Paquita Caminante · mondiplo.com Sonia Shah, marzo de 2020
¿Será un pangolín? ¿Un murciélago? ¿O incluso una serpiente, como
oímos decir antes de que se desmintiera? Está por ver quién será el
primero en conseguir incriminar al animal salvaje que ha dado origen a
este coronavirus, oficialmente llamado Covid-19, que ha dejado a cientos
de millones de personas en cuarentena o atrincheradas tras cordones
sanitarios en China y en otros países. Si bien es primordial dilucidar
este misterio, este tipo de especulaciones nos impiden ver que nuestra
creciente vulnerabilidad frente a las pandemias tiene una causa más
profunda: la destrucción acelerada de los hábitats.
Desde 1940, han aparecido o reaparecido centenares de microbios patógenos en regiones en las que, en algunos casos, nunca antes habían sido advertidos. Es el caso del VIH, del ébola en el oeste de África o del zika en el continente americano. La mayoría de ellos (60%) son de origen animal. Algunos provienen de animales domésticos o de ganado, pero principalmente (más de dos terceras partes) proceden de animales salvajes.
Pero estos últimos no tienen la culpa. Mal que les pese a los artículos que valiéndose de fotografías señalan a la fauna salvaje como punto de partida de epidemias devastadoras (1), es falso que estos animales estén especialmente plagados de agentes patógenos letales preparados para contaminarnos. En realidad, la mayor parte de sus microbios conviven con ellos sin hacerles ningún daño. El problema está en otra parte: en la deforestación, la urbanización y la industrialización desenfrenadas con las que hemos dotado a esos microbios de medios para llegar hasta el cuerpo humano y adaptarse.
La destrucción de los hábitats supone una amenaza de extinción para muchas especies (2), entre ellas plantas medicinales y animales en los que nuestra farmacopea se ha basado tradicionalmente. Las que sobreviven no tienen más elección que dirigirse a los reductos del hábitat que la implantación humana les deja libres. Como resultado, crece la probabilidad de contacto próximo y repetido con los humanos, permitiendo así a los microbios huésped pasar a nuestros cuerpos, donde pasan de ser benignos a convertirse en agentes patógenos letales.
El ébola es un buen ejemplo de esto. Un estudio llevado a cabo en 2017 desveló que era más frecuente que este virus, cuyo origen ha sido localizado en varias especies de murciélago, apareciera en zonas de África Central y Occidental que han sufrido deforestaciones recientemente. Cuando talamos los bosques, obligamos a los murciélagos a posarse en los árboles de nuestros jardines y nuestras granjas. Es fácil imaginar qué es lo que ocurre a continuación: un humano ingiere saliva de murciélago al morder una fruta cubierta de microbios; o bien, al intentar cazar y matar a este visitante inoportuno se expone a los microbios que han encontrado refugio en sus tejidos. Así es como multitud de virus portados por los murciélagos, inofensivos para ellos, consiguen penetrar en la población humana –podemos citar el ébola como ejemplo, pero también es el caso del virus de nipah (presente principalmente en Malasia y Bangladesh) o del marburgvirus (sobre todo en África Oriental). Este fenómeno se denomina “salto de virus entre especies”. Aunque sea infrecuente, puede hacer que virus procedentes de animales se adapten a nuestros organismos y evolucionen hasta convertirse en patógenos.
Ocurre lo mismo con las enfermedades transmitidas por mosquitos, ya que se ha establecido que existe una relación entre el advenimiento de epidemias y la deforestación (3) –aunque en este caso se deba no tanto a la pérdida del hábitat como a su transformación–. Junto con los árboles, desaparecen la capa de hojas muertas y las raíces. El agua y los sedimentos fluyen más fácilmente sobre estos suelos despojados y ahora bañados por el sol, formando así charcos que favorecen la reproducción de los mosquitos portadores del paludismo. Según un estudio llevado a cabo en doce países, las especies de mosquitos vectores de agentes patógenos humanos son dos veces más numerosas en las zonas deforestadas que en los bosques que han permanecido intactos.
