5/10/2023
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El ministro español del Interior está sacando pecho por haber logrado cerrar un acuerdo de las principales capitales europeas para lo que se ha llamado el pacto migratorio. Tras la crisis de 2015, con la llegada masiva de refugiados sirios huyendo de la guerra, la Unión Europea adoptó una serie de medidas, ineficaces en su mayoría, que ahora se quieren reformar. Tras registrarse al menos 27.000 muertes en el Mediterráneo en los últimos diez años, Europa busca dar una nueva vuelta de tuerca a su política migratoria, regular la recepción inmediata de inmigrantes, y repartir el esfuerzo entre todos los países de la Unión.
Sin embargo, el pacto se basa una vez más en una aproximación fallida al fenómeno migratorio. La crisis migratoria ya no es una crisis. La emigración no regulada es una realidad constante, que no va a terminar nunca, con la que hay que convivir y a la que deben adaptarse nuestros sistemas democráticos. Y solo hay dos maneras democráticas y decentes de hacerlo: combatiendo las causas profundas que originan las migraciones desde el Sur global, y poniendo el foco en el escrupuloso respeto a los derechos humanos.
La falta de vías seguras de emigración –que tampoco se aborda ahora– está, en gran medida, en el origen de la decisión desesperada de miles de personas que se echan al mar en embarcaciones precarias tratando de llegar a Europa. Las guerras, el hambre, la dinámica extractivista y el caos climático provocan la expulsión de cada vez más personas de sus territorios. La imposibilidad de conseguir un visado y de emigrar legalmente lleva a que lo intenten de cualquier modo posible. Nadie se mete con sus hijos en una barca inestable y se arriesga a perder la vida en una travesía incierta si tiene otro remedio.
El nuevo pacto europeo, por supuesto, ni siquiera se plantea cómo tratar de mitigar esas situaciones, y tampoco garantiza que se vaya a proceder efectivamente al reparto de las personas recién llegadas por todos los países de la Unión. Las reticencias de los países más abiertamente xenófobos, como Polonia y Hungría, a los que se suman Eslovaquia y Austria, no permiten hacerse ilusiones. La UE parece ya incapaz de contener el extremismo, con serios componentes racistas, que se va colando en sus instituciones.
Las únicas medidas en las que hay consenso se basan en repartir dinero a países del norte de África para que ejerzan de gendarmes delegados (básicamente, extender a Túnez el brutal modelo probado antes en Libia, Turquía y Marruecos) y, sobre todo, en castigar a las víctimas: se ampliará el tiempo en el que las personas que lleguen a Europa pueden estar privadas de libertad sin decisión judicial alguna hasta los veinte meses. Esta prolongación del limbo jurídico, que convierte las peticiones de asilo en una quimera, no se compensa con ninguna mejora en la protección de los derechos; al contrario, se asienta la idea de unos retenidos zombis que malviven en instalaciones cerradas en una zona gris donde no existen los derechos que se le reconocen al resto del mundo. Es absurdo e inhumano pedir que los migrantes vengan con un contrato de trabajo previo o que regularicen su situación para poder tener un trabajo en lugar de que sea el trabajo el que les regularice. Pero en eso se basa uno de los grandes negocios que genera la inmigración irregular: en crear una bolsa oculta e ignominiosa de esclavitud encubierta.
Uno de los puntos más controvertidos del nuevo pacto tiene que ver con la persecución a las ONGs que rescatan a inmigrantes en el mar. Los Estados europeos están obligados por el derecho internacional a asistir a los náufragos que aparecen en sus zonas de salvamento. Muchos no lo hacen. España en este punto puede presumir de tener uno de los pocos servicios públicos eficaces de salvamento marítimo, que ha sobrevivido a los intentos conservadores de privatizarlo y disminuirlo. Otros países, en cambio, no destinan recursos a salvar estas vidas. Su papel lo cubren ONGs que con voluntarios y donaciones particulares han logrado mantener diversos barcos de rescate por el Mediterráneo. Ahora el Gobierno ultraderechista italiano, con el entusiasta apoyo griego, intenta criminalizarlas. Y la Unión Europea se ha plegado a los deseos de Meloni, porque el proyecto de reglamento permitirá que los Estados miembro califiquen a estas organizaciones como colaboradores que instrumentalizan la emigración, de modo que puedan ser tratadas igual que las redes ilegales que proporcionan a los migrantes los medios para huir. Se cumple así la vieja aspiración ultra de ilegalizar a quienes salvan vidas cumpliendo las obligaciones que el Estado no cumple.
Es difícil imaginar una mayor deshumanización de la Unión Europea, convertida no ya en la Europa de los comerciantes, sino directamente en la Europa de los asesinos. Congratularse de un acuerdo semejante, como está haciendo el Gobierno español, es no solo una vergüenza para la imagen del país sino también una ofensa y una humillación para todos los votantes progresistas.
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