre los nacidos en los 90 o los 2000. Papá trabaja, de media, unas once o doce horas diarias. De lunes a viernes. No cuento los desplazamientos. Hubo épocas en que fueron más, otras menos. Hacia finales de junio el moreno en su brazo izquierdo es la marca inequívoca de eso que el poeta clásico dio en llamar los trabajos y los días.

La verdad es que yo no me parezco casi nada a mi padre. Compartimos, como mucho, un sentido del humor y una curiosidad insaciable por el mundo que empleamos solo para competir entre nosotros o delante de mi madre y mi hermana. Nunca como punto de encuentro. En algunos momentos de mi vida, supe que él me quería porque mamá se esforzó en convencerme de ello. Supongo que haría lo mismo con él. 

Mi padre no planeó tener un hijo maricón, ni una mujer pensionista a los cuarenta, ni una hija indecisa. Tampoco deseó un escritor en la familia, ni creo que le guste este artículo. Le preocupa que no ahorre —sin ser él un gran gestor—, que viaje demasiado, que este no sea un trabajo lo suficientemente serio —incluso ahora que soy funcionario— y que poco a poco me conduzca a la ruina este estilo de vida, este desclasamiento que él mismo, sin saberlo, propiciaba cada vez que se sentía orgulloso de mis logros. Él, que deseó que yo fuese su opuesto y que, aun así, no me alejase nunca demasiado (...)


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