viernes, 17 de mayo de 2024

CTXT. El momento de la democracia, de Joaquín Urías

 Joaquín Urías 30/04/2024

Joaquín Urías Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.

Los cambios más importantes son los que calan definitivamente en la sociedad y crean dinámicas difíciles de revertir, aunque proporcionen pocos réditos en un momento de política espectáculo. Por eso haría falta un gobierno valiente

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Las reflexiones del presidente del Gobierno durante estos días, sobre el coste personal que sufren quienes se dedican a lo público, han servido para que parte de la ciudadanía tome conciencia de la degradación de nuestro sistema político. La situación es grave. Sectores sociales y económicos, que se creen llamados de forma natural a dirigir el país, no dudan ya en instrumentalizar las instituciones democráticas esenciales para alcanzar ese objetivo, por encima del veredicto de las urnas. La extrema polarización está socavando la esencia misma del sistema.

La escenificación de las preocupaciones personales de Pedro Sánchez, más allá de cómo se interprete políticamente, ha causado un impacto que abre la puerta a reformas de calado que permitan recuperar calidad democrática. Sería, seguramente, el mejor legado de su gobierno. Para ello es necesario que se aborden tanto con valor como con prudencia e inteligencia. No se trata de usar el Boletín Oficial del Estado para alcanzar los objetivos tácticos de este Gobierno sino de diseñar un modelo de país con validez general. Solo deben abordarse aquellas reformas que nos parecerían igualmente deseables si las adoptara un gobierno de signo contrario. Al fin y al cabo, la democracia va precisamente de eso: de reforzar un marco en el que esencialmente esté cómodo quien no ostenta el poder.

Tras descartar la posibilidad de la ansiada y necesaria reforma territorial, es posible imaginar al menos cuatro ámbitos en los que España necesita intervenciones urgentes para recuperar calidad democrática. Serían la imparcialidad de la justicia, el rigor de los medios de comunicación, la crispación parlamentaria y el derecho a la protesta. En cada uno de ellos apremia enfrentar problemas complejos para los que no hay soluciones obvias ni inmediatas. De ahí la valentía que se necesita en esta hora.

Empezando por el Poder Judicial, hace tiempo que se ha hecho evidente que España tiene un problema con sus jueces. Basta con que un puñado de ellos, sin la preparación necesaria para actuar de manera imparcial, decida abusar de su poder en favor de un modelo ideológico o político para que tiemblen los cimientos del sistema democrático. La cuestión se aceleró con la judicialización de la política a raíz del proceso independentista catalán y tuvo su momento de apogeo en las manifestaciones públicas de jueces togados y órganos judiciales contra una proposición de ley que no era de su agrado. A eso se suman otros factores como la constante presencia mediática de jueces incapaces de ofrecer una imagen de moderación o imparcialidad y la creciente instrumentalización de la justicia con objetivos políticos en episodios de lo que se conoce como lawfare.

Sin embargo, no es aceptable ninguna propuesta que contribuya a acrecentar un ápice el control político sobre los jueces o la capacidad de amedrentarlos desde los otros poderes estatales. La independencia judicial es y debe ser innegociable. Aun así, es posible buscar soluciones a medio plazo u otras que sólo indirectamente mejoran la situación. La reforma más urgente, aunque sea la menos aludida, sería la reforma del sistema de acceso al Tribunal Supremo. No es de recibo que en España los jueces que marcan la interpretación de las leyes y las líneas que han de seguir todos los demás estén nombrados a dedo por un órgano político. Si se cambia esa perversión, deja de ser importante controlar el Consejo General del Poder Judicial y nuestros jueces ya no tendrán que contentar a un partido político para favorecer sus posibilidades de acceso a lo más alto del escalafón. Junto a eso, una medida tan sencilla como establecer que los miembros de ese Consejo cesen automáticamente el día exacto en que caduca su mandato serviría para evitar situaciones vergonzantes como la que vivimos. La otra reforma inaplazable y de igual importancia tiene que ver con el sistema de acceso y formación de los jueces. Una oposición memorística sobre temas penales y civiles no capacita para ser un buen juez y, en su configuración actual, fomenta una conciencia de casta terriblemente peligrosa. Es necesario introducir un modelo igual de transparente y equitativo que el actual que, sin embargo, ponga el acento en la capacidad de ser imparcial y en la conciencia de los futuros jueces sobre su papel constitucional. Abordar estas cuestiones aseguraría un sistema judicial eficiente en el largo plazo y reduciría para siempre las posibilidades de su utilización política.

