viernes, 26 de enero de 2024

CTXT. Caza de brujas en Harvard, de Sebastiaan Faber

 Sebastiaan Faber 9/01/2024

Un ataque coordinado de la derecha que combate la discriminación positiva provoca la dimisión de Claudine Gay, rectora de la universidad norteamericana

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Claudine Gay, durante la toma de posesión del cargo de rectora de la Universidad de Harvard, el 29 de septiembre de 2023. / Joshua Qualls





“Esto no ha sido más que una escaramuza en una guerra más amplia que pretende minar la fe del público en los pilares de la sociedad norteamericana”, escribió el 3 de enero en el New York Times la politóloga Claudine Gay, un día después de dimitir de su puesto como rectora de la Universidad de Harvard, en el que ha durado apenas seis meses. Aprovechó su tribuna de despedida para lanzar un aviso: “Instituciones que gozan de la confianza del público –sean del tipo que sean, desde agencias de sanidad pública hasta organizaciones de noticias– caerán víctima de intentos coordinados para socavar su legitimidad y destruir la credibilidad de sus líderes. No habrá ninguna victoria singular, ninguna caída de ningún líder particular, que satisfaga el celo de los oportunistas que están promoviendo el cinismo con respecto a nuestras instituciones”.

Es más que evidente que la dimisión de la rectora de Harvard –una mujer afrocaribeña de 53 años nacida en Nueva York, hija de inmigrantes haitianos y educada en instituciones de élite– fue provocada por un ataque coordinado de la derecha. Para empezar, se le tendió una emboscada a principios de diciembre en una comisión del Congreso dominada por la diputada republicana Elise Stefanik, cuando Gay y dos rectoras más fueron interrogadas sobre supuestas expresiones genocidas y antisemitas en sus campus universitarios (que han vivido enfrentamientos intensos entre grupos propalestinos y proisraelíes). La trampa consistió en dos partes. Primero, la comisión asumió como antisemita toda expresión de apoyo a la población civil de Gaza o crítica a Israel. Segundo, presentó a las tres rectoras una situación hipotética que no se ha producido: ¿permitirían un llamamiento al genocidio judío en sus respectivos campus? Las respuestas matizadas de las rectoras –que habría que considerar el contexto antes de decidir las sanciones– fueron la excusa perfecta para que los diputados se encendieran en esa indignación tan típica de las guerras culturales. El escándalo no tardó en contagiar a los entornos de las propias rectoras, que se vieron obligadas a disculparse por sus testimonios; a los cuatro días, una de las tres, la de la Universidad de Pensilvania, presentó su dimisión. 

Poco después, el activista conservador Chris Rufo puso en la diana a la rectora de Harvard, demostrando que Gay había copiado pasajes de otros sin atribución apropiada en su tesis doctoral (de 1997) y varios de sus artículos académicos posteriores. Las instancias de repetición –relativamente inocuas y, para muchos, más un síntoma de torpeza que de plagio como tal–  se descubrieron sometiendo la producción académica de Gay a un programa informático, con el único fin de poner en un aprieto a la rectora. Y en lugar de disimular sus objetivos y tácticas, Rufo se ha ufanado de ellos en público, presentándolos como un modelo a seguir. Después de conseguir que el escándalo del plagio se cubriera ampliamente en los medios conservadores, Rufo dijo que “sabía que, para conseguir mi objetivo, teníamos que introducir la narrativa en los medios de izquierdas”, según confesó en una entrevista en la revista Politico. “Emprendí una campaña … de bullying a mis colegas de izquierdas para que tomaran en serio la historia del escándalo académico más importante en la historia de Harvard”. “Por ahora”, agregó, “dada la estructura de nuestras instituciones, esta es una estrategia universal que la derecha puede emplear en la mayoría de los temas. […] Creo que hemos demostrado su posibilidad de éxito”.

Además de identificar la campaña en su contra como parte de una guerra cultural, en su tribuna del New Times, Gay se dedicó a defender su integridad como politóloga enfocada en los efectos de la entrada de minorías a cargos públicos. “No he tergiversado nunca mis resultados de investigación o presentado como propias las investigaciones de otros”, escribió. “Mis investigaciones presentaron pruebas concretas para demostrar que cuando miembros de comunidades marginadas ganan una voz significativa en los espacios del poder, esto abre una puerta donde antes solo se veían barreras. Y esto, a su vez, refuerza nuestra democracia”.

Pero hay una pregunta central que la rectora prefirió pasar por alto: ¿qué nos demuestra el éxito de este ataque con respecto a la vulnerabilidad de las universidades norteamericanas, incluida una institución privada como Harvard, cuyo patrimonio de más de 50 mil millones de dólares supera el PIB de países como Bolivia o Paraguay y cuyo prestigio mundial es, además, enorme? Irónicamente, muchos de los políticos y opinadores de derechas que vituperan contra Harvard y otras universidades de élite, incluida la diputada Stefanik, no dejan por ello de vanagloriarse de haber pasado por ellas. (Y no hace falta recordar cómo, en años recientes, han intentado aprovecharse de ese prestigio figuras tan pintorescas de la fauna ibérica como Pablo Casado o María Elvira Roca Barea.) ¿Por qué ha sido tan fácil derrocar a la máxima responsable de una institución tan poderosa?

Según la derecha y el sector de la izquierda que se autoproclama anti-woke, la causa principal de esa vulnerabilidad sería que las universidades han venido traicionando su tradicional respeto por el rigor, la verdad, el debate de ideas y el mérito académico en aras de valores buenistas como la diversidad, la equidad y la inclusión (DEI). Los síntomas de esa traición serían varios, desde la presencia cada vez mayor entre el profesorado y los cargos administrativos de personas no blancas, masculinas o heterosexuales –y, se insinúa, menos cualificadas–, hasta la imposición de una censura políticamente correcta y el hostigamiento de todo personal docente que se atreva a desafiarla, o la relajación de los estándares académicos y la consiguiente inflación de las notas.

La verdad es otra. Lo que ha debilitado las universidades norteamericanas es, por un lado, la crisis de su sistema de financiación –que ha incrementado, al mismo tiempo, el precio de las matrículas y la precariedad laboral del personal docente– y, por otro, su entrega a un modelo “marquetiniano”. Este modelo concibe la universidad como una empresa más, con su cultura y estructura interna correspondientes, y, en su proyección exterior, lo apuesta todo por la competitividad y la reputación. El razonamiento: cuanto mejor la reputación, mayor será la capacidad de atraer a los mejores estudiantes y profesores, y tanto más generosos serán los donantes (..) 


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