Amador Fernández-Savater 19/02/2022
Atravesadas por la lógica de mercado, organizadas en “macrogranjas de la información”, las redes destruyen las condiciones generales de atención, en favor de una mímesis estupidizadora
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En 1940, en pleno conflicto mundial, la filósofa francesa Simone Weil escribe su conocida Nota sobre la supresión general de los partidos políticos. Los partidos, su dinámica y su cultura, están en el origen de la debacle de las democracias europeas, el ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial. ¿En qué sentido? Son responsables de destruir la “capacidad de prestar atención”.
Nota sobre la supresión general de las redes sociales
Simone Weil dedicó toda su obra a pensar la atención como base material de la libertad humana. La atención, según Weil, es la capacidad de escuchar algo que se nos presenta y de responderle. Para ello, en primer lugar, hay que suspender los propios prejuicios, poner entre paréntesis el propio saber. De otro modo estaríamos aplicando simplemente al fenómeno en cuestión nuestras ideas previas. El primer trabajo de la atención es por tanto “negativo”: poner en duda, suspender nuestros automatismos, abrirnos a algo singular y desconocido.
En segundo lugar, lo que se nos presenta nos requiere una cierta respuesta: nos interpela, hay que elaborar algo al respecto, pensamiento y/o acción. En lugar de forzar la realidad, de encajarla en nuestros moldes previos, nos disponemos a escucharla y crear algo nuevo a partir de su contacto. Leer, por ejemplo, es un ejercicio de atención: meditar un texto y expresar las reflexiones que se nos ocurren. No hay pensamiento sin atención. Pensar es ir más allá de lo que sabemos, internarnos en territorio desconocido e inventar ahí un surco propio.
Pensar, según Weil, es una actividad siempre individual, singular, de cada uno. Delegar el pensamiento equivale a dimitir de lo más propio: somos pensados por otros, en lugar de pensar el mundo por nosotros mismos. Pero cada uno no es un átomo aislado, sino que puede reunirse con otros para deliberar y decidir sobre las cuestiones de la vida en sociedad. Es el contenido más alto de la política, cuando esta no es simple dominación. La posibilidad de elaborar y expresar un juicio público sobre los problemas de la vida en común. A través de una asamblea de personas singulares, de una configuración de “únicos”.
La dinámica infernal de los partidos destruye las condiciones de atención. Por tres motivos al menos. En primer lugar, son máquinas de fabricar “pasión colectiva”. Esta, para Simone Weil, es pasión de unanimidad. Todos iguales, un “nosotros” sin diferencias, sin singularidades, sin únicos. En segundo lugar, los partidos someten a presión a todos y cada uno de sus miembros. El ideal del partido es siempre la homogeneidad y el precio a pagar por la disidencia es la exclusión. Lo vemos a diario, no sólo en los viejos partidos, sino también en aquellos que supuestamente venían a “renovar la política”. Por último, los partidos no están interesados en primer lugar en el bien o la utilidad pública, sino ante todo en su propio crecimiento, en el aumento de su propio poder, a costa de lo que sea.
En definitiva, hemos puesto al mando de las cosas comunes a máquinas absolutamente privadas. Es una de las mayores irracionalidades de nuestra época que se cree sin embargo tan racional.
“Tomar partido” es todo lo contrario a prestar atención. No se escucha profundamente algo que se presenta –un problema, un acontecimiento, un fenómeno nuevo–, sino que se toma posición a favor o en contra, dependiendo de si favorece o perjudica a nuestro partido. ¿Ha visto alguien dudar a un político alguna vez? No se responde creativamente a lo que llega, inventando modos de reflexión y acción, sino que se instrumentalizan las cuestiones en el propio beneficio, se “gestionan” los problemas. La discusión entre partidos es un simple intercambio de propaganda, lo que hoy se llama, eufemísticamente, “batalla cultural”. Los hechizados por la cultura de partido no meditan nunca movidos por el deseo de verdad, por las ganas de hacerse una idea propia sobre algo, sino que se “alinean” unos contra otros en un tablero de ajedrez.
Los partidos no inventan esta dinámica de tribunal y excomuniones, explica Weil, sino que la retoman de la Iglesia. Son “pequeñas iglesias profanas” que sustituyen la complejidad del mundo por la aceptación incondicional de un pack de verdades: la ideología. En lugar de pensar cada cuestión, la ideología nos ofrece una posición para todas los temas de la vida. En el fondo, cada partido querría todo el poder, son potencialmente totalitarios y sólo se logra un cierto equilibrio entre ellos porque –al menos en la democracia representativa– hay varios.
Los partidos son mecanismos objetivos de estupidización subjetiva. Su lógica y su cultura política ha intoxicado todos los ámbitos de la vida. En lugar de aprender a prestar atención, a dudar y pensar por nosotros mismos, nos educan a “tomar posición”: tener una opinión para todo, estar de acuerdo o en contra, polemizar como ejercicio de poder. ¿No es esta exactamente la dinámica actual de la discusión política en las redes sociales? Veamos.
En primer lugar, las redes sociales son máquinas de fabricar pasión colectiva, o de unanimidad. Es lo que llamamos “viralidad”: la imitación, la copia, la réplica, el meme que se contagia sin el tiempo de silencio que requiere escuchar y crear. En segundo lugar, las redes ejercen presión uniformizadora sobre todos y cada uno de sus perfiles a través del chantaje del “reconocimiento”. Si no gustas, quedas relegado y borrado. Hay que complacer a quien te sigue dándole lo que quiere, placer o escándalo, da lo mismo. Cuantos más followers, más reflejo de conformismo. Por último, la finalidad de cada nodo de la red no es la verdad, sino el aumento del poder, de influencia, de visibilidad.
La opinión sustituye al pensamiento. La posición a priori a la invención de una respuesta. El tribunal permanente a la discusión democrática. ¿Ha visto alguien alguna vez dudar a un opinador? Atravesadas por la lógica de mercado, organizadas en “macrogranjas de la información” (Twitter, Facebook), las redes sociales destruyen hoy las condiciones generales de atención, en favor de una mímesis estupidizadora. Sus algoritmos son mecanismos objetivos de embrutecimiento subjetivo.
Simone Weil llega, a través del razonamiento más sereno, a la solución más radical: hay que suprimir los partidos políticos y erradicar su cultura. Lo más radical es lo más sensato. La supresión de los partidos supondría su disolución en un “medio fluido” donde sea posible pensar cada uno y pensar cada vez. Es decir, ante cada cuestión, las personas singulares deberían poder asociarse y disociarse en el juego natural y cambiante de las distintas afinidades y perspectivas, sin llegar a cristalizar en corrientes, tendencias o capillas que piensen por nosotros, por anticipado.
Pero la supresión de los partidos implica sobre todo un cambio radical de cultura política e intelectual. Una reforma radical de las costumbres y el entendimiento, desde ya. Dejar de imitar al adversario desde una ideología supuestamente mejor –propaganda de izquierdas contra propaganda de derechas, viralidad buena contra viralidad mala, ganar la batalla cultural–, sino pensar y actuar de otra manera, aquí y ahora. Sacar el debate político del juego de espejos, confiar en la igualdad de las inteligencias, sentir horror ante toda manipulación, reapropiarnos de la capacidad de prestar atención y empezar a construir sus condiciones materiales. Los mecanismos y las condiciones objetivas que favorezcan la inteligencia subjetiva, de todos y cada uno.
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Amador Fernández-Savater imparte un taller online sobre la potencia de la lectura como herramienta de emancipación.
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