Asimismo, la destrucción de los hábitats contribuye también a la modificación del número de efectivos de diversas especies, lo que podría incrementar el riesgo de propagación de un agente patógeno. Por ejemplo: el virus del Nilo Occidental, transportado por aves migratorias. En América del Norte, las poblaciones de pájaros han caído más de un 25% en los últimos cincuenta años bajo los efectos de la pérdida de los hábitats y de otros tipos de destrucción (4). Pero no todas las especies se ven afectadas de la misma manera. Los pájaros llamados especialistas (de un hábitat), como los carpinteros y los rálidos, se han visto mucho más afectados que los generalistas como los petirrojos y los cuervos. Mientras que los del primer grupo son pésimos vectores del virus del Nilo Occidental, los del segundo son excelentes. De ahí la fuerte presencia del virus entre los pájaros domésticos de la región, y la creciente probabilidad de ser testigos de que un mosquito pique a un humano tras haber picado a un pájaro infectado (5).
En el caso de enfermedades transmitidas por garrapatas, se trata del mismo fenómeno. Al ir poco a poco mordisqueando los bosques del Noreste americano, el desarrollo urbano expulsa a animales como las zarigüeyas, que ayudan a mantener a raya la población de garrapatas, mientras que deja que prosperen otras especies bastante menos eficaces en ese aspecto, como el ratón de patas blancas o el ciervo. Resultado: las enfermedades transmitidas por garrapatas se propagan con mayor facilidad. Entre ellas, la enfermedad de Lyme, que apareció por primera vez en Estados Unidos en 1975. En los últimos veinte años, se han identificado siete nuevos agentes patógenos portados por garrapatas (6).
El riesgo de que surjan enfermedades no se ve acentuado solo por la pérdida de los hábitats sino también por cómo los remplazamos. Para saciar su apetito carnívoro, el hombre ha arrasado una superficie equivalente a la del continente africano (7) para alimentar y criar ganado. Parte de este ganado se destina al comercio ilegal donde se vende en mercados de animales vivos (wet markets). Aquí, especies que en su entorno natural nunca se habrían cruzado aparecen enjauladas unas al lado de otras y los microbios pueden circular con alegría. Este tipo de desarrollo, que ya dio lugar en 2002-2003 al coronavirus responsable de la epidemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS, por sus siglas en inglés) podría ser el origen del coronavirus desconocido que nos asedia ahora.
Pero hay muchos más animales que crecen en nuestro sistema de ganadería industrial. Cientos de miles de animales amontonados unos encima de otros mientras esperan a ser llevados al matadero: estas son las condiciones idóneas para que los microbios se conviertan en agentes patógenos letales. Por ejemplo, los virus de la gripe aviar, portados por aves acuáticas, asolan las granjas llenas de gallinas en cautiverio donde mutan y se vuelven más virulentos –un proceso que es tan previsible que se puede reproducir en laboratorio. Una de sus cepas, el H5N1, es transmisible a los humanos y mata a más de la mitad de los individuos infectados. En 2014, en América del Norte decenas de millones de aves tuvieron que ser sacrificadas para frenar la propagación de una cepa a otra (8).
Las montañas de heces producidas por la ganadería ofrecen a los microbios de origen animal otras oportunidades para infectar a la población. Dado que hay infinitamente más desechos que los que las tierras agrícolas pueden absorber en forma de abono, a menudo acaban por almacenarse en fosas no estancas –un remanso de ensueño para la bacteria Escherichia coli–. Aunque más de la mitad de los animales encerrados en los corrales de engorde estadounidenses son portadores, allí esta sigue siendo inofensiva (9). Sin embargo, en los humanos, la E. coli provoca colitis hemorrágica, fiebre y puede llegar a causar insuficiencia renal aguda. Y como es bastante común que los excrementos de origen animal se viertan en nuestra agua potable y nuestros alimentos, cada año se infectan 90.000 estadounidenses.
Aunque el fenómeno de mutación de microbios de origen animal en agentes patógenos humanos se ha acelerado, no es nada nuevo. Se remonta a la revolución neolítica, cuando el ser humano empezó a arrasar hábitats naturales para ampliar las tierras de cultivo y a domesticar animales para usarlos como bestias de carga. A cambio, los animales nos han hecho algún que otro regalo envenenado: a las vacas les debemos el sarampión y la tuberculosis, a los cerdos, la tosferina y a los patos, la gripe.
