martes, 21 de septiembre de 2021

Mozambique. La yihad (I) Primero impusieron el niqab, después comenzaron los ataques

 La Marea    16 julio 2021     Lucía Mora

“Cualquier noche van a venir y nos van a cortar la cabeza a todos. Están ya entre nosotros, en esas chabolas de refugiados". En La Marea nos adentramos en Mozambique para escribir esta crónica desde Cabo Delgado, donde desde 2017 se suceden los ataques yihadistas hasta la toma de Palma el 26 de marzo. Allí se desarrollaba la inversión más importante del momento en África: una planta de extracción de gas natural que la petrolera francesa Total ha suspendido por la falta de seguridad. 

“Cualquier noche van a venir y nos van a cortar la cabeza a todos. Están ya entre nosotros, en esas chabolas de refugiados. Algunos vienen ocultos entre ellos cuando huyen, otros han nacido aquí. Nos odian porque no tienen nada, porque son pobres y saben que no tienen posibilidad de dejar de serlo”. Lo dice mirando por la ventana a los centenares de casuchas que parecen agarrarse con las puntas de los tablones a las colinas enmarcadas en el mar del golfo de Mozambique, donde se libró la batalla de Madagascar, una de las más largas y determinantes de la II Guerra Mundial. María, un pseudónimo para preservar su seguridad, es cristiana y desde hace meses le cuesta conciliar el sueño por el miedo. Se siente cada vez cercada por el enemigo, pero habla de ellos sin rencor. Entiende sus razones para haber acabado abducidos por el odio. Pero entender no serena cuando lo que está en juego es la propia vida. “Antes de atacar y sitiar Mocimboa da Praia en 2017 avisaron. Y cumplieron. Con Palma llevaban semanas anunciando que terminarían tomándola. Y en Pemba ya han dicho que entrarán en breve. Pero, ¿a dónde vamos a ir?”. 

María vivió unos años en Europa, así que habla algo de inglés y trabaja con ONG atendiendo a las decenas de miles de refugiados que llevan años llegando a pie y en barcaza a Pemba. La inmensa mayoría son musulmanes y huyen de los yihadistas que, desde 2017, son cada vez más fuertes en Cabo Delgado, la región más pobre de Mozambique, uno de los diez países más míseros del mundo. En el momento de nuestro encuentro, en abril, hace apenas un par de semanas de que el grupo yihadista Al Shabab, la filial del Estado Islámico en África Central (ISCA, por sus siglas en inglés) han cometido uno de los ataques terroristas más mortífero de los últimos años en África: más de 2.000 personas asesinadas según los datos más comedidos, los de ACNUR.

El 26 de marzo, centenares de hombres con el rostro cubierto tomaban la ciudad de Palma, de unos 75.000 habitantes, y, durante días, dejaron sus calles regadas de cadáveres decapitados, casas quemadas y comercios y bancos saqueados. El Ejército mozambiqueño, con el apoyo logístico de varios países, tardó casi dos semanas en recuperar su control, un periodo en el que las Naciones Unidas estima que unas 50.000 personas se vieron forzadas a huir: muchas tuvieron que pasar días escondidas en la selva, sin comida ni agua apenas, mientras otras decenas de miles conseguían subirse a barcazas de pesca y emprender una peligrosa travesía. Las imágenes televisivas de los huidos desembarcando en las playas  de Pemba, a 350 kilómetros al sur, abrieron la sección de Internacional de los informativos de todo el mundo.

El Estado Islámico se ha convertido en la representación icónica del mal en el siglo XXI y aunque el yihadismo lleva años expandiéndose y actuando en la región africana del Sahel, solo conseguía atraer la atención mediática puntualmente, cuando atacaban hoteles donde se hospedaban extranjeros blancos o cuando las cifras de las víctimas alcanzaban las tres cifras. El caso más emblemático fue cuando Boko Haram secuestró a casi 300 niñas en 2014 para convertirlas en esclavas sexuales. De eso hace siete años.

Pero la toma de Palma, en plena África Austral, incluía un elemento que encendía unas alarmas distintas a las humanitarias, mucho más potentes: se trata de la ciudad junto a la que se estaba desarrollando la mayor inversión de ese momento en África: una planta de extracción de gas natural de la petrolera francesa Total alrededor de la que pilotaban, además, otras 140 empresas. Un proyecto de más de 22.000 millones de euros que fue suspendido tras la toma por falta de condiciones de seguridad. 

Pero antes de anunciar su marcha de la excolonia portuguesa, apenas 24 horas después de que los terroristas pusieran a Cabo Delgado en el mapa de la geopolítica popular, un buque de la compañía Sea Star llegaba al puerto de Pemba con 1.300 de sus trabajadores, la mayoría extranjeros. La escena recogía la semilla del mal que asola el país: mientras la población local afectada desembarcaba lastimosamente, cargando en sus cabezas con las pocas pertenencias que habían podido salvar -de las pocas que tienen- y con sus niños de la mano o en el cuadril, los extranjeros eran trasladados de inmediato al aeropuerto. Se hacía así evidente lo que la población local llevaba años constatando: que pese a que la estación de gas estaba siendo un motor económico para la élite del país, la población de esta región no había percibido ninguna mejora en sus vidas. Al contrario, eran más conscientes de su pobreza al poder ver con sus propios ojos la riqueza que florecía a su alrededor (...)


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