Mario Campaña 30/04/2024
Lo que está en juego es qué o a quiénes comprende la noción de humanidad y cómo y bajo qué condiciones esta es socialmente reconocida
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Eleanor Roosevelt sostiene una copia de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1949. / FDR Presidential Library & Museum
En uno de los apuntes de la Dialéctica de la Ilustración, titulado “Transformación de la idea en dominio”, Max Horkheimer y Theodor Adorno afirman que “de la historia más antigua y exótica brotan a veces tendencias de la [historia] más reciente y familiar, y adquieren con la distancia relieve particular”. A la historia antigua y exótica hay que acudir, en efecto, para situar un problema de orden teórico y moral que no deja de mostrar sus irresolubles “relieves”: el de los seres vivos y el estatus humano, dado que lo que sea un humano nunca se ha dirimido por la mera apariencia física. Es posible que este sea el meollo de un dilema velado, conectado con la igualdad y la dignidad. En el mismo apunte mencionado, los autores de la Dialéctica recuerdan que Gautama y la religión budista negaban la filiación a deformes, enfermos, delincuentes, “y a muchos otros”, y que en las entrevistas para decidir la admisión o no a la religión, se preguntaba a los aspirantes: “¿Eres un ser humano? ¿Eres un hombre? ¿Eres dueño de ti mismo?”. Horkheimer y Adorno recuerdan asimismo que Platón consideraba que los pueblos que no habían establecido sus fronteras nacionales vivían “en estado de cerdos”.
(...) Aunque de modo menos aparente, lo que se defendía antes aún se defiende ahora: la existencia de una diferencia entre quienes proponen la interrogación y aquellos que la inspiran. Sobre esa diferencia razonaron sofisticadamente las sociedades griegas antiguas y hallaron que esta no era ni circunstancial ni temporal sino la manifestación de una insuficiencia natural de ciertos pueblos. (Más tarde se habló de razas, pero con los mismos argumentos griegos). Siendo lo ausente en esos pueblos una parte esencial en la definición de humanidad, quienes la padecen no alcanzan la condición de lo humano, o no la alcanzan en sentido pleno. Platón, en La República, encuentra que a los bárbaros o extranjeros les falta una parte del alma, la facultad de raciocinio, la que produce la razón y permite los razonamientos por los que los hombres verdaderos, los realmente humanos, se gobiernan a sí mismos. Por carecer de esa parte racional y por tanto del gobierno de la razón, los bárbaros, seres incompletos, se entregan a los impulsos y al ímpetu, a los sentidos y a los apetitos, a deseos perversos, y tienen desatada dentro de sí una “terrible bestia”. Las consecuencias de este principio son de gran envergadura y llevan a Platón a forjar su explicación acerca de cómo y por qué algunos pueblos viven “en estado de cerdos”.
Aristóteles, en La Política, amplía el pensamiento platónico: lo exclusivo del ser humano no es solo la facultad de raciocinio, sino algo más específico. “Lo propio de los seres humanos frente a los demás animales –dice– es poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Lo específico del ser humano, pero no de las bestias, es vivir en una comunidad, en una ciudad, sujeto a la ley y la justicia, según la virtud, en suma. Sin esto, el hombre no es hombre sino “el animal más impío y más salvaje y el peor en su sexualidad y su voracidad”.
Como se ve, Aristóteles casi lo deja dicho todo. Sin embargo, la más completa elaboración es obra de los estoicos. Puede expresarse así: todas las cosas están regidas por dos principios, la materia y la razón o logos, que actúa sobre ella; el universo es racional; el mundo es racional, animado e intelectual; dios es racional; los hombres son animales racionales a quienes “les ha sido dada la razón como principio más perfecto”. Zenón, fundador del estoicismo griego, escribió que la finalidad del hombre “es vivir conforme a la naturaleza”, lo que significa vivir según la virtud, o sea, no haciendo nada de lo que suele prohibir la ley común, que es “la recta razón a todos extendida”. El ser que es verdaderamente humano conforma sus actos con “la ley común”, que equivale a “la recta razón” que no es otra cosa que la ley positiva. El mundo verdaderamente humano existe solo en sociedades en que esté vigente “la recta razón”, la ley común, la ley positiva, es decir, donde los habitantes se atienen racionalmente a la organización política, sus instituciones y normas.
En conclusión: un humano en sentido cabal es aquel que disfruta de logos, lengua, racionalidad, capacidad para desarrollar una argumentación lógica, discriminar entre el bien y el mal y lo justo y lo injusto, con una conciencia autónoma e independiente; un ser cuya motivación para actuar es interna, no externa; un ser capaz de vivir en una polis o civitas ateniéndose a sus normas y sus leyes. ¿Por qué? Porque únicamente el logos y la polis o civitas, por su naturaleza, orden y exigencias, instituciones y leyes, crean una “sociedad civil” y permiten a los seres desarrollar su capacidad y su potencial: su humanidad.
(...) Con todo lo dicho, sin olvidar que “de la historia más antigua y exótica brotan a veces tendencias de la [historia] más reciente y familiar, y adquieren con la distancia relieve particular”, consideremos un caso todavía reciente de la vida pública española e intentemos interpretarlo en su posible significación.