El proceso siguió durante la expansión colonial europea. En el Congo, las vías de tren y las ciudades que construyeron los colonos belgas permitieron que un lentivirus portado por los macacos de la región perfeccionara su adaptación al cuerpo humano. En Bengala, los británicos se arrogaron el inmenso humedal de Sundarbans para usarlo como arrozal, exponiendo así a los habitantes a bacterias acuáticas presentes en las aguas salobres. Las pandemias provocadas por esas intrusiones coloniales siguen de actualidad. El lentivirus del macaco se convirtió en el VIH. La bacteria acuática de Sundarbans, conocida hoy como cólera, ha provocado ya siete pandemias, la más reciente en Haití.
Afortunadamente, puesto que no hemos sido meras víctimas pasivas de este proceso, podemos también hacer mucho por reducir el riesgo de emergencia de estos microbios. Podemos proteger los hábitats naturales para conseguir que los animales conserven sus microbios en vez de transmitírnoslos, objetivo este del movimiento One Health (10).
Podemos poner en marcha una estrecha vigilancia de los medios en los que los microbios animales son más susceptibles de convertirse en agentes patógenos humanos, tratando de eliminar a los que muestren una tendencia a adaptarse a nuestro organismo antes de que desencadenen epidemias. Precisamente en esto se centran, desde hace diez años, los esfuerzos de los investigadores del programa Predict, financiado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Ya han identificado más de novecientos nuevos virus relacionados con la expansión de la huella del hombre sobre el planeta, y entre ellos hay cepas desconocidas hasta ahora de coronavirus similares a la del SARS (11).
Hoy en día, una nueva pandemia acecha, y no se debe exclusivamente al Covid-19. En Estados Unidos, la Administración de Trump se ha esforzado en desregular las industrias extractivas y el conjunto de actividades industriales, favoreciendo así el salto de microbios de animales a humanos. A su vez, el Gobierno estadounidense compromete la posibilidad de localizar al próximo microbio antes de que se propague: en octubre de 2019, decidió poner fin al programa Predict. Además, a principios de febrero de 2020 anunció que tenía la intención de reducir un 53% su aportación al presupuesto de la Organización Mundial de la Salud.
Como declaró el epidemiólogo Larry Brilliant, “la emergencia de virus es inevitable, pero no las epidemias”. En cualquier caso, no lograremos evitarlas si no ponemos la misma determinación a la hora de cambiar de políticas que la que pusimos en alterar la naturaleza y la vida animal.
Desde 1940, han aparecido o reaparecido centenares de microbios patógenos en regiones en las que, en algunos casos, nunca antes habían sido advertidos. Es el caso del VIH, del ébola en el oeste de África o del zika en el continente americano. La mayoría de ellos (60%) son de origen animal. Algunos provienen de animales domésticos o de ganado, pero principalmente (más de dos terceras partes) proceden de animales salvajes.
Pero estos últimos no tienen la culpa. Mal que les pese a los artículos que valiéndose de fotografías señalan a la fauna salvaje como punto de partida de epidemias devastadoras (1), es falso que estos animales estén especialmente plagados de agentes patógenos letales preparados para contaminarnos. En realidad, la mayor parte de sus microbios conviven con ellos sin hacerles ningún daño. El problema está en otra parte: en la deforestación, la urbanización y la industrialización desenfrenadas con las que hemos dotado a esos microbios de medios para llegar hasta el cuerpo humano y adaptarse.
La destrucción de los hábitats supone una amenaza de extinción para muchas especies (2), entre ellas plantas medicinales y animales en los que nuestra farmacopea se ha basado tradicionalmente. Las que sobreviven no tienen más elección que dirigirse a los reductos del hábitat que la implantación humana les deja libres. Como resultado, crece la probabilidad de contacto próximo y repetido con los humanos, permitiendo así a los microbios huésped pasar a nuestros cuerpos, donde pasan de ser benignos a convertirse en agentes patógenos letales.
El ébola es un buen ejemplo de esto. Un estudio llevado a cabo en 2017 desveló que era más frecuente que este virus, cuyo origen ha sido localizado en varias especies de murciélago, apareciera en zonas de África Central y Occidental que han sufrido deforestaciones recientemente. Cuando talamos los bosques, obligamos a los murciélagos a posarse en los árboles de nuestros jardines y nuestras granjas. Es fácil imaginar qué es lo que ocurre a continuación: un humano ingiere saliva de murciélago al morder una fruta cubierta de microbios; o bien, al intentar cazar y matar a este visitante inoportuno se expone a los microbios que han encontrado refugio en sus tejidos. Así es como multitud de virus portados por los murciélagos, inofensivos para ellos, consiguen penetrar en la población humana –podemos citar el ébola como ejemplo, pero también es el caso del virus de nipah (presente principalmente en Malasia y Bangladesh) o del marburgvirus (sobre todo en África Oriental). Este fenómeno se denomina “salto de virus entre especies”. Aunque sea infrecuente, puede hacer que virus procedentes de animales se adapten a nuestros organismos y evolucionen hasta convertirse en patógenos.
Ocurre lo mismo con las enfermedades transmitidas por mosquitos, ya que se ha establecido que existe una relación entre el advenimiento de epidemias y la deforestación (3) –aunque en este caso se deba no tanto a la pérdida del hábitat como a su transformación–. Junto con los árboles, desaparecen la capa de hojas muertas y las raíces. El agua y los sedimentos fluyen más fácilmente sobre estos suelos despojados y ahora bañados por el sol, formando así charcos que favorecen la reproducción de los mosquitos portadores del paludismo. Según un estudio llevado a cabo en doce países, las especies de mosquitos vectores de agentes patógenos humanos son dos veces más numerosas en las zonas deforestadas que en los bosques que han permanecido intactos.
Asimismo, la destrucción de los hábitats contribuye también a la modificación del número de efectivos de diversas especies, lo que podría incrementar el riesgo de propagación de un agente patógeno. Por ejemplo: el virus del Nilo Occidental, transportado por aves migratorias. En América del Norte, las poblaciones de pájaros han caído más de un 25% en los últimos cincuenta años bajo los efectos de la pérdida de los hábitats y de otros tipos de destrucción (4). Pero no todas las especies se ven afectadas de la misma manera. Los pájaros llamados especialistas (de un hábitat), como los carpinteros y los rálidos, se han visto mucho más afectados que los generalistas como los petirrojos y los cuervos. Mientras que los del primer grupo son pésimos vectores del virus del Nilo Occidental, los del segundo son excelentes. De ahí la fuerte presencia del virus entre los pájaros domésticos de la región, y la creciente probabilidad de ser testigos de que un mosquito pique a un humano tras haber picado a un pájaro infectado (5).
En el caso de enfermedades transmitidas por garrapatas, se trata del mismo fenómeno. Al ir poco a poco mordisqueando los bosques del Noreste americano, el desarrollo urbano expulsa a animales como las zarigüeyas, que ayudan a mantener a raya la población de garrapatas, mientras que deja que prosperen otras especies bastante menos eficaces en ese aspecto, como el ratón de patas blancas o el ciervo. Resultado: las enfermedades transmitidas por garrapatas se propagan con mayor facilidad. Entre ellas, la enfermedad de Lyme, que apareció por primera vez en Estados Unidos en 1975. En los últimos veinte años, se han identificado siete nuevos agentes patógenos portados por garrapatas (6).
El riesgo de que surjan enfermedades no se ve acentuado solo por la pérdida de los hábitats sino también por cómo los remplazamos. Para saciar su apetito carnívoro, el hombre ha arrasado una superficie equivalente a la del continente africano (7) para alimentar y criar ganado. Parte de este ganado se destina al comercio ilegal donde se vende en mercados de animales vivos (wet markets). Aquí, especies que en su entorno natural nunca se habrían cruzado aparecen enjauladas unas al lado de otras y los microbios pueden circular con alegría. Este tipo de desarrollo, que ya dio lugar en 2002-2003 al coronavirus responsable de la epidemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS, por sus siglas en inglés) podría ser el origen del coronavirus desconocido que nos asedia ahora.
