Ana Bibang 18/01/2024
Con la demanda ante el TIJ, una acción, legítima, legal y procedente, el país africano le ha puesto la cara colorada al mundo
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Ya es patrimonio de la sabiduría popular aquello de “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”, aunque pocas veces fue tan cierto como ahora; el avance de movimientos antidemocráticos, la vulneración de derechos humanos y los conflictos bélicos que estamos presenciando son buena prueba de ello.
De entre todos, resulta difícil elegir un ejemplo sin quitar importancia al resto, pero sea como fuere la actualidad manda y junto a este mandato y por el alcance de sus consecuencias, el conflicto palestino-israelí está presente cada día en la retina de propios y extraños.
Conflicto complejo donde los haya, por su origen, causas, la multitud de matices socioeconómicos y geopolíticos a tener en cuenta y porque si bien la crueldad desproporcionada e intolerable derivada del enfrentamiento está recayendo sobre la población de Gaza, el tablero en el que se juega la partida se extiende más allá de sus fronteras: Yemen, Irán, Líbano, Estados Unidos, Reino Unido, Europa… casi nada.
Mientras, el resto del mundo es a ratos testigo silencioso, a ratos cómplice y, en el peor de los ratos, cooperador necesario del horror y la masacre ejercida sin tregua por Israel sobre el pueblo (y digo bien, el pueblo) palestino.
Y en medio de este escenario aparece un nuevo jugador inesperado, Sudáfrica, que se posiciona de forma que no debería sorprender: demandando a Israel ante la Corte Internacional de Justicia y requiriéndole el cumplimiento de lo establecido en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobado en 1948, suscrito por 133 países y en el que ambos son parte. Lo que corresponde en Derecho, sin más.
Y con esta acción, legítima, legal y procedente, la República de Sudáfrica le ha puesto la cara colorada al mundo.
Porque cualquiera de los países firmantes podría haberla ejercido en virtud de lo dispuesto en el propio acuerdo internacional y siendo la norma invocada ius cogens o derecho imperativo de obligado cumplimiento que no admite acto en contrario. Pero lo ha hecho Sudáfrica y no es casualidad.
Para entenderlo, toca viajar en el tiempo y recordar la historia de este país, que recorrió un camino largo y tortuoso hasta lograr su independencia y convertirse en una de las grandes potencias del continente africano. Su trayectoria contiene haber sufrido un colonialismo irreparable, ejercido por británicos y neerlandeses, que arrasó territorios e identidades y expolió los recursos naturales autóctonos, para desembocar en el régimen del apartheid uno de los sistemas segregacionistas y racistas más vergonzosos del siglo XX.
Mediante el apartheid se legitimó todo un sistema jurídico que permitió instaurar la segregación racial y otorgar el poder político, económico y social a la minoría blanca, al tiempo que se suprimían los derechos fundamentales de la población negra sudafricana como el derecho al voto, el derecho de acceso a la educación o a la sanidad; se estableció la prohibición de que las personas negras accedieran a cargos públicos, usaran sus lenguas originarias, compartieran espacios habitacionales, académicos o recreativos con las personas blancas, así como se prohibieron los matrimonios mixtos e incluso las relaciones íntimas entre negros y blancos. Por mencionar algo.
¿Les suena? Efectivamente, la segregación racial no solo ocurrió en el todopoderoso Estados Unidos.
Seguimos en Sudáfrica y lo que en la teoría sonaba aberrante se aplicó con extrema dureza en la práctica, ilegalizando las asociaciones y partidos de las personas negras, encarcelando, torturando y asesinando a sus líderes y llevando a cabo matanzas de los civiles que se manifestaban pacíficamente en las calles de su país. De entre una infinidad de hechos trágicos, ya forman parte de los libros de historia la tortura y el asesinato del líder Stephen Biko, las matanzas de Soweto y Sharpeville o la condena a cadena perpetua de un jovencísimo activista pacifista, Nelson Rolihlahla Mandela.
Entonces, como ahora, el resto del mundo contemplaba lo que ocurría en Sudáfrica. Y aunque es cierto que, en los últimos años del régimen del apartheid se ejercieron acciones diplomáticas y sociales de rechazo para aislar al sistema segregacionista, su abolición le correspondió únicamente al pueblo sudafricano.
Hicieron falta más de cuarenta años de lucha para derrocar al apartheid y celebrar las primeras elecciones democráticas del país, que convirtieron a Nelson Mandela en presidente por mayoría absoluta.
Como no podía ser de otra manera, la Sudáfrica víctima del apartheid se convirtió en la Sudáfrica de Mandela, de sus pobladores originarios, recuperó su identidad y reconstruyó el país hasta convertirse en una de las primeras potencias del continente africano y hoy en día, junto a Brasil, Rusia, India y China, formar parte de BRICS, foro político y económico de países emergentes constituido en un espacio internacional alternativo al G7.
No es de extrañar, por tanto, que la Republica de Sudáfrica haya alzado la voz contra Israel clamando contra el genocidio que está llevando a cabo en Gaza porque tiene, como pocos, la autoridad moral y la legitimidad legal para hacerlo; como tampoco sorprende que en el equipo jurídico que ha presentado la demanda contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia se encuentren juristas sudafricanos de la talla de Tembeka Ngcukaitobi, abogado y reconocido investigador sobre el despojo histórico de tierras durante el colonialismo y el apartheid. El país no ha olvidado su historia.
Servidora no quiere pecar de ingenua y obviar la posibilidad de que la demanda de Sudáfrica contra Israel probablemente también incluya intereses políticos y estratégicos; tampoco ignoro que el recorrido legal de la demanda será largo, tedioso y de poco alcance práctico a corto plazo, pero Sudáfrica ha conseguido lo que hacía falta, retratar una vergüenza mundial. Y si es cierto aquello de que algún día se hará justicia y se rendirán cuentas, la comunidad internacional en pleno tendrá una deuda infinita con el pueblo palestino.
Pero a buen seguro que Sudáfrica aprobará con honores. Summa cum laude, de nuevo.
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