En cuanto al rigor de los medios de comunicación, la generalización de un modelo comunicativo centrado en las redes sociales antes que un factor de democratización está permitiendo el triunfo de la desinformación. En el nuevo modelo autorreferencial en el que estamos, la información es una manera de reforzar las opiniones ya formadas. Cada grupo social tiende a leer o escuchar solo aquello que coincide con sus ideas y eso, con su fuerza debilitadora de las miradas críticas, facilita el asentamiento de los mecanismos de manipulación. A la creación de noticias falseadas, destinadas a manipular a la opinión pública y al cuerpo electoral, se suma la debilidad económica de los medios tradicionales de comunicación. A menudo se ven tentados de recurrir a técnicas desinformativas como el clickbait y con más frecuencia dependen de la financiación directa o indirecta de las administraciones públicas, que se recibe a cambio de la sumisión.

Pero tampoco en este terreno hay soluciones evidentes. No se debe intentar siquiera ninguna medida que reduzca la libertad de prensa o permita al gobierno de turno silenciar de la manera que sea a los medios con los que disienta. Es especialmente necesario evitar las tentadoras soluciones destinadas a que sea el poder político el que decida cuál es la verdad aceptable. En ese sentido, la Unión Europea ofrece el peor ejemplo posible: basta entrar en sus páginas dedicadas supuestamente a combatir la desinformación para ver que se usan para una desvergonzada propaganda estatal. Incluyen informes dedicados a acabar con el “bulo” de que la Unión es poco democrática y otros que cada día nos informan de los gloriosos avances de las tropas ucranianas frente a los sanguinarios invasores rusos. Los riesgos de cualquier reforma legal que intente frenar las fake news, más allá del período electoral, aconsejan centrarse más en cuestiones como la financiación. Urgen en nuestro país medidas legislativas que acaben con el trasvase de dinero público a medios de comunicación basado en razones ideológicas. Las cifras de lo que las diferentes administraciones pagan como subvenciones, anuncios y campañas a algunos medios de comunicación explican sobradamente algunos de nuestros problemas con la manipulación. Si se acaba con la posibilidad de que ayuntamientos, comunidades y ministerios financien a los medios en razón de su afinidad desaparecerán automáticamente algunos de los llamados pseudomedios.

En el ámbito parlamentario, por su parte, es evidente que la teatralización de la política permite un nivel de insultos y confrontación que contagia a toda la sociedad y ahonda en eso que ahora llamamos polarización. Las medidas que pongan freno a esa situación –una vez más– no pasan por dar más poder al gobierno de turno para reprimir la libertad de expresión o discusión de las minorías parlamentarias. Es necesario trazar normas objetivas, con el mínimo margen de interpretación, capaces de convertir en regla de derecho la cortesía parlamentaria. Aumentar la fidelidad de las preguntas orales al texto presentado, sancionar las interrupciones del orden parlamentario de manera uniforme y, sobre todo, pactar mecanismos independientes de autocontrol de los grupos parlamentarios ayudaría a reducir la agresividad y el ruido del enfrentamiento político en cortes y asambleas.

Si además el Gobierno de progreso quiere aprovechar el momento para realmente ahondar en el carácter democrático de nuestro país, debe entonces actuar con la valentía que le ha faltado en los últimos seis años y reformar la conocida como ley mordaza. Debe resistir a las presiones de policías y funcionarios del orden e ir más allá de las meras revisiones cosméticas que ofrecían algunos de sus ministros más progresistas. Hay que acabar con el sistema sancionador que permite a un policía amedrentar a cualquier ciudadano con la amenaza de atribuirle una falta de respeto o una desobediencia que pueda concluir en sanción con la sola palabra del agente. El efecto que estas normas han tenido sobre el derecho a la protesta explica en gran manera la desmovilización de los movimientos sociales más comprometidos con los derechos humanos. 

En fin, hay margen para aumentar la calidad democrática de la sociedad. Lo imprescindible en este momento es tener altura de miras y respetar la arquitectura del Estado de derecho. No es el momento de la táctica. Los cambios más importantes son aquellos que no se ven de un día para otro, pero empapan definitivamente a la sociedad y crean dinámicas difíciles de revertir… aunque sean los que menos réditos proporcionan en un momento de política espectáculo y de permanente campaña electoral. Por eso haría falta un gobierno democrático y valiente. La alternativa será quedarse de nuevo en lo cosmético y lo partidista. Hasta que algún día, a base de oportunidades perdidas, nos quedemos del todo sin opciones y sin democracia.

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