Miguel Ángel Ortega Lucas 27/05/2024
Analizamos el impacto del movimiento zapatista que en 1994 puso en el mapa al estado mexicano de Chiapas y a toda la cultura indígena, sublevados contra el código ‘Si no compras ni vendes, no existes’
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¿Acaso de verdad se vive en la tierra? No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. Aunque sea jade, se quiebra. Aunque sea de oro, se rompe. Aunque sea plumaje de quetzal, se desgarra. No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.
Lo que antecede es un poema náhualtl, la lengua del milenario pueblo tolteca, conocido como An nochipa tlalticpac: Fugacidad universal. Es un poema anterior a la llegada de los europeos, anterior quizás a los registros escritos en cualquier lengua mesoamericana. Retumba desde los manantiales de lo humano porque alude a algo atemporal e irrevocable: “No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí”.
Sin embargo, la desventura de algunas comunidades humanas ha conocido la fugacidad terrenal no sólo por ley de vida, sino por leyes impuestas por otros sobre la propia tierra: “no para siempre” en la tierra que te vio nacer; o no, al menos, como tu pueblo la conoció siempre. La historia universal está llena de ejemplos; la historia americana no se entiende sin esto; la historia de México contiene algunos de los episodios más paradigmáticos y sangrientos, todavía en carne viva.
Cuatrocientos años después de la colonización española, y cien años después de la Revolución de Pancho Villa y Emiliano Zapata contra la dictadura de Porfirio Díaz, el académico de la Historia mexicana Enrique Florescano escribía lo siguiente (en Etnia, Estado y Nación; 1997):
La afrenta que más agravió a los indígenas fue no ser reconocidos como comunidades merecedoras de un lugar digno en la república que construían los grupos dirigentes. Si se recorre la historia de este siglo [XX], se advierte que desde la independencia los autores de los proyectos nacionales trataron a los indígenas peor que los conquistadores españoles del XVI. En ningún momento los aceptaron como pueblos con tradiciones distintas a las de criollos y mestizos, y nunca aceptaron esas tradiciones como parte de la cultura y del patrimonio nacional. (...) Si algún grupo merece el nombre de mexicano es sin duda el integrado por los descendientes de las etnias mayas, zapotecas, totonacas, yaquis, tarahumaras, purépechas… ¿No es una contradicción mayúscula que en los libros de historia se diga que esas etnias fueron las creadores de la civilización mesoamericana, y fuera de las escuelas sean considerados seres inferiores y no representativos del verdadero México?
Es posible que el panorama descrito en ese párrafo resulte algo genérico para un lector ajeno a la realidad mexicana o latinoamericana. Lo que sigue es más concreto, fechado también en 1997:
En el municipio chiapaneco de Chenalhó, bandas paramilitares (entrenadas, pagadas y dirigidas por el gobierno mexicano y por ese cadáver podrido que es el PRI) se dedican a cazar indígenas rebeldes como en los tiempos de la conquista… Mientras usted lee estas líneas, más de 4.000 refugiados, viviendo y muriendo en la intemperie, lejos de sus hogares, son la mejor muestra de que los discursos de paz no son sino una torpe careta para esconder la guerra contra la historia.
Esas líneas son parte de una carta recibida en Barcelona por el periodista y escritor Manuel Vázquez Montalbán, con remite de “subcomandante Insurgente Marcos. Ejército Zapatista de Liberación Nacional”. En realidad iba dirigida tanto a Montalbán como a Pepe Carvalho, su personaje literario más célebre. Sucedió que el tal Marcos había comparecido ante las cámaras de TVE, oculto tras un pasamontañas, confesando que ya no podía leer las novelas de Carvalho, detective gourmet, porque en plena selva le daban un hambre bestial. En esa selva, contaba, había aprendido durante años a comer “de todo”: tlacuache, ratón, culebra… Montalbán no tardó en responderle desde El País, prometiéndole incluir cocina de supervivencia o precolombina en sus novelas. Entonces Marcos le respondió en privado.
En la carta que glosamos, Marcos aclaraba a Montalbán que, amén la complicidad con sus novelas –compartida por un compañero muerto en combate el 1 de enero de 1994–, era la afinidad de sus ideas lo que le había llevado a escribirle: planteamientos comunes en torno a cuestiones como “la globalización, el agonizante Estado nacional, la Europa social y la del dinero…” y “esa pesadilla”, implantada tanto en Europa como en América, “que nos promete la destrucción más terrible: la de la memoria histórica. Tal vez por eso el Poder acá destruye a quienes hacen de la memoria histórica su guía y bandera: los indígenas zapatistas”.
Fue ese 1 de enero de 1994 cuando el grupo guerrillero llamado Ejército Zapatista de Liberación Nacional trató de hacerse con el control de varios municipios en Chiapas. No pasa desapercibido el simbolismo de la fecha, resonante con el 1 de enero que cuarenta y cinco años atrás había visto entrar en Santiago de Cuba a los barbudos de Fidel Castro. Pero no iban por ahí esos tiros; es que hicieron coincidir el levantamiento con el día en que se hacía efectivo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre EEUU, México y Canadá, que para los zapatistas suponía la coronación de la “mascarada”: la entrada del Estado mexicano en el presunto Olimpo de la modernidad y la democracia, cuando la realidad del país dibujaba un rostro criminalmente opuesto.
En realidad, el EZLN –de composición mayoritariamente indígena– era sucesor de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN) que desde los años sesenta pelearon contra el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI; más de 70 años ocupando el poder en México), debido a la represión y la expropiación de tierras perpetradas contra las comunidades originarias. La mayor parte de los miembros del FLN fueron eliminados por las fuerzas del Estado a principios de los setenta. Diez años después, en noviembre de 1983, se constituyó oficialmente el EZLN, que tardó otros diez años más, de preparación y acción y contención, en darse a conocer al mundo. (“Tomábamos orines cuando las caminatas eran muy largas”, refería Marcos sobre esos años previos en las montañas de la selva Lacandona. “Nos turnábamos para orinar para no deshidratarnos al mismo tiempo. Ésta es la parte que nadie pregunta. Nos preguntan de enero para acá”.)
No sólo exigían la tierra arrebatada a sus comunidades por el Estado, sino una reformulación integral del sistema que comprometiera al gobierno a respetar la participación y los derechos fundamentales de los pueblos originarios –tzeltal, tsotsil, chol, tojolabal…– en todos los ámbitos en que una comunidad se funda. Pedían, en suma, acabar con la explotación social y laboral, la discriminación jurídica y el racismo que esos pueblos soportaban. Si bien con un planteamiento muy singular que abordaremos más tarde.
Aquella algarada de enero de 1994 se extendió durante doce días, tras lo cual se inició un largo proceso de diálogo entre el EZLN y el gobierno federal. Las negociaciones cristalizaron en 1996 con la firma de los acuerdos de San Andrés, que reconocían constitucionalmente los derechos de los pueblos indígenas. Pero el Estado nunca llegó a cumplirlos (...)
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