El 31 de diciembre de 2022, en el informe de fin de año, en el minuto 16, el presentador de la cadena 1 de Televisión Española, dijo: “En España, más de cuarenta mujeres han vuelto a morir a manos de monstruos”. Aparte de los reparos sintácticos que pueden hacerse a la construcción (nadie puede ‘volver a morir’, como dijo el presentador), lo preocupante es el uso del sustantivo, con valor de atributo, de “monstruos”, en un contexto oficial y un momento estelar, para referirse a seres humanos. Es una palabra que se oye y se lee a menudo, con connotaciones generalmente negativas, sentido que recoge la Academia de la lengua. En castellano no es este un uso excepcional. El País, por ejemplo, tituló su editorial de 27 de agosto de 2023 La desaparición de un monstruo, designando al entonces recién fallecido Yevgueni Prigozhin.
Lo importante es que usando el sustantivo monstruo para calificar a seres humanos la cadena incurría en lo que los historiadores han llamado “bestialización” o “animalización” de las personas.
La revocatoria de la humanidad a las personas que cometen un delito o incluso una simple infracción es un recurso típico de las sociedades esclavistas y racistas del pasado. Los asesinos de esas cuarenta mujeres seguramente eran tenidos por miembros de la comunidad humana y de la sociedad española hasta antes de la comisión de sus delitos, después de los cuales ese estatus les fue derogado: pasaron a ser monstruos. Las palabras nos delatan, tituló la Universidad de Castellón un evento reciente, en el que tuve el honor de participar, sobre esclavitud y racismo. El presupuesto de TVE era afín al pensamiento esclavista y racista griego: afirmaba tácitamente que en España el reconocimiento de la humanidad de alguien está condicionado y puede ser revocado por la comisión de un delito como el asesinato de una mujer. Seguramente el apelativo puede ser matizado, pero, si es cierto que las palabras nos delatan, hay que tomar en serio estas manifestaciones, que no son, ni mucho menos, extrañas, como demuestra el hecho de que esa retórica forme parte, como hemos dicho recién, del modo de expresión del periódico de mayor circulación en el país.
Lo que está en juego ahora es qué o a quiénes comprende la noción de humanidad y cómo y bajo qué condiciones esta es socialmente reconocida. La respuesta que demos a estas preguntas es lo que queda delatado cuando hablamos. ¿Lo que hace a un ser vivo un humano es su raciocinio; su capacidad para discriminar entre el bien y el mal, lo justo o lo injusto; su racionalidad y su aptitud para vivir conforme a leyes y virtudes; su potencial para adaptarse y constituirse como ser social conforme a las dinámicas de una polis y una civilización, como se ha afirmado a lo largo de la historia, hasta el mismo siglo XX? ¿Un ser es humano acaso desde que se muestra capaz de unirse en comunión con un Dios, como afirman las religiones?
Todos estos supuestos llevarían a una misma e implacable conclusión: la humanidad no es universal, ni es una unidad, ni es irrevocable. ¿Qué es lo que delata el habla, sobre lo que advertía el evento de la Universidad de Castellón, en casos como el que nos ocupa? No cabe duda de que estamos ante un problema. Probablemente este consista en que, en el fondo, rechazamos la igualdad. Me refiero a la igualdad moral de todos. Suscribimos el sentido burgués de igualdad, que se limita a la aplicación de un mismo régimen legal a todos los miembros reconocidos de un Estado. Eso lo aceptamos. Pero la igualdad moral es algo más radical. Implica que cualquiera que sea la condición de ese miembro del cuerpo social, sea razonable o delirante, santo o pecador, criminal o virtuoso, verdugo o víctima tiene el mismo valor moral, o sea la misma dignidad, en tanto componente de la comunidad humana, que todos los demás.
El problema aún es arduo. Quizá en cierto momento podamos llegar a aceptar que todos somos miembros de una misma especie, la humana, pero incluso entonces no aceptaríamos que los “monstruos”, los viciosos, los inmorales, sean iguales a nosotros o nosotros iguales a ellos, hagamos lo que hagamos: que no haya gente moralmente superior o moralmente inferior. Diga lo que diga, el metropolitano se siente íntimamente superior al periférico, porque ha sido constituido o modelado por una polis, una sociedad políticamente avanzada. Diga lo que diga, el ciudadano que se atiene a las leyes se ve a sí mismo más valioso que quien las infringe reiteradamente. Por las motivaciones que sean, para nosotros una mujer asesinada es una víctima y el asesino un “monstruo”. Parece como si el reconocimiento de la unidad de la humanidad y de su naturaleza irreversible supusiera infravalorar el delito, la civilidad o la virtud, y ante eso hubiera necesidad de afirmar la diferencia: que los humanos no tenemos todos la misma dignidad, que la del virtuoso, etcétera, es superior.
Pero tras la Segunda Guerra Mundial y su grado de abyección antes jamás alcanzado, la humanidad vivió el que acaso sea el momento más luminoso de su historia moral, que sobrepasó todas las disquisiciones del pasado acerca de lo que es o no es un ser humano. Entonces se declaró que la cualidad humana proviene del hecho biológico del nacimiento, y es universal, incondicional, indivisible, inalienable e irrevocable. Se llama Declaración Universal de Derechos Humanos. Es una ley internacional, aprobada el 10 de diciembre de 1948, y en su concepción y defensa jugó un rol decisivo una mujer: Eleanor Roosevelt.
No hemos terminado de asimilar esta definición y no la asumimos. Cuando lo hagamos y reconozcamos la dignidad universal, incondicional e irreversible de todos los seres vivos, la humanidad, superada su falsa conciencia, que ha limitado perversamente su forma de existencia, abrirá un nuevo y más prometedor capítulo de su historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario