Yo
crecí entre víctimas directas del franquismo. Les vi llorar en fechas
señaladas y atesorar recuerdos de la memoria republicana como quien
atesora un peligroso legado que no puede dejarse en cualquier mano. Yo
oía llorar a mi abuela muchas noches y en sueños pronunciar los nombres
de nuestros muertos. El trauma de la violencia política se hereda
durante generaciones hasta que las heridas se cosen, la historia se
cuenta y el dolor se asume y se comprende. Con justicia y repa
ración
sería más fácil, pero de eso ya mejor no hablar. De lo que sí me van a
permitir hablar es de la banalización de los fascistas y sus herederos e
ideólogos pasados y actuales. A mí los chistes de sus nietos, que si
pudieran me harían lo mismo que le hicieron a mi familia y que nos
consideran poco menos que "escoria roja", no me hacen ni puñetera
gracia. Debajo de mi casa familiar vivía un fascista que hacía gala de
ello. En frente vivía otro. Eran policía y militar respectivamente.
Alardeaban de su condición de vencedores siempre que podían. Mi abuela y
mi padre los trataban con frialdad y distancia. Educación y buenos
modales cívicos siempre, y punto. Una puerta abierta, un buenos días, un
felices fiestas...Pero risas y confraternizaciones con quien no respeta
tu libertad ni tu mera existencia ya es mucho ceder. Claro que esas
cosas las hacían viejos rojos despechados, cosas de dignidad pasada de
moda y que como le decía mi padre a la señora que pedía tomates muy
rojos y muy duros, "de esos señora quedamos muy pocos". Pues aún queda
mi padre...y pocos más. Así que allá cada cual con su responsabilidad.
La mía es honrar y guardar la memoria y la dignidad de los míos, y no,
no me río ni confraternizo con fascistas porque el antiguo llanto de mi
abuela no me lo permite. Y ni falta que me hace.
©Marisa Peña.
PD. Todo esto sin acritud ni polémica que ando convaleciente y
simplemente opino desde mi trinchera de libertad y resistencia, que, de
momento, aún conservo.
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