Rafael Poch 26/09/2023
Un año después del atentado del Nord Stream, la unidad del bloque occidental es mucho menos firme de lo que se pretende
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Póster ruso de propaganda de la I Guerra Mundial.
Las guerras están expuestas a todo tipo de vuelcos inesperados, pero en su actual fase la derrota militar de Ucrania es cada vez más clara. Como lo es la respuesta de los patrocinadores occidentales de Kiev: suministrar misiles de largo alcance, capaces de golpear en Crimea y que ponen a tiro las ciudades rusas.
Hoy se cumple un año del atentado que voló el gasoducto Nord Stream en el Báltico. Con la distancia de un año, el hecho de que Estados Unidos atentara contra un interés estratégico de Alemania, su principal aliado en Europa, sigue pareciendo uno de los datos centrales del conflicto de Ucrania. Aunque la procesión vaya por dentro, aquel atentado ha tenido un efecto demoledor sobre el liderazgo de Estados Unidos en Europa Occidental. Dañó gravemente la economía alemana y dijo mucho sobre la fragilidad de la cohesión interna de la OTAN; sobre hasta qué punto la organización militar liderada por Estados Unidos en el continente manda sobre la Unión Europea, su subordinado brazo político. La omertá sobre aquel hecho de los propios afectados, sobre todo de los humillados políticos alemanes, así como la colaboración de sus servicios secretos y sus medios de comunicación en las burdas y diversas cortinas de humo lanzadas por la CIA, para disimular y despistar la simple realidad sobre la autoría de todo aquello también contribuyen muy bien a dibujar el panorama que tenemos delante.
Ese panorama viene determinado y dominado por las elecciones presidenciales del año que viene en Estados Unidos. Ese país es la única potencia capaz de forzar la paz, pero todos los ingredientes y circunstancias que rodean a esas elecciones apuntan más bien hacia una dinámica de guerra; es decir, hacia la escalada en el conflicto abierto en Ucrania y la profundización del conflicto latente en Asia oriental. Veamos.
Al frente de la pirámide tenemos a un presidente senil, Joe Biden, sobre el que los medios habrían escenificado la gran juerga si fuera un jefe de Estado ruso o chino. En caso de incapacidad, Biden tiene a su lado a una vicepresidenta, Kamala Harris, que brilla por su incompetencia. En la segunda línea, un trío de descerebrados con nivel de becarios al frente del dossier ucraniano: el secretario de Estado Blinken, el consejero de Seguridad Nacional Sullivan y la subsecretaria de Estado Nuland. Este defectuoso personal está, a su vez, enfrascado en la más dura y espectacular pelea interna del establishment de Washington desde la guerra civil, que incluye cruce de acciones judiciales encaminadas a meter en la cárcel al candidato adversario. Ambos bandos se han criminalizado mutuamente y están firmemente convencidos de que si pierden las elecciones serán juzgados, así que no pueden perderlas. Sumada a la posibilidad de una recesión, esa presión podría convertir el escenario de una guerra abierta con Rusia en el gran recurso de supervivencia para la administración Biden.
El periodista trumpista Tucker Carlson, al que la crisis del establishment ha convertido en popular disidente descarriado, resume la situación así: “Ya hemos perdido el control del mundo, ahora vamos a perder el control y el dominio mundial del dólar, y cuando eso ocurra tendremos pobreza a nivel de la Gran Depresión. Ya estamos en guerra con Rusia, financiamos y armamos a sus enemigos, pero podemos ir a una guerra directa, podríamos hacer un ‘Golfo de Tonkin’ en Polonia (el falso incidente fabricado para justificar la intervención en Vietnam) y decir ‘lo hicieron los rusos’” (...)
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