Diego E. Barros Chicago , 6/05/2024
Lo que está ocurriendo en las universidades de Estados Unidos no es más que otro síntoma de la degradación de nuestras democracias y el proceso de destrucción de la universidad tal y como la conocíamos
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Estudiantes universitarios protestan contra el genocidio de Gaza en Nueva York. / Álvaro Guzmán Bastida
En un gesto peripatético que recordó a aquel del secretario de Estado de EEUU, el general Colin Powell, mostrando ante la Asamblea de las Naciones Unidas un pequeño frasco con una sustancia blanca, el comisionado del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD), Edward A. Caban, blandió el pasado 1 de mayo ante la prensa una cadena y un candado como evidencia de, supongo, la presencia de bicicletas en el campus de la Universidad de Columbia. La comparecencia de Caban, flanqueado por el alcalde de la ciudad, Eric Adams, sirvió a las autoridades neoyorquinas para hacer balance de sus dos semanas de gloria e insistir en que ambos objetos eran pruebas irrefutables de la violencia estudiantil, pues fueron usados para bloquear uno de los accesos a Hamilton Hall, uno de los edificios en los que la policía entró, pistola en mano, ante la presencia sin duda amenazante de los libros apilados en los despachos de muchos de los profesores cuyas puertas acabaron por abrir a martillazos. Según ellos, la cadena y el candado probaban su teoría de la presencia de “agitadores externos”, pese a que la propia tienda de la universidad los vende, con descuento, a sus estudiantes.
Fue el acto final de unos meses en los que las autoridades políticas, académicas y los cuerpos policiales de todo el país han estado luchando y reprimiendo violentamente pacíficas manifestaciones y acampadas de protesta. Esta represión se ha extendido también a los profesores universitarios, sin duda los grandes incitadores del delito cometido por unos estudiantes catalogados de privilegiados (estudian en universidades cuyo índice de aceptación suele estar por debajo del 10%, en el caso de las Ivy League como Columbia), aunque la protesta se haya extendido a universidades públicas de todo el país. También de inconscientes, cuando no directamente desconocedores de la realidad del mundo –insisto, para ser aceptado en una universidad como Columbia o Dartmouth, la inmensa mayoría de estos estudiantes son no solo modélicos, sino brillantes.
Y, por supuesto, de antisemitas y adoradores de Hamás. Incluidos los estudiantes judíos que sí han formado parte de las protestas.
Esta sucesión de operetas sin gracia alguna que pudo bordear la tragedia ya ha devenido en una farsa en la que textos académicos sobre terrorismo se esgrimen como prueba de la supuesta radicalidad de los estudiantes. En realidad, lo sucedido hasta el momento no es más que la punta de un iceberg de dimensiones colosales que no solo afecta a lo que pueda quedar de la otrora todopoderosa y orgullosa institución universitaria (en general) estadounidense, sino, como en otras latitudes, a la salud y la naturaleza de los mismos sistemas democráticos que disfrutamos y, últimamente, empezamos a padecer.
Las protestas, acampadas y desalojos están llevándose titulares y coberturas mediáticas (Dana Bash, en la CNN ha llegado a decir esta semana que las universidades estadounidenses son hoy como la Alemania de los años treinta) que harían sonrojar a la mismísima FOX News en las horas más bajas de la presidencia de Trump durante las protestas tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía en 2020. Hemos llegado hasta aquí tras meses de movilizaciones y contramovilizaciones, más o menos ruidosas, que trataban de poner en su contexto la situación y las aristas de un conflicto que ni mucho menos comenzó con el terrible y deplorable ataque perpetrado por Hamás el pasado 7 de octubre. En todos los casos, salvo muy pocas excepciones, la respuesta fue una versión anticipada de lo que estamos viendo estos días: tildar de antisemitismo a cualquier atisbo de crítica hacia la desproporcionada respuesta israelí, y reprimir y perseguir, judicial o académicamente, a quien osase levantar una voz discordante con el discurso oficial de adhesión inquebrantable a las indiscriminadas acciones militares de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF).
Desde el pasado 18 de abril se contabilizan ya más de 2.000 detenciones de estudiantes y profesores a lo largo de todo el país. Annelise Orleck, de 65 años, profesora en Dartmouth College (otra Ivy League) y directora de su Programa de Estudios Judíos –sí, Estudios Judíos– fue detenida el 1 de mayo mientras protegía a los estudiantes de la policía que tomó el campus. La presidenta de Dartmouth, Sian Beilock, como su homóloga de Columbia, también pidió a la policía irrumpir en su campus. Orleck, judía, catedrática respetada de historia estadounidense ha sido suspendida seis meses de la universidad que presume de contar con su magisterio entre su prestigioso claustro. Es simplemente una de entre decenas de docentes.
