ctxt 31/01/2024
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La politización de la justicia. / MalagónYa debe de haber jueces brindando con champán. En la Audiencia Nacional, en el Tribunal Supremo y hasta en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña debe de haber a estas horas magistrados descorchando sus botellas (nada de cava catalán) para celebrar que han doblegado al Gobierno.
Cuando José María Aznar, dispuesto a evitar como fuera cuatro años más con las derechas lejos del poder, lanzó aquello de “quien pueda hacer que haga, quien pueda contribuir que contribuya”, se dirigía sobre todo a estos hombres y mujeres que ahora festejan sin quitarse siquiera la toga. Todos lo sabían perfectamente, porque la justicia es hoy, sin duda, el punto más débil de eso que llaman democracia, y que debería significar, sobre todo, que la voluntad de los votantes pesa tanto como la de quienes se sienten dueños del Estado.
En efecto, la democracia se sustenta en que la mayoría política del país expresada en las urnas es quien lo dirige políticamente. Dentro del respeto a los derechos de las minorías, es esa mayoría la que decide hacia dónde vamos. Esto se consigue atribuyendo a las Cortes Generales el poder jurídico supremo. El parlamento aprueba leyes que son la plasmación en artículos de las ideas y aspiraciones políticas de la sociedad. Esas leyes se imponen al poder ejecutivo en todas sus manifestaciones (ministros, alcaldes, cargos de todo tipo) pero también al judicial. Los jueces y magistrados actúan, conforme a la Constitución, sometidos a la ley. Su función es garantizar la preeminencia del parlamento y, a través de él, de la democracia. Son los árbitros que sirven de garantía última del sistema. Si los jueces abandonan la sumisión a la ley o la pervierten imponiendo su voluntad, todo el edificio de la democracia se cae porque pierde su garantía.
Los jueces que están brindando desde anoche porque creen que le han dado un varapalo al Gobierno son el ejemplo vivo de la debilidad de nuestros modernos sistemas democráticos.
En los últimos años hemos asistido con estupefacción a la transformación de nuestro poder judicial en un poder político. Desde los medios de comunicación, las redes sociales e incluso en las calles, vestidos con sus togas, centenares de jueces han intentado condicionar al Parlamento para que no apruebe la ley de amnistía, mientras los magistrados afines al Partido Popular secuestraban el Consejo General del Poder Judicial negándose a renovarlo. Esta insólita anomalía democrática, previa a la amnistía, demuestra que nuestra magistratura no se mueve porque crea que la ley en cuestión afecta a sus competencias. De lo que se trata es de defender la nación para que no claudique ante quienes no comparten sus ideas de patria y bandera. Dicen los jueces que el gobierno progresista, al anteponer el diálogo sobre la represión, está vendiendo España. Y por eso se ven obligados a impedirlo, dejando de ser un poder imparcial.
Por eso el disparatado Manuel García-Castellón ha ido boicoteando las negociaciones sobre la ley de amnistía en tiempo real, a medida que se producían. Cuando supo que los expertos del Gobierno habían decidido dejar explícitamente fuera de la ley de amnistía los delitos de terrorismo para evitar tanto la censura europea como una posible inconstitucionalidad por desproporción, encontró una grieta. Y la ha ido usando.
Nadie duda de que este magistrado ha intentado interferir y torpedear las negociaciones entre partidos, pero quizás no sea tan evidente entender por qué lo ha hecho. Porque, en última instancia, lo que guía a este grupo de jueces sediciosos no es solo defender a España sino, como pedía Aznar, devolver el Gobierno a quienes son los únicos legitimados para tenerlo. A quienes siempre lo han tenido, desde mucho antes de que se aprobara la Constitución. A la gente de bien y de orden, incluidos ellos mismos. La ciudadanía tiene los votos, pero ellos creen tener el poder de subvertir la soberanía popular.
Tanto el Gobierno como los independentistas catalanes se han visto arrastrados a una trampa de la que tenían poca escapatoria. Los negociadores de Junts saben que tanto Puigdemont como los activistas de los CDR van a ser imputados por terrorismo. Pese a sus torpezas y mentiras, son, en última instancia, los más inocentes de esta historia, no solo porque, se mire como se mire, están muy lejos de ser terroristas, sino porque siguen creyendo en el poder de la ley y aún confían en que una ley de amnistía se pueda aplicar. El Gobierno, por su lado, ha preferido defender la corrección de la ley para que no pueda ser rechazada ni en el Tribunal Constitucional ni en el de Luxemburgo. Al fin y al cabo, reconocen en privado, por mucho que la ley incluyera la amnistía por terrorismo, la brigada judicial inventaría otros delitos (el de traición, por ejemplo, que ahora apunta el juez Aguirre, quien parece haber descubierto de pronto la trama rusa) para perseguir a Puigdemont.
El momento es difícil, pero creemos que es preciso que la ciudadanía se movilice contra estos jueces reaccionarios y prevaricadores, que odian la democracia y cuyo objetivo no es hacer justicia sino tratar de desalojar a un gobierno legítimo y sostenido por una mayoría de 179 diputados y diputadas. Sería un inmenso error darles ese placer. Aún queda tiempo para el acuerdo, y la salud de nuestra democracia exige que el PSOE y Junts encuentren la manera de seguir adelante. El Gobierno tiene la obligación de resistir, no tanto por lo que es o puede llegar a ser, sino por lo que tiene enfrente y por lo que se nos vendría encima si estos jueces entregados a la causa de la España eterna, una, grande y libre, ganaran la batalla.
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