Marta Maroto Beirut (Líbano) , 19/08/2024
Israel arroja de manera sistemática bombas de fósforo blanco en el Líbano, armas incendiarias que generan grandes fuegos y contaminan la tierra. El objetivo es hacer inhabitable la región sur del país
Olivar quemado por bombas de fósforo blanco en Aita Al Chaab, pueblo fronterizo en el sur del Líbano. Imagen tomada en noviembre de 2023. / Jihad Jneid
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En paralelo a la guerra de desgaste entre la milicia libanesa Hezbolá e Israel en el límite entre ambos territorios, hay otra batalla tóxica que libran las llamas: miles de hectáreas han sido devoradas por incendios, provocados o resultado de los misiles, en una zona donde la mayor parte de la población vive de la agricultura. En el perímetro que rodea la parte libanesa de la frontera, Israel juega con los límites ambiguos del Derecho Internacional arrojando de manera indiscriminada bombas incendiarias de fósforo blanco. El objetivo: hacer inhabitable el sur del Líbano.
“Es el momento de que el Líbano arda”, lanzaba el ultraderechista Ben-Gvir, ministro israelí de Seguridad Nacional, a principios de junio. Sus amenazas llegaban mientras mil hectáreas de bosque en el norte de Israel, según autoridades locales, sucumbían bajo fuego provocado por misiles de Hezbolá. La milicia había advertido de que contestaría con la misma estrategia que Israel llevaba utilizando desde el comienzo de la guerra en octubre: la de tierra quemada.
Las cifras, sin embargo, no son exactas en una guerra que sigue aumentando intensidad y con muchas zonas todavía inaccesibles. Según los últimos datos de junio del Consejo Nacional de Investigación Científica (CNIC), el organismo público de estadística libanés, la superficie quemada en el sur del Líbano es de 1.700 hectáreas, entre reservas naturales y cultivos agrícolas. Sin embargo, el medio israelí Haaretz, basándose en imágenes aéreas, aumenta hasta las 6.000. Del lado israelí esta misma fuente habla de en torno a las 15.000 hectáreas dañadas.
Parte de los bosques del norte de Israel han sido reforestados con coníferas europeas que arden más rápido, explica a CTXT Abbas Baalbaki, investigador en la Universidad Americana de Beirut y miembro de la organización Green Southerners (‘Sureños verdes’) quien se muestra escéptico con los números. Con una tecnología de extinción más avanzada que los servicios de emergencia libaneses, los expertos destacan la intencionalidad y el uso de armas pesadas por parte de Israel en una estrategia que sus propios cargos militares reconocen: se trata de “crear una distancia segura que no permita a Hezbolá utilizar el terreno”, decía a medios hebreos un reservista del Ejército israelí.
Aunque llegado un acuerdo de tregua sobre la Franja de Gaza, requisito que el grupo chiíta considera indispensable para el cese de las hostilidades, Israel insiste en que no parará los ataques en el frente con el Líbano hasta que Hezbolá no se retire de la frontera. Con en torno a 100.000 colonos evacuados desde el comienzo de la guerra, el empeño del Gobierno hebreo es convertir el sur del Líbano en una barrera, un perímetro de seguridad donde los milicianos de Hezbolá no tengan presencia.
Parte de esta estrategia tiene que ver con destruir la tierra a través del uso de armas incendiarias como el fósforo blanco. Una munición que arrasa y contamina los cultivos de olivos, tabaco, cítricos, plátanos y menta en torno. Plantaciones de las que dependen los pueblos que salpican la geografía verde y montañosa de la región sur del país. Es lo que el investigador Ahmad Baydoun denomina como “violencia a largo plazo o lenta: infringir el mayor daño posible para dificultar que la gente regrese”, convirtiendo el sur del Líbano en un “vertedero tóxico”, sostiene.
“Las bombas de fósforo blanco no persiguen un objetivo militar: no pueden destruir bases o matar combatientes”, añade Baalbaki. “Su utilización forma parte de una inversión a largo plazo, Israel está usando la estrategia de la destrucción de los ecosistemas para mermar la capacidad de la gente de resistir, rompiendo su conexión con la tierra”, sostiene.
En esta guerra contra el medio ambiente, Israel no solo emplea bombas incendiarias. También lanza bengalas –cuyo uso militar es iluminar– a plena luz del día en áreas remotas para provocar fuegos, ataca a los equipos de defensa civil que se desplazan para extinguir las llamas y planifica bombardos con los que aumentar la superficie quemada y complicar los esfuerzos de extinción. A mediados de junio se hizo viral un vídeo en el que se ve al Ejército israelí, desde su lado del muro fronterizo sensorizado, lanzando bolas de fuego con una catapulta de madera.
“Mata los árboles incluso donde no han caído las bombas”, señala Mohammed Husseini, líder del sindicato de agricultores mayoritario en el sur del Líbano, quien lamenta la terrible situación financiera del país y la falta de ayudas estatales para el sector. Desde el comienzo de la guerra hasta finales de junio Israel ha arrojado 371 bombas incendiarias, entre ellas 175 cabezas fosfóricas, de acuerdo al CNIC. Los daños pueden ser mayores, pues muchos cultivos han quedado abandonados por su cercanía al límite con Israel y no es seguro para sus dueños siquiera acercarse. Solo en el primer mes de conflicto se destruyeron 40.000 olivos, según el Ministerio de Agricultura libanés.
La Ley Internacional y el fósforo blanco
Su olor recuerda al del ajo, y cuando estalla en el cielo crea la forma de una medusa con mil tentáculos blancos. Su picadura es muy peligrosa: mientras no sean privadas de oxígeno, las bombas de fósforo blanco pueden encenderse una y otra vez hasta liberar toda la carga química, por lo que su retirada es muy complicada.
El fósforo blanco está tipificado como arma incendiaria –y no química–, lo que lo hace apto para el uso militar, concebido para iluminar en la noche o crear pantallas de humo denso que permitan esconder operaciones como la retirada de tropas. La legislación internacional prohíbe el daño ambiental deliberado, y en eso se basa la queja que el Estado libanés ha interpuesto en las Naciones Unidas, que también denuncia los ataques intencionados con esta munición en zonas civiles.
En casi una veintena de municipios al menos 173 personas han sido afectadas por fósforo blanco, incluidas varias que fueron hospitalizadas con síntomas de asfixia, según el Ministerio de Salud Pública libanés. El químico arde a 800 grados de temperatura, lo que en contacto con la piel provoca heridas mortales y rompe incluso los huesos. Es por eso que su lanzamiento en núcleos de población está prohibido por el Derecho Internacional y puede suponer un crimen de guerra, según el Protocolo III de la Convención sobre armas convencionales, del que Israel no es signatario.
Israel hace uso de las definiciones difusas y los límites de la Ley Internacional. “(Los ataques que) no distinguen entre civiles y objetivos militares son indiscriminados y están, por lo tanto, prohibidos”, subraya un informe de Amnistía Internacional en el que ofrece “evidencia del uso ilegal de fósforo blanco”. En diciembre, el Ejército israelí contestaba a un artículo en el Washington Post que demostraba la procedencia estadounidense de las armas empleadas: “Las principales bombas de humo que utiliza el Ejército de Defensa Israelí (IDF) no contienen fósforo blanco. Al igual que muchos ejércitos occidentales, el IDF tiene también bombas de humo que contienen fósforo blanco”. En estas declaraciones, Israel añadió también que ese tipo de munición era empleada “para crear pantallas de humo, y no para ataques ni ignición”.
Human Rights Watch se ha sumado también a las denuncias. La organización ha documentado el uso de munición incendiaria en zonas civiles en el sur del Líbano y en la guerra genocida de Gaza, así como en conflictos previos en el enclave palestino. Por ejemplo, tras la Operación Plomo Fundido en 2009 contra la Franja, el abuso de estas bombas en áreas densamente pobladas provocó la condena internacional, y el Ejército israelí anunció que restringiría el uso y buscaría fórmulas menos dañinas.
El Líbano también tiene una larga experiencia con el químico, que lleva utilizándose desde la invasión israelí en 1982. “Es horrible, estamos recibiendo pedazos de personas. No habíamos tenido esto nunca”, reportaba una doctora al New York Times en junio de aquel año, cuando se registraron los primeros casos de pacientes con heridas provocadas por armas de fósforo. Son inciertos sus efectos a largo plazo.
Con pocos estudios al respecto, aún no existe ningún protocolo que asegure poder combatirlo, y con una guerra en curso en la que siguen reportándose lanzamientos de bombas fosfóricas e incendios las perspectivas no alumbran esperanza. Se conocen multitud de casos en los que la contaminación del fósforo blanco provocó enfermedades respiratorias y malformaciones en recién nacidos. Ese es el caso de la ciudad de Fallujah, al oeste de la capital iraquí, donde hace veinte años las tropas de invasión estadounidenses arrojaron gran cantidad de fósforo blanco.
Más allá de esta sustancia, la contaminación que deja la guerra a su paso es mortal: el experto Baalbaki cuenta que en los años siguientes al conflicto de 2006 perdió por cáncer a al menos cinco familiares en localidades del sur debido a las altas concentraciones de metales pesados tras un mes de ofensiva israelí.
“Qué podemos hacer, todos estamos sufriendo, todavía no puedo calcular las pérdidas porque si me acerco a la frontera a comprobar el estado de mis tierras quizá no regrese a casa”, explica Tanus Majluf, agricultor en Rmeish, pueblo sobre la Línea Azul. “Resistiremos, en la última guerra perdimos muchas hectáreas de cultivo, convertidas ahora en campos de minas antipersona. En esta, al menos muchos de nosotros hemos podido salvar parte de la cosecha”, continúa, enhebrando hojas de tabaco de la única parcela que se ha librado, por ahora, de la guerra.
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