Joaquín Urías 20/08/2024
El peligro es inminente. Las autoridades tienen que actuar antes de que esta gentuza organizada y cada vez más numerosa consiga organizar su noche de los cristales rotos
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En los últimos meses está proliferando determinado tipo de bulos a través de redes sociales, canales de Telegram y supuestos medios de comunicación. No son mentiras inocentes, ni las habituales fake news para favorecer a determinados grupos políticos. Se trata de bulos destinados a crear inestabilidad social y provocar una reacción agresiva en las calles de nuestras ciudades. La tendencia se ha intensificado después de que en el Reino Unido un movimiento similar consiguiera que escuadrones de extrema derecha atacaran comercios de inmigrantes, centros de refugiados, bibliotecas y a personas de otras razas, culpando a la comunidad extranjera y racializada de supuestos crímenes que no habían cometido.
El caso más reciente ha utilizado el terrible asesinato de un niño de 11 años por parte de un joven español de 20. Desde perfiles de conocidos periodistas, políticos y propagandistas de extrema derecha se difundió falsamente que el autor era un menor migrante, con la intención de criminalizar a toda la población de origen extranjero. Al poco, centenares o miles de personas, de mala fe, comenzaron a propagar por las redes sociales llamamientos expresos a quemar la mezquita de la localidad donde se había cometido el asesinato, a atacar un hotel cercano, donde hay alojados menores inmigrantes o, en general, a salir a la calle en pogromos contra cualquiera de otra etnia o religión. Junto a la multitud de malnacidos que pedían muertes, empalamientos y palizas, otros miles de ciudadanos ligeramente más moderados se limitaban a evidenciar el “problema” que, según ellos, supone la inmigración para un supuesto aumento de la violencia.
Ciertamente, vivimos el peor momento de las últimas décadas para los derechos humanos. Hace unos días, personas que se consideran de buena fe, algunas de ellas religiosas o progresistas, proponían dejar que se ahogaran los migrantes náufragos que zozobren en el Mediterráneo. Cuando una persona que se considera decente se permite abogar públicamente por dejar morir a sus semejantes en situación de peligro, definitivamente estamos renunciando a los valores esenciales de la humanidad y entramos en un nuevo paradigma, donde la idea misma de persona pierde su valor. Este contexto de degradación moral lo aprovechan quienes quieren provocar la violencia física contra sus oponentes.
Junto a los bulos que acusan a los migrantes o los musulmanes de cualquier delito que se cometa, están también proliferando los que acusan a periodistas o políticos de izquierda de delitos imaginarios, con idénticas respuestas agresivas. A un periodista homosexual, muy cercano a Podemos, se lo ha acusado falsamente estos días de coquetear en redes con un adolescente, lo que ha provocado centenares de amenazas de muerte, mutilación o tortura contra él. La noticia falseada siembra la mentira, pero quienes amenazan así a una persona son quienes animan a la violencia.
Todo esto ya no tiene que ver con los estudios sesudos sobre la posverdad. Tampoco se trata estrictamente de un fenómeno de desinformación, como los que contaminan los procesos electorales o la información sobre conflictos internacionales. Es un movimiento nuevo que puede suponer la mayor amenaza a la convivencia cívica de las últimas décadas. En paralelo a los bombardeos israelíes sobre Gaza, que han causado ya más de 40.000 muertos, se fomentan los disturbios en las calles y se anima a la eliminación física de árabes, extranjeros y homosexuales, como válvula de escape a las frustraciones de una población especialmente alienada. Ni la sociedad ni el Estado pueden permanecer inermes frente a estas amenazas. Jurídicamente, hay mecanismos para perseguir y castigar a los culpables de estos intentos de desestabilización que ponen en peligro la vida y la integridad de los demás, sin necesidad de recurrir a categorías ideológicas como la de delitos de odio. Pero hace falta una voluntad en las instituciones, que a veces flaquea cuando no son lo suficientemente imparciales.
En efecto, resulta tramposo invocar ahora los instrumentos que supuestamente castigan la expansión del odio en nuestra comunidad. Se trata de instrumentos ideológicos que castigarían el pensamiento intolerante en lo que tiene de disidente, aumentando la victimización de quienes ocultan sus delitos bajo la cobertura de presentarse como antisistema. Desde hace muchos años, algunos académicos venimos alertando de los riesgos que para la libertad de expresión supone la generalización de la categoría “delitos de odio”. Son la excusa ideal para que las mayorías políticas silencien el discurso disidente. Se trata de un concepto arbitrario y subjetivo que solo puede aplicarse de manera discrecional y que refuerza la errónea convicción de que podemos cancelar o castigar la difusión de todo aquello que no nos gusta oír. En estos momentos en que la convivencia democrática está en peligro, hablar de delitos de odio solo sirve para minimizar la amenaza a la que nos enfrentamos.
El riesgo de los bulos deliberados creados estos días no es que fomenten el odio. Si lo hicieran, tampoco sería evidente que fomentar el odio deba ser delito, pues cada uno tiene derecho a tener sus filias y sus fobias. Sin embargo, ahora el riesgo ya no está en el terreno de las ideas, sino en el de los hechos. No se está animando a la población a odiar, sino a asesinar, apalear o destruir.
Los mecanismos penales para frenar estos actos existen hace años. No hay que innovar, sino aplicarlos. Las amenazas son un delito, sin necesidad de odio alguno. La provocación a delinquir está prevista en el Código Penal. Aparece específicamente castigada en lo que se refiere a provocar al homicidio, a las lesiones o a los desórdenes públicos. No hacen falta creaciones novedosas, ni fiscalías especializadas para perseguir a quienes utilicen las redes sociales y los medios de comunicación para incitar a darle una paliza a alguien, a quemar una mezquita o directamente a matar a otro. Se trata de delitos simples y habituales. Calificarlos como odio contribuye a dotar a esas conductas naturalmente antijurídicas de un contenido ideológico o político que no tienen.
Hace falta, pues, voluntad de usar las herramientas que ya tenemos. Y ahí es donde pueden flaquear instituciones del Estado como jueces, fiscales y policías. Especialmente, si el movimiento insurreccional es masivo y ellas mismas están, como ocurre en ocasiones, contaminadas por las ideologías que promueven esta situación. Cuando desde las cuentas en redes sociales de los jueces se difunden bulos racistas, xenófobos o antifeministas; cuando los fiscales manifiestan en público sus fobias a determinadas ideologías y su lealtad a la patria antes que a la ley; cuando los agentes de los cuerpos de seguridad se pasean con signos de partidos de extrema derecha o reciben formación de sus miembros, es muy posible imaginar que ninguna de estas instituciones va a actuar con la diligencia debida contra el germen de la intolerancia de quienes ahora llaman a cometer pogromos y puede que acaben lográndolo.
Las redes sociales permiten que en los llamamientos a apalear a extranjeros, a quemar mezquitas o a linchar a periodistas participen centenares de personas. La masa furibunda se expresa en las redes antes de juntarse en la calle. Eso no impide su persecución. Cuando hizo falta, el Estado fue extremadamente eficaz en silenciar cualquier expresión pública de apoyo al independentismo vasco que pudiera parecer, siquiera indirectamente, enaltecimiento de los métodos terroristas. Basta aplicar las leyes para identificar y perseguir penalmente a quienes participan en los llamamientos a asesinar, violar y quemar, empezando por sus principales instigadores. La decisión de hacerlo solo surge del pleno compromiso con el sistema democrático de derechos y libertades. Ese mismo compromiso que parece tan débil entre quienes solo ven el Estado desde el prisma de su ideología política.
En realidad se trata de una amenaza que excede con mucho la disyuntiva entre izquierda y derecha. El portavoz de la familia de Mateo, el niño asesinado en Mocejón, recibió amenazas de muerte por ser misionero en África y concejal del Partido Popular. Los que sueñan con masas en las calles quemando negocios de extranjeros, asaltando centros de menores y apaleando a homosexuales se califican de apolíticos y ven un enemigo en cualquiera, de izquierda o de derechas, que crea en los derechos humanos.
El peligro es inminente. Las autoridades tienen que actuar antes de que esta gentuza organizada y cada vez más numerosa consiga organizar su noche de los cristales rotos. No son unos locos aislados, sino un movimiento organizado y deliberado que el sistema judicial tiene la obligación de frenar. Antes de que pasemos de los bulos a las balas.
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OTRA COSA: La ley y la trampa, de Juan José Téllez
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