Durante las semanas posteriores al 7 de octubre todo comenzaba a resultar peligrosamente similar a lo vivido en el país durante los meses que siguieron al 11 de septiembre de 2001. Lo sé porque algunos de mis estudiantes de origen palestino, algunos con familia en la Franja o en Cisjordania, se acercaban para comentarme su preocupación, las miradas que soportaban en sus trabajos o cómo habían comenzado a tratar de esconder su origen étnico: “Para evitar problemas”. El shock y el miedo inicial se vieron pronto desplazados por los horrores que llegaban de la Franja en forma de imágenes de bombardeos sobre hospitales, ambulancias, colegios y universidades –qué ironía, no queda ni una sola universidad en Gaza en pie–. Y comenzaron las protestas que han fraguado en los campamentos y las ocupaciones. La propia Columbia suspendió hace meses las actividades de dos grupos estudiantiles, Students for Justice in Palestine (SJP) y Jewish Voice for Peace (JVP), precisamente por su participación en protestas pacíficas. En el caso del segundo, imagino, por el doble delito de ser judío y, siguiendo el argumento dominante, antisemita. El caso se está viendo en los tribunales.
Ahora ya no hace falta siquiera levantar la voz, puesto que llevar una kufiya (tradicional pañuelo palestino y del mundo árabe en general) al acto de tu propia graduación es una ofensa suficiente para ser expulsada del mismo por la policía.
Esta es la América de Joe Biden, quien el 2 de mayo, en una declaración pública que haría removerse en la tumba al mismísimo Martin Luther King y a su compañero de batallas, el congresista demócrata John Lewis, fallecido en 2020, esgrimió: “El disenso jamás debe llevar al desorden”. Es decir: protestar está bien, pero sin molestar ni quebrantar la ley. Y todo en un país en el que es imposible comenzar cualquier curso de Historia Americana básica sin mencionar un apartado titulado “Aquellos que incumplieron la ley”. Y se enseña con orgullo. Incluso.
Desde su “Carta desde la cárcel de Birmingham” (1963) –probablemente su texto más importante junto con el discurso sobre la intervención estadounidense en la Guerra de Vietnam, pronunciado cuatro años después (olvídense del célebre “I have a dream”)–, Martin Luther King, Jr., vuelve a interpelarnos estos días al señalar precisamente al “moderado blanco [que] está más dedicado al orden que a la justicia; [que] prefiere una paz negativa, que es la ausencia de tensión, a una paz positiva, que es la presencia de justicia”.
Las imágenes que vienen de algunos campus como Ole Mississippi resultan en este sentido atronadoras: la historia rimando sus cosas, que diría Margaret McMillan.
Las muchas capas de la cebolla
En mitad del ruido, la impotencia y la rabia se hace necesario colocar lo que está sucediendo en un marco narrativo que iría desde la sacrosanta 1ª Enmienda (libertad de expresión y manifestación) a la llamada independencia universitaria y la libertad de cátedra (lo que en Estados Unidos se llama “academic freedom”), pasando por una muy espinosa discusión en torno al concepto de “seguridad” y su relación con el discurso público.
Desde el principio, los llamamientos a la represión fuera o dentro de las universidades enarbolaron la “seguridad” como argumento principal. Cabe por tanto preguntarse sobre la seguridad de quién y, muy especialmente, de qué. Ciertamente no de quienes protestan, al menos la mínima y necesaria para ejercer su derecho a la libertad de expresión. La defensa a ultranza de la libertad de expresión en los campus es lo que académicamente denominamos “extramural speech” (discurso exterior), y no parece importar mucho ahora a las autoridades universitarias ni a buena parte del espectro político estadounidense estos días. Es cierto que todas las universidades tienen reglamentos, también que estos reglamentos han sido cambiados sobre la marcha para ser convertidos en legislaciones coercitivas de uso aleatorio y selectivo.
Teniendo en cuenta que venimos de años en los que tanto moderados muy liberales como el espectro conservador han puesto el grito en el cielo acusando precisamente a los recintos universitarios de “coartar la libertad de expresión” en pro de la construcción de “espacios seguros”, el argumento de la seguridad esgrimido aquí es cuando menos llamativo. Por supuesto, es imposible no mencionar ese hombre de paja que llaman “cultura de la cancelación”, la punta de lanza de los sectores más conservadores en su guerra cultural contra todo lo que huela a izquierda.
¿Quién cancela a quién estos días? ¿Quién está seguro? Ardo en deseos de leer las miles de columnas que se nos vienen encima. O no, claro.
La seguridad ha sido invocada para hablar también del propio campus, esto es la propiedad; las “ventanas rotas”, que dijo Biden, olvidando que las únicas ventanas rotas en la ya célebre ‘batalla de Hamilton Hall’ las rompió la policía que, según se supo, llegó a disparar al menos una vez en el interior del edificio. Viendo la brutalidad con la que se empeña la policía estadounidense es casi un milagro que no hayamos tenido que lamentar todavía ninguna desgracia.
Está, por supuesto, la seguridad de quienes circulan por los campus, de quienes quieren asistir a clases, pero tampoco esta parece aplicar a los que protestan, que también lo hacen y sin problema alguno. Por último y no menos importante, la seguridad de los propios estudiantes judíos. Si bien el sintagma “estudiantes judíos” no debería usarse de manera absoluta, ya que hay judíos a uno y otro lado de las protestas, debemos inferir que esta “seguridad de los estudiantes judíos” solo afecta a algunos de ellos.
Los estudiantes que se dicen amenazados –insisto, un argumento retórico que, salvo contadísimas excepciones, no ha sido respaldado con hechos– suelen esgrimir que determinadas manifestaciones y actitudes son la causa de su inseguridad. Nos guste más o nos guste menos, la libertad de expresión ampara (o debería) aquellas expresiones que nos hacen sentir incómodos, siempre y cuando no impliquen amenazas contra la integridad física de alguien.
No es lo mismo decir “mereces morir porque eres judío y ojalá te maten”, una amenaza, por tanto no amparada en la libertad; que gritar “Palestina libre”, o reclamar el fin de la ocupación y que se detengan los asentamientos ilegales, algo que reclama la propia ONU desde 1967, y que el embajador israelí, en una declaración propia de la locura en la que Occidente se ha instalado, ha tildado de “centro neurálgico del antisemitismo internacional”.
Por mucho que nos incomode, en mi caso por la estupidez intelectual que denota, expresiones como “que se vuelvan a Polonia” no son (no debería ser) un motivo para sentirse inseguro y, por tanto, coartar la libertad del que las expresa.
Mucho me temo que hemos entrado en una espiral de sinrazón en la que todos los puentes han sido derrumbados. El hecho mismo de que nos incomoden más las protestas que el genocidio en curso implica que no nos queda un solo consenso salido de la Segunda Guerra Mundial sin dinamitar. Solo cabe ya mirar al abismo. Y en esto, los estudiantes que resisten a la policía son nuestra vanguardia.
La respuesta a la hora de primar la seguridad de quién y de qué ha sido diferente y significativa. Desde la abierta hostilidad de Columbia, la Universidad de Florida, la Universidad de Wisconsin, Emory, o UCLA, donde pelotazos y porrazos han disuelto y detenido a estudiantes y profesores contando con la complicidad y ayuda de oscuros grupos, y otros estudiantes, los famosos frat boys (miembros de fraternidades, casi siempre estudiantes blancos de clases acomodadas –revisen todas las películas universitarias de los setenta y ochenta desde Animal House (1978) no tienen pérdida–), a los intentos por abrir canales de diálogo y entendimiento, como en el caso de la Universidad de Minnesota o Cornell. Es el caso también de dos universidades igual de elitistas que Columbia, como son Brown o la Universidad de Chicago, que optaron, en un primer momento, por permitir las acampadas bajo vigilancia. A nadie se le escapaba, sin embargo, que se trata de un paréntesis y que estas instituciones las eliminarán antes de que las mismas puedan estropear sus respectivas y pomposas ceremonias de graduación.
Es el dinero, estúpido
En Columbia hay una particularidad que no necesariamente se extiende a la realidad de otros campus, aunque sí hay instituciones en situación semejante, ya sean estas más o menos elitistas. El llamado “sistema universitario estadounidense” tiene poco o nada que ver con, por ejemplo, el español; por extensión, el europeo. A las diferentes divisiones en cuanto a nivel académico, investigador y presupuestario, hay que añadir el componente que hace que instituciones como la mencionada, u otras semejantes como Harvard, Yale, Stanford, o la misma Universidad de Chicago, más que centros educativos sean ya empresas multimillonarias con una marca (todavía asociada con la excelencia académica) a proteger. En pocas palabras: son máquinas de hacer dinero en cantidades industriales y cuyo negocio no es ya tanto sus estudiantes, como los beneficios manejados en los fondos de inversión en donde mantienen sus multimillonarios endowments (fondos de capital permanente que de alguna forma solidifican la continuidad de la institución). En el caso de Columbia o la propia Universidad de Chicago, el suelo.
Columbia es el mayor propietario privado de suelo de la ciudad de Nueva York y como tal debe proteger sus intereses y los de sus inversores (que llaman donantes), por encima de lo que puedan decir cuatro estudiantes (casi siempre racializados) más o menos comprometidos, y dos o tres de sus prestigiosos profesores, a los que a la vez se acusa de ser los culpables de todo esto (...)
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