sábado, 13 de abril de 2024

El Salto. Haití: el fracaso neocolonial y el “eterno castigo de su dignidad”

 Gerardo Szalkowicz   27 MAR 2024

La crisis de gobernabilidad que vive Haití después del alzamiento paramilitar que liberó a más de 3.600 presos y expulsó al primer ministro es un capítulo más de una historia colonialismo y dependencia.

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La cinematográfica fuga de más de 3.600 presos, un vendaval de ataques armados y la posterior renuncia del primer ministro, Ariel Henry, amenazado y varado en Puerto Rico, han colocado por unos días a Haití en el foco de los grandes consorcios mediáticos y desnudaron su triste foto actual: el pequeño país caribeño, el más pobre del hemisferio occidental —o más bien, el más empobrecido— luce virtualmente gobernado por el crimen organizado. ¿Cómo se llegó a este vacío de poder institucional? ¿De qué manera se gestó la paramilitarización de su territorio? ¿Es Haití el gran laboratorio de las nuevas estrategias de dominación made in USA?

El pueblo haitiano arrastra una historia de formidables resistencias y tragedias inducidas. Protagonizó la primera revolución negra, que devino en el primer país independiente de las Américas y el primero del mundo que abolió la esclavitud. Por su libertad tuvo que pagarle a Francia una indemnización dantesca durante un siglo y medio. En 1915, los marines desembarcaron en Puerto Príncipe y se quedaron casi 20 años, en lo que fue la ocupación más extensa en la historia estadounidense; siguió un largo derrotero de dictaduras sangrientas e intervenciones extranjeras, que forjó una élite adicta al tutelaje de las potencias occidentales. Nada de lo que ocurrió en el último siglo escapó a la huella de Washington.

Haití también fue precursor en tener gobiernos de extrema derecha. Su debilidad institucional se profundizó con la llegada fraudulenta al poder del ultraconservador PHTK en 2011, primero bajo la presidencia de Michel Martelly y después con el empresario bananero Jovenel Moïse. El terremoto de 2010, que dejó más de 200.000 muertos y millones de desplazados, abrió paso al “intervencionismo humanitario” de las ONG que potenció la dependencia foránea. 

Luego de la negativa de Moïse a convocar elecciones, el Congreso tuvo que bajar la persiana en 2020, acelerando una crisis política que tuvo su clímax con el magnicidio del propio Moïse en julio de 2021 por parte de paramilitares colombianos y estadounidenses. Quedó al mando Ariel Henry, nombrado primer ministro por Moïse justo dos días antes de su asesinato, con el apoyo de EE UU y Europa. Pero Henry también se quiso quedar en el poder más de la cuenta y ahora terminó cayendo.

Para este último capítulo entró en escena un factor novedoso: las crecientes bandas criminales como principal actor de poder. Mientras Henry estaba en Kenia negociando el arribo de una misión militar, una alianza de grupos armados desató una feroz ola de violencia: bloquearon el aeropuerto, saquearon puertos, atacaron comisarías y lograron liberar a 3.696 presos. Además, exigieron la renuncia de Henry y amenazaron con una guerra civil.

La Casa Blanca entendió que la situación era insostenible. Unas horas después de que el secretario de Estado, Anthony Blinken, le reclamara “una transición urgente”, Henry envió desde Puerto Rico un video con su renuncia. La decisión de soltarle la mano se había cocinado en una reunión en Jamaica junto a líderes de la Comunidad del Caribe (Caricom), Francia, Canadá y Naciones Unidas, en la que además se acordó conformar un consejo de transición.

El país quedó prácticamente paralizado, con toques de queda, la retirada de diplomáticos extranjeros, la suspensión de vuelos, el cierre de escuelas y hospitales, los edificios gubernamentales asediados y una cotidianeidad atravesada por la violencia y el caos.

Un verdadero Estado fallido, que no realiza elecciones desde 2016, sin Poder Legislativo, con el Poder Judicial intervenido, con actores externos decidiendo el rumbo del Ejecutivo y con las pandillas dominando buena parte del territorio.

Causas del auge paramilitar

La mirada generalizada sobre Haití, muchas veces marcada por prejuicios racistas y caricaturescos, suele invisibilizar su larga tradición de resistencia popular. En 2018 se dio una potente insurrección que llegó a movilizar a unas dos millones de personas —en una población de 11,5 millones— contra la disparada del precio de los combustibles y otras medidas impuestas por el recetario del FMI. La revuelta tenía una impronta abiertamente antineoliberal.

Tremenda efervescencia social no podía ser contenida por una represión clásica, ya que la policía apenas contaba con 7.000 efectivos y las Fuerzas Armadas habían sido disueltas en 1995. Además, acababa de retirarse la última misión militar de la ONU, que ocupó el país entre 2004 y 2017 con tropas de una veintena de países. La llamada Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) había dejado un tendal de denuncias de crímenes, al menos dos mil violaciones e incluso fue la responsable de introducir el cólera que mató a más de 30.000 personas (...)

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