· 15/09/2020 MARTA GARCÍA
Siempre me ha encantado trabajar en agosto. Recién llegada de vacaciones, la sensación solía ser de descanso parcial, aunque estuviera trabajando. Las consultas eran tranquilas, había cierta calma en los pasillos del centro de salud.
Este agosto de 2020 ha sido el peor de mi vida laboral. Con diferencia. Un ritmo infernal. Una lista de pacientes interminable. Una serie de pensamientos rumiantes hasta ahora desconocidos que a lo largo del mes se han hecho constantes. El espacio entre consulta y consulta ("por favor, que la próxima sea sencilla: una receta, una pregunta rápida…"). La salida de cinco minutos a media mañana para tomar aire ("no voy a poder terminar, llegarán las 15:00 y no habré logrado hacerlo todo"). La vuelta a casa atascada en el tráfico ("yo no quería trabajar así"). La comida, el juego con los niños, la cena, el sueño ("¿me habré dejado algo importante?").
He tenido que limitar el tiempo dedicado a consultas complejas; esas que requieren parar el reloj y mirar a los ojos. En su lugar, se impone la pantalla del teléfono marcando los segundos de la llamada y la del ordenador con todas las que quedan por delante. He tenido que atender todo lo que no se pudo hacer en su momento ya que no podemos seguir diciendo eternamente "vamos a dejar eso para más adelante"; todo lo nuevo que ha ido surgiendo; todo el COVID y todo el miedo por el COVID. Ansiedad durante y tras el confinamiento, miedo atroz, crisis de pánico y empeoramiento de los síntomas depresivos, sobre todo en mayores. Tenemos todo encima de una mesa que ya estaba desbordada, con la mitad de personal y el doble de tareas e interminables formularios de rastreo que completar.
Y al final, el comentario de los pacientes: "veo que tienes prisa, Marta". Odio esa frase y la verdad que contiene (...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario