18 sept 2023
Los autores proponen una forma de hacer frente a esta ayuda universal a través de tres impuestos: la renta, las grandes fortunas y el consumo de CO2
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Manifestación a favor de la renta básica incondicional en Berlín en 2013. / stanjourdan (CC BY-SA 2.0)
El 27 de septiembre saldrá a la venta el libro En defensa de la renta básica. Por qué es justa y cómo se puede financiar, escrito por Jordi Arcarons, Julen Bollain, Daniel Raventós y Lluís Torrens. Se trata de un estudio que por primera vez ofrece una propuesta de financiación de la renta básica en el conjunto de la Unión Europea a partir de tres impuestos: a la renta, a las grandes fortunas y al consumo de CO2. Ofrecemos ahora un fragmento del largo epílogo.
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A lo largo de los debates, congresos, discusiones formales e informales que hemos tenido durante al menos tres décadas, han surgido muchas cuestiones que se relacionan con la renta básica. Algunas de las más importantes son el feminismo, la inmigración, los incentivos al trabajo remunerado, los puestos de trabajo en peligro por la mecanización y la inteligencia artificial o los problemas que no soluciona. En este libro hemos abordado a fondo solamente dos: la fundamentación normativa y la financiación. Otras de las mencionadas han sido tratadas solamente de forma tangencial. La fundamentación normativa y la financiación creemos que son imprescindibles. ¿Es justa la renta básica? ¿Se puede financiar? Son las cuestiones que surgen con mayor frecuencia en los foros en los que se discute la renta básica. Sobre la primera cuestión hemos escrito mucho en este libro, sobre la segunda mucho más. Aun así, no hemos abordado aspectos relacionados con la financiación como algunas reformas de las partidas de los actuales presupuestos generales del estado (PGE) que podrían cambiarse de orientación. Una indicación: si los PGE destinasen un porcentaje (¿10, 20, 40, 70 por ciento?) de los gastos militares a la financiación de la renta básica, ¿cómo se facilitaría la financiación de la misma? Mucho, claro está. Esto es una decisión política, como es evidente. Hay quien considerará que deben incrementarse más los gastos militares, lo que es una condición para la defensa del reino ante cualquier “enemigo” que se ponga en la imaginación de cualquier militarista. Otros consideramos que esto no es así y que, por decirlo con muy pocas palabras, se trata en realidad de una opción habitual de la cultura bélica. No es algo específico y original de la época que vivimos, podemos recordar lo que ocurrió hace poco más de un siglo con la primera Guerra Mundial, y dos décadas después con la segunda. No es algo nuevo. Dedicar una inmensa cantidad directa e indirecta de los PGE a gastos militares es una opción política, dedicar esta cantidad a garantizar la existencia material de toda la población es otra opción política muy diferente. Hay otras partidas de todos los PGE que tienen un aumento, un decremento o un cambio según quien gobierne sea de derecha extrema o de centro-izquierda moderado que son las opciones políticas que han venido gobernando alternativamente el reino de España después de la muerte del dictador Francisco Franco. Si gobernase un partido o coalición de partidos de izquierda clara o radical, cabe suponer que los cambios en los PGE serían más pronunciados. Lo dicho, las partidas de los PGE son una decisión política. Que unas partidas que ahora van a determinados fines sirviesen para ayudar a financiar la renta básica, también lo sería. En este libro no hemos abordado lo que esto podría significar. No podíamos abarcar más, pero lo tenemos en la cabeza. Hemos preferido optar por el realismo en un sentido casi vulgar: tocar lo menos posible. Pero realismo no equivale a hiperrealismo. Concretemos. El realismo en filosofía y política tiene indiscutibles virtudes muchas de las cuales podemos subscribir, pero adaptarse a la realidad y no tener una perspectiva mínimamente ambiciosa por temor a ser tachados de irrealistas, puede conducir al hiperrealismo. Lo decía con inigualable contundencia Antoni Domènech cuando en una entrevista de principios de siglo XXI afirmaba:
“Una izquierda no filistea, es decir, una izquierda que quiera ser realista, sensata y radical a la vez (de otro de mis maestros, Manuel Sacristán, aprendí la inolvidable lección de que, en la política como en la vida cotidiana, contra toda apariencia filistea, quien no sabe ser suficientemente radical, acaba siempre en la penosa insensatez del hiperrealismo mequetréfico) tiene hoy que aspirar a desarrollar políticas que sean más ambiciosas en el medio y en el largo plazo y, a la vez, más adaptadas a las presentes circunstancias”.
Hemos pretendido en este libro ser realistas, sensatos, ambiciosos, adaptados a las presentes circunstancias, pero no hiperrealistas anonadados.
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