lunes, 23 de octubre de 2023

CTXT. El semillero y el búnker. Por Xandru Fernández

 Xandru Fernández 17/09/2023

Las islas imaginarias del segregacionismo ilustrado: ensayo sobre la educación

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Aula de un colegio público de Madrid, en 2014. / Juan Carlos Mejías




El nivel educativo es cada vez más bajo. Antes, las universidades acogían a alumnos con vocación. O, al menos, con interés y expectativas. Comprendían que el saber exige un esfuerzo individual. Muchos, naturalmente, no estaban dispuestos a esforzarse. Otros ni siquiera lo necesitaban: partían de una situación social y económica ventajosa y eso les allanaba la mayoría de los obstáculos. Pero, en su conjunto, la sociedad se mostraba predispuesta a premiar a quienes desearan con todas sus fuerzas adquirir un saber especializado. Con la mejor de las intenciones, se ha pretendido en las últimas tres décadas disminuir las diferencias entre ricos y pobres en el acceso a la educación y en el disfrute del conocimiento. El resultado, sin embargo, ha sido catastrófico: miles de adolescentes obligados a permanecer ociosos en las aulas de secundaria, sin ningún interés en aprender, simplemente esperando para apearse del sistema y, mientras tanto, estorbando, frenando las legítimas ansias de aprovechar el tiempo de los demás estudiantes. Los niveles de exigencia han ido paulatinamente disminuyendo sin lograr a cambio un mayor éxito educativo, al revés, obteniendo un rendimiento cada vez más bajo, empujando al conjunto del país por la pendiente de la mediocridad. Además, la burocratización de las tareas educativas, la intromisión de los pedagogos en las metodologías de la enseñanza y la presión de las familias, empeñadas en que aprobar es un derecho y no un reconocimiento, han ido mermando las fuerzas del profesorado, convirtiendo a los buenos docentes en antiguallas ridículas y fomentando moderneces inútiles que solo buscan motivar y entretener a un alumnado que, con todo, sigue empeñado en aburrirse. La excelencia educativa es, ciertamente, una rareza, pero esa rareza surge de la feliz coincidencia entre la competencia y la vocación del profesorado y el esfuerzo y la dedicación del alumnado. Todo lo que no sea eso es perder el tiempo y profundizar en la decadencia de nuestro sistema de valores. Además, y por si fuera poco, los chiquillos ya no leen.

Todos los que de una manera u otra nos dedicamos a la educación hemos oído esos argumentos u otros similares. Ni uno solo de ellos cuenta con apoyo empírico, pero eso no es óbice para que en los centros educativos, y muy especialmente en los de secundaria, un alto porcentaje del profesorado opine de esa manera y se esmere en defender esa opinión con contundencia y hasta con agresividad. Viene siendo así, por lo menos, desde que en 1990 se aprobó la LOGSE y se elevó la edad de escolarización obligatoria hasta los dieciséis años. En los primeros años de andadura de esa primera reforma posfranquista, era frecuente que los que así pensaban pertenecieran al sector más conservador del profesorado. Pero ya hace tiempo que eso ha cambiado, y no es infrecuente que muchos de los que entonan esa melodía se consideren personas progresistas, solidarias y militantes de la causa de la fraternidad. 

Muchos son escépticos con respecto a las capacidades de la escuela para modificar siquiera superficialmente las injusticias sociales y aceptan con resignación la tarea de sembrar una semilla que solo esporádicamente y casi de milagro dará algún fruto (luego hablaremos de semillas). Otros creen que la escuela es el búnker desde el que se combate la barbarie circundante y que cualquier rebaja en los niveles de exigencia es una concesión a la estupidez generalizada de los teléfonos móviles y los programas del corazón (también hablaremos de búnkeres). Es esa combinación de aspiraciones igualitarias, de raíz ilustrada, con veleidades nostálgicas de un sistema educativo elitista y segregador lo que justifica que se les haya adjudicado la etiqueta de “rojipardos”. Yo diría, incluso, que el rojipardismo educativo es propiamente el único que merece ese nombre, ya que la rojez de los rojipardos a secas acostumbra a irse con el primer lavado. Pero el término se presta a mordacidades estériles y se ha ido desgastando con mucha rapidez. Propongo, pues, sustituirlo por una etiqueta menos ofensiva y más sintética: segregacionismo ilustrado. 

Segregacionismo en cuanto considera la escuela un entorno necesariamente desigual, del que el alumnado debe ser expulsado en la medida en que no satisfaga las exigencias del sistema. Ilustrado puesto que el sistema se autolegitima sobre una concepción ilustrada de la ciencia y el conocimiento y reparte las desigualdades de partida y de llegada (dentro/fuera, arriba/abajo) en función de la posesión del saber, sea lo que sea esto (...)



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