Laura Arroyo 16/11/2023
Hay quien dice que las calles están capitalizadas por los ultras. No es verdad. La disputa está abierta
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“Responderemos golpe por golpe”, sentenció el domingo 12 de noviembre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ante miles de autodenominados “defensores de España”. Horas antes, el viernes para ser precisa, había registrado la derogación parcial de la ley trans y la ley de protección integral contra la LGTBfobia. No es casual que en un momento de efervescencia en el fascismo callejero –consecuencia del fascismo mediático, político, judicial, económico–, Ayuso decidiera dar su particular “golpe” a los derechos de madrileños y madrileñas. Un guiño con consecuencias concretas que se enmarca en un contexto de envalentonamiento “patriótico”, donde “patriota” es aquel que reacciona contra avances democráticos y, sobre todo, contra el voto expresado en las urnas. Una patria estrecha donde sólo valen los que “votan bien”. Una patria sin democracia.
Ayuso, que es más lista que Feijóo, lee el momento con rapidez y sabe que Vox puede cosechar mejor lo sembrado durante años en platós de televisión y la tribuna del Congreso, en la que Meritxell Batet permitió auténticas barbaridades por parte de los ultras mientras pedía, por otro lado, quitar la frase “cultura de la violación” del acta de sesiones. En los momentos de ebullición hay que saber calibrar los movimientos para no quemarse, pero sin quedarse fuera de la ola. Y lo hizo. Primero, rechazó tácticamente “la violencia”. Pero no lo hizo por principio, ojo, sino para posicionar un marco discursivo que la derecha mediática ya anticipaba: no son algaradas fascistas, sino manifestaciones donde hay infiltrados ultras. Golazo.
El coro de tertulianos comprando ese marco tanto en la derecha mediática como en la progresía sólo ratifican que Ayuso tiene olfato (y poder). Mientras que en la derecha el mantra repetido es “no se puede decir que todos son fascistas, por unos cuantos violentos”, en la progresía optan por edulcorar el asunto diciendo “no se puede negar que hay una mayoría preocupada por la amnistía” sin presentar, claro, ninguna prueba de esa mayoría existente. Esto hace que se enfoquen en denunciar la violencia que vemos en las calles, pero siempre partiendo de que en realidad responde a un “ánimo social” (así, caído del cielo de manera natural) y que no se trata de todos, sino sólo de “algunos”. La pregunta es si se puede seguir defendiendo el carácter democrático en estas manifestaciones en que las arengas más repetidas son “Sánchez a prisión”, “Marlaska maricón”, “La valla a Melilla” o irrepetibles insultos machistas contra Irene Montero. La respuesta es no. Esas arengas, todas, son también violencia y de ellas no se desmarca nadie porque nadie las rechaza en ese bloque reaccionario que tiene en el PP a un alfil fundamental. Repito: fundamental.
Sin embargo, nos siguen diciendo que el Partido Popular es muy demócrata, que su esencia es conservadora pero no ultra y que Feijóo es un moderado. Como si repetir desde hace meses que has ganado las elecciones, desconociendo el sistema electoral del país que buscas gobernar, fuera moderación y respeto democrático. Como si no estuviéramos hablando del PP de la policía patriótica desde el Ministerio del Interior de Mariano Rajoy, del partido de los martillazos en ordenadores para destruir pruebas criminales o del Aznar de los Azores. Ya ni qué decir del partido de los pactos con Vox en cuanto municipio o comunidad autónoma ha hecho falta. Y eso en tiempos de Feijóo como presidente del PP. ¿Democrático? ¿Moderado? Que Feijóo prefiera hablar en un atril en la Puerta del Sol y Abascal ir a las algaradas –pero escapar de ellas en cuanto la cosa se complica– no los hace diferentes. Mismo discurso, mismas políticas, mismo golpismo. Ferraz y Puerta del Sol están muy cerca.
En este contexto, la palabra “golpe” va adquiriendo protagonismo. Señal de nuestros tiempos, me temo. Hay quien puede pensar que hablar de “golpe” es demasiado. Tengo amigos muy respetables con quienes tenemos este debate hace días. Es verdad, concedo, que lo que vemos parece antes un festival de excentricidades que, por lo mismo, restan alarma. Soy de las que también se ha reído estos días. Lo confieso. La ola de memes en las redes sociales es un termómetro de la impresión que causan los avemarías en coro, los gritos de alguna cayetana de turno, la incapacidad de plantear un mensaje político de muchos de los que llevan la rojigualda en el cuello cual supermanesputodefensoresdeespaña, etc. Sí. Son ridiculizables. Pero cuidado: un ridículo con poder es un monstruo.
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