Pero hay muchos más animales que crecen en nuestro sistema de ganadería industrial. Cientos de miles de animales amontonados unos encima de otros mientras esperan a ser llevados al matadero: estas son las condiciones idóneas para que los microbios se conviertan en agentes patógenos letales. Por ejemplo, los virus de la gripe aviar, portados por aves acuáticas, asolan las granjas llenas de gallinas en cautiverio donde mutan y se vuelven más virulentos –un proceso que es tan previsible que se puede reproducir en laboratorio. Una de sus cepas, el H5N1, es transmisible a los humanos y mata a más de la mitad de los individuos infectados. En 2014, en América del Norte decenas de millones de aves tuvieron que ser sacrificadas para frenar la propagación de una cepa a otra (8).
Las montañas de heces producidas por la ganadería ofrecen a los microbios de origen animal otras oportunidades para infectar a la población. Dado que hay infinitamente más desechos que los que las tierras agrícolas pueden absorber en forma de abono, a menudo acaban por almacenarse en fosas no estancas –un remanso de ensueño para la bacteria Escherichia coli–. Aunque más de la mitad de los animales encerrados en los corrales de engorde estadounidenses son portadores, allí esta sigue siendo inofensiva (9). Sin embargo, en los humanos, la E. coli provoca colitis hemorrágica, fiebre y puede llegar a causar insuficiencia renal aguda. Y como es bastante común que los excrementos de origen animal se viertan en nuestra agua potable y nuestros alimentos, cada año se infectan 90.000 estadounidenses.
Aunque el fenómeno de mutación de microbios de origen animal en agentes patógenos humanos se ha acelerado, no es nada nuevo. Se remonta a la revolución neolítica, cuando el ser humano empezó a arrasar hábitats naturales para ampliar las tierras de cultivo y a domesticar animales para usarlos como bestias de carga. A cambio, los animales nos han hecho algún que otro regalo envenenado: a las vacas les debemos el sarampión y la tuberculosis, a los cerdos, la tosferina y a los patos, la gripe.
El proceso siguió durante la expansión colonial europea. En el Congo, las vías de tren y las ciudades que construyeron los colonos belgas permitieron que un lentivirus portado por los macacos de la región perfeccionara su adaptación al cuerpo humano. En Bengala, los británicos se arrogaron el inmenso humedal de Sundarbans para usarlo como arrozal, exponiendo así a los habitantes a bacterias acuáticas presentes en las aguas salobres. Las pandemias provocadas por esas intrusiones coloniales siguen de actualidad. El lentivirus del macaco se convirtió en el VIH. La bacteria acuática de Sundarbans, conocida hoy como cólera, ha provocado ya siete pandemias, la más reciente en Haití.
Afortunadamente, puesto que no hemos sido meras víctimas pasivas de este proceso, podemos también hacer mucho por reducir el riesgo de emergencia de estos microbios. Podemos proteger los hábitats naturales para conseguir que los animales conserven sus microbios en vez de transmitírnoslos, objetivo este del movimiento One Health (10).
Podemos poner en marcha una estrecha vigilancia de los medios en los que los microbios animales son más susceptibles de convertirse en agentes patógenos humanos, tratando de eliminar a los que muestren una tendencia a adaptarse a nuestro organismo antes de que desencadenen epidemias. Precisamente en esto se centran, desde hace diez años, los esfuerzos de los investigadores del programa Predict, financiado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Ya han identificado más de novecientos nuevos virus relacionados con la expansión de la huella del hombre sobre el planeta, y entre ellos hay cepas desconocidas hasta ahora de coronavirus similares a la del SARS (11).
Hoy en día, una nueva pandemia acecha, y no se debe exclusivamente al Covid-19. En Estados Unidos, la Administración de Trump se ha esforzado en desregular las industrias extractivas y el conjunto de actividades industriales, favoreciendo así el salto de microbios de animales a humanos. A su vez, el Gobierno estadounidense compromete la posibilidad de localizar al próximo microbio antes de que se propague: en octubre de 2019, decidió poner fin al programa Predict. Además, a principios de febrero de 2020 anunció que tenía la intención de reducir un 53% su aportación al presupuesto de la Organización Mundial de la Salud.
Como declaró el epidemiólogo Larry Brilliant, “la emergencia de virus es inevitable, pero no las epidemias”. En cualquier caso, no lograremos evitarlas si no ponemos la misma determinación a la hora de cambiar de políticas que la que pusimos en alterar la naturaleza y la vida animal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario