Haaretz 28/03/2024
El primer ministro se ha convertido en una carga: expone al país a riesgos estratégicos que podrían costarle muy caro y perjudica deliberadamente a la ciudadanía en aras de su supervivencia política
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Benjamin Netanyahu en una rueda de prensa junto al secretario de Defensa estadounidense en Washington. / Staff Sgt. Jack Sanders
El primer ministro Benjamin Netanyahu acaba de engrosar su lista de estrepitosos fracasos con la crisis diplomática entre Israel y su aliado más cercano: la superpotencia norteamericana. Desde que estalló la guerra, Estados Unidos –protector de Israel en la arena internacional– ha hecho lo imposible por respaldarlo. El pasado 25 de marzo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó una resolución que exige un alto el fuego inmediato durante el mes de ramadán, así como la liberación inmediata e incondicional de todos los rehenes retenidos por Hamás. Los intentos anteriores de aprobar una resolución similar habían fracasado, pero en esta ocasión Estados Unidos se abstuvo en vez de ejercer su poder de veto y salió adelante.
A pesar de todo ello, en lugar de admitir que se había vuelto a equivocar y cambiar enseguida su postura hacia Washington –disculpándose con los israelíes por el tsunami diplomático que había cernido sobre ellos y dimitiendo avergonzado por su política temeraria, que condujo a Israel al borde del abismo el 7 de octubre–, Netanyahu optó por seguir desacreditando y provocando a los estadounidenses.
Tras la votación del Consejo, canceló la visita planificada a Estados Unidos de una delegación encabezada por Ron Dermer, ministro de Asuntos Estratégicos, y Tzaji Hanegbi, asesor de Seguridad Nacional. Además, acusó a Washington de abandonar “la posición de principios de Estados Unidos” y, en consecuencia, “perjudicar el esfuerzo de guerra”. Sin pizca de humildad, su gabinete incluso acusó a los estadounidenses de socavar los intentos de conseguir la liberación de rehenes y de abogar a favor de Hamás. Poco le faltó para acusarlos de apoyar el terrorismo –respuesta por defecto de la máquina de veneno del máximo mandatario israelí–.
Como es habitual, Benny Gantz, miembro del gabinete de guerra, trató de recomponer sutilmente los platos rotos de Netanyahu. “Más allá de que lo apropiado es que la delegación realice la visita, el primer ministro debería acudir en persona a Estados Unidos y reunirse directamente con el presidente Biden y los altos funcionarios de su Gobierno”, declaró. El círculo más próximo al jefe de Gobierno israelí, en cambio, recibió estas declaraciones como un motivo para atacar a Gantz.
Netanyahu se lo ha buscado. Los estadounidenses han hecho lo imposible para dejarle claro a Israel que se les había agotado la paciencia. La tensión creció ante la posibilidad de una operación militar en Rafah y el presidente Joe Biden trasladó a Netanyahu su firme oposición a una ofensiva a gran escala en esa ciudad, tanto en la reciente visita de Gantz a Washington como en el viaje del secretario de Estado Antony Blinken a Jerusalén. Por su parte, la vicepresidenta Kamala Harris lanzó una advertencia el 24 de marzo en una entrevista con ABC Television. A pesar de todo, Netanyahu, sus ministros y los miembros de su gabinete repudiaron el apoyo estadounidense. “Si hace falta, lo haremos sin la ayuda de nadie”, alardeó. Otros emitieron el mismo mensaje con distintas palabras, como si Israel no dependiese del respaldo, el apoyo militar y la cúpula de hierro diplomática que le proporciona Estados Unidos.
Netanyahu se ha vuelto una carga para Israel: expone al país a riesgos estratégicos que podrían costarle muy caro y perjudica deliberadamente a la ciudadanía en aras de su propia supervivencia política. Es hora de que dimita y le dé a Israel la oportunidad de salir a flote del pozo en el que lo ha hundido. Ojalá la reciente dimisión del parlamentario Gideon Sa’ar suponga el principio del fin de este Gobierno.
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Traducción de Cristina Marey Castro.
Este texto es el editorial principal de Haaretz, publicado en los ejemplares en hebreo e inglés en Israel.
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