Arabista en la Universidad Autónoma de Madrid.
La decisión de Israel de declarar ‘non grata’ a la ONU tras el discurso de su secretario general en el que sugería que el conflicto “no surgía de la nada” se entronca con más de siete décadas de pisoteo sistemático al derecho internacional.
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António Guterres, secretario general de la ONU. Foto: World Bank / Grant Ellis
Cuando el primer secretario general de las Naciones Unidas, Trigve Lie, dio el relevo a su sucesor, otro nórdico como él, declaró aquello tan célebre de que ese era el “trabajo más difícil del mundo”. Podía haber añadido que, también, es uno de los cargos públicos mejor pagados en el planeta, unos 200.000 dólares brutos al año, a los que se añaden dietas y alojamiento aportados por la organización.
Pero es que lidiar con los grandes problemas internacionales y hacer alarde de paciencia con determinados países y sus delegados no está nunca bien pagado. Sobre todo si quien aparece en escena creando complicaciones es ni más ni menos que Israel. Ese Estado que occidente ha decidido que puede hacer lo que le dé absolutamente la gana hasta en los momentos más terribles e insospechados.
El pobre Lie tuvo la mala suerte de tener que lidiar con las brasas del incendio generado por la Segunda Guerra Mundial y la aparición de los dos grandes bloques, con su corolario de tensiones, añagazas geoestratégicas y conspiraciones diplomáticas, estas últimas siempre desquiciantes para cualquier mediador internacional. Pero, a buen seguro, lo peor fue tener que hacer frente a la cuestión israelí.
Aquí la culpa debe asumirla también la propia ONU, con su malhadado plan de partición en Palestina (1947) que concedía, una idea genial, el 55% del territorio a quien tan sólo constituía un tercio de la población, la comunidad judía, cuya afluencia masiva a lo largo de los treinta y cuarenta del S. XX los británicos habían permitido e incluso alentado sin tener en cuenta las protestas de los palestinos —¿alguien ha tenido en cuenta a los palestinos alguna vez? ¡Si no existen, como diría la gran líder sionista Golda Meier—.
A estos, además, se les concedían dos zonas separadas que coincidiría en parte con sus actuales “centros de internamiento” en Gaza y Cisjordania, a ambos extremos de la entidad judía, que tenía continuidad territorial y salidas tanto al sur, Egipto, como al norte, Líbano. Un plan, en definitiva, pensado para encapsular a los palestinos. Luego vino la guerra del 48, con aquellas resoluciones magistrales que consagraron una máxima ancestral en la historia de esta egregia organización: las decisiones que se adopten en el seno de la Asamblea General y/o el Consejo de Seguridad e incluyan referencias a “cosas que Israel debería hacer” tienen un estatus especial. O sea, están para no cumplirse. Las primeras, las referidas a los derechos de los refugiados palestinos o los asentamientos israelíes.
Comprendemos a Lie y a los ocho secretarios generales que, aun ganando mucho dinero y recorriendo a modo los cuatro puntos cardinales, han debido fajarse en los asuntos que conciernen a Israel. Porque el proyecto sionista israelí no ha dado tregua. Después del 47 y el 48, dieron más guerra, junto con Francia y Gran Bretaña, en la crisis del Canal de Suez del 56; después, en el 67, en el 73 (aquí no, aquí empezaron los otros), en las intifadas del 87 y el 2000; las agresiones a Gaza, 2006, 2008-2009, 2012, 2014, 2018, 2021, 2022 y esta actual de 2023, la más sangrienta y criminal de todas ellas que, al menos, no nos ha dejado todavía ninguna de esas lamentables resoluciones sobre la cuestión palestina que tanto enfurecen a los antisemitas furibundos que critican las violaciones de la legalidad internacional.
La retórica filosionista suele decir que la ONU, en especial algunas secciones como la UNRWA (Agencia de Ayuda a los Refugiados Palestinos) o la Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia), es hostil a Israel. No entendemos por qué: se pasan sus resoluciones por donde les place y siempre estará ahí Estados Unidos, o Gran Bretaña, o ahora Francia, entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad para justificar sus desaires. O numerosos estados europeos y algunos latinoamericanos, africanos y asiáticos que acceden a puestos transitorios en aquel, o están siempre en la Asamblea General. Pero las recientes palabras de Antonio Guterres resultan inadmisibles para los actuales dirigentes israelíes, los más reaccionarios y criminales, ya es decir, de la historia de un estado basado en la coacción, el latrocinio y la manipulación. Afirmar que “es importante reconocer que los ataques de Hamas no vienen de la nada” y que “el pueblo palestino se encuentra bajo 56 años de asfixiante ocupación”, como hizo el pasado martes 24 de octubre, supone para el régimen de Tel Aviv una declaración de hostilidad inasumible, una muestra más de la animadversión histórica, o eso sostiene, de la ONU hacia la noble y democrática Israel